“hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya
que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin
embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor
cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con
muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este
acreedor es el espíritu”[1]
La angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente a
la posibilidad. Esta es la fórmula sintética que la define. Ella no es sino
una expresión sintomática de un modo de consistencia estructural inherente a
la síntesis constitutiva del individuo. Ahora bien, el hombre es una síntesis
de alma y cuerpo sostenida por el espíritu, y el modo concreto en que tales
elementos se articulen en el todo compuesto, habrá de definir, al mismo tiempo,
la dirección y los fenómenos anímicos que en él se verifiquen.
Ahora bien, la libertad es posibilidad antes
de la posibilidad, es decir, es productora de los posibles y en función de ellos
se determina. El yo negativo desliga en tanto enajena las determinaciones; y
ante la realidad maciza de los hechos establecidos, ella construye el espacio en
donde habita la posibilidad. La libertad
contempla su abismo de indeterminación y he aquí la angustia que crece en tanto
acompaña esta conciencia y la responsabilidad sentida.
Se trata, finalmente, de que todo
posible no subsiste entitativamente, es un determinado preciso, un posible mío,
que yo quiero o debo devenir, por lo cual toda realización efectiva de la
voluntad habrá de entrañar la responsabilidad. El yo se topa con la misma y se
desarrolla en tanto la reconoce, pero en la medida en que crece en intensidad
crecerá, por lo mismo, la conciencia y, junto a ella, la culpa. Es regla protocolaria
que quien quiera orientarse hacia Dios empiece sintiendo culpa. Es claro, la
conciencia siente culpa de la necesidad de la que emerge, instaurando consigo el reino de la libertad. La inocencia no es sino una determinación negativa,
que no eleva la personalidad a la forma ideal del contenido de lo existencial y
humano.
En dialéctica pura, la manifestación
de la enfermedad implica su existencia pretérita. Por eso, el hombre, que
descubre su conciencia en la angustia, es culpable, porque en las entrañas
incubaba sin saberlo un mal. Por lo pronto emerge la conciencia, la culpa con
la responsabilidad y ésta con el yo. Ahora bien, es la conciencia, y no la
inteligencia, el atributo fundamental del genio. Toda existencia se encuentra
orientada religiosamente en la dirección de la libertad, pero la libertad
define sus destinos, trascendiendo las determinaciones genéricas de la
naturaleza y la especie. En este sentido es ilustrativo todo el tratamiento de
la cuestión de lo cómico y la lectura kierkegaardiana del episodio de Sócrates
y Alcibíades en El Banquete.
Por lo pronto, el genio, como el
yo, puede descubrir la angustia en relación a dos figuras: el destino o la
culpa. Genio pagano y genio Cristiano; ambas expresan, a su modo, la limitación
de la libertad y la pérdida del yo. El genio pagano sucumbe ante el sino
cifrado que arrastra el destino; el cristiano, a su vez, sucumbirá, no a los
hechos exteriores, sino a sí mismo. El
yo del genio, finalmente, gravita sobre las entrañas del universo y se vuelve su
amo, rediseñando la realidad en donde el yo se descubre a sí mismo co-creador a
través de la conciencia de sí mismo adquirida a través de su propia destrucción. En el momento culminante el héroe
sucumbe a la culpa o al destino. El genio puede ganar el mundo, pero nunca a sí
mismo.
“El destino se apodera al final, aprisionándolo, del genio inmediato, y podemos afirmar que éste es su momento culminante. Porque sin duda este momento
no es propiamente el de su más espléndida realización exterior, cuando todos
los hombres contemplan su hazaña llenos de asombro e incluso a los peones se
les caen las herramientas de la mano para quedarse boquiabiertos y como en
éxtasis, sino que el momento culminante es aquel en que tal genio se derrumba
íntimamente por el destino y ante sus propios ojos. Pues bien, del mismo modo
es como la culpa se adueña, aprisionándolo también, del genio religioso. Este
es su momento culminante, el momento de su mayor grandeza. No precisamente el
momento en que el espectáculo de su piedad es como la solemnidad de un
extraordinario día de fiesta, sino aquel en que este genio se hunde por sí
mismo y ante sus propios ojos en el
abismo de la conciencia del pecado”[2]
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