jueves, 9 de enero de 2014

Angustia, conciencia y responsabilidad en Sören Kierkegaard


“hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este acreedor es el espíritu”[1]
                   
                                                    
La angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente a la posibilidad. Esta es la fórmula sintética que la define. Ella no es sino una expresión sintomática de un modo de consistencia estructural inherente a la síntesis constitutiva del individuo. Ahora bien, el hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu, y el modo concreto en que tales elementos se articulen en el todo compuesto, habrá de definir, al mismo tiempo, la dirección y los fenómenos anímicos que en él se verifiquen.
Ahora bien, la libertad es posibilidad antes de la posibilidad, es decir, es productora de los posibles y en función de ellos se determina. El yo negativo desliga en tanto enajena las determinaciones; y ante la realidad maciza de los hechos establecidos, ella construye el espacio en donde habita la posibilidad. La libertad contempla su abismo de indeterminación y he aquí la angustia que crece en tanto acompaña esta conciencia y la responsabilidad sentida.
Se trata, finalmente, de que todo posible no subsiste entitativamente, es un determinado preciso, un posible mío, que yo quiero o debo devenir, por lo cual toda realización efectiva de la voluntad habrá de entrañar la responsabilidad. El yo se topa con la misma y se desarrolla en tanto la reconoce, pero en la medida en que crece en intensidad crecerá, por lo mismo, la conciencia y, junto a ella, la culpa. Es regla protocolaria que quien quiera orientarse hacia Dios empiece sintiendo culpa. Es claro, la conciencia siente culpa de la necesidad de la que emerge, instaurando consigo el reino de la libertad. La inocencia no es sino una determinación negativa, que no eleva la personalidad a la forma ideal del contenido de lo existencial y humano.
En dialéctica pura, la manifestación de la enfermedad implica su existencia pretérita. Por eso, el hombre, que descubre su conciencia en la angustia, es culpable, porque en las entrañas incubaba sin saberlo un mal. Por lo pronto emerge la conciencia, la culpa con la responsabilidad y ésta con el yo. Ahora bien, es la conciencia, y no la inteligencia, el atributo fundamental del genio. Toda existencia se encuentra orientada religiosamente en la dirección de la libertad, pero la libertad define sus destinos, trascendiendo las determinaciones genéricas de la naturaleza y la especie. En este sentido es ilustrativo todo el tratamiento de la cuestión de lo cómico y la lectura kierkegaardiana del episodio de Sócrates y Alcibíades en El Banquete.
Por lo pronto, el genio, como el yo, puede descubrir la angustia en relación a dos figuras: el destino o la culpa. Genio pagano y genio Cristiano; ambas expresan, a su modo, la limitación de la libertad y la pérdida del yo. El genio pagano sucumbe ante el sino cifrado que arrastra el destino; el cristiano, a su vez, sucumbirá, no a los hechos exteriores, sino a sí mismo. El yo del genio, finalmente, gravita sobre las entrañas del universo y se vuelve su amo, rediseñando la realidad en donde el yo se descubre a sí mismo co-creador a través de la conciencia de sí mismo adquirida a través de su propia destrucción. En el momento culminante el héroe sucumbe a la culpa o al destino. El genio puede ganar el mundo, pero nunca a sí mismo.  

“El destino se apodera al final, aprisionándolo, del genio inmediato, y podemos afirmar que éste es su momento culminante. Porque sin duda este momento no es propiamente el de su más espléndida realización exterior, cuando todos los hombres contemplan su hazaña llenos de asombro e incluso a los peones se les caen las herramientas de la mano para quedarse boquiabiertos y como en éxtasis, sino que el momento culminante es aquel en que tal genio se derrumba íntimamente por el destino y ante sus propios ojos. Pues bien, del mismo modo es como la culpa se adueña, aprisionándolo también, del genio religioso. Este es su momento culminante, el momento de su mayor grandeza. No precisamente el momento en que el espectáculo de su piedad es como la solemnidad de un extraordinario día de fiesta, sino aquel en que este genio se hunde por sí mismo y ante sus propios ojos  en el abismo de la conciencia del pecado”[2]



[1] Soren Kierkegaard, El concepto de la angustia
[2] Op. Cit. 

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