lunes, 27 de enero de 2014

La enfermedad mortal y el juego del espíritu



He aquí, pues, la fórmula que describe el estado del yo cuando la desesperación es enteramente extirpada de él, orientándose hacia sí mismo, queriendo ser él mismo, el yo se sumerge, a través de su propia transparencia, en el poder que le ha planteado[1]”.

El hombre es siempre, necesariamente, un Yo. El Yo es una relación que se refiere a sí misma. ¿Ahora bien, qué quiere decir esto? El hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. Una síntesis es una relación superadora e integradora entre dos términos. El Yo es la vuelta sobre sí de la relación, es en la orientación interior de la relación; lo que implica que, constitucionalmente, el Yo no podrá nunca ocultarse por completo a sí mismo, por más empeño que ponga en ello, ya que, lo quiera o no, hace esencialmente la relación.
El Yo es, a través del espíritu, la relación interna de la síntesis. Este necesario embarcarse a sí mismo en su relación para con las cosas, caracteriza a la conciencia como expresión subjetiva de la dignidad metafísica de su estado. El Yo, consciente ya de sí, descubrirá con él mismo la culpa junto a la libertad profunda que la funda. Toda decisión, en tanto determinación consciente de la libertad, comprometerá al ser entero y he aquí la responsabilidad emerge junto a la angustia, siguiendo en procesión necesaria la emergencia cualitativa de la conciencia.
Toda síntesis, en tanto concreción efectiva de una relación, podrá estar diversamente articulada. Esta diversidad en el armado concreto determinará una serie de fenómenos correlativos a su modalidad especial cualitativa. Su equilibrio dependerá esencialmente de la naturaleza particular de los elementos puestos en relación, determinando ellos las condiciones ideales de su armado y armonía. La síntesis del hombre, en tanto relación que se refiere a sí misma, ha sido planteada por otro[2], de manera tal que este rasgo de dependencia formará parte de su esencia; esencia que debe ser reconocida y realizada a través de un esfuerzo conscientemente dirigido hacia el logro de la transparencia de sí del individuo, de manera de reflejar, como un espejo cada vez más delicado y puro, y de manera gradualmente más perfecta, la sustancialidad divina.
La desesperación es la discordancia interna de la síntesis. Esta es la formula que la define. Pero la discordancia incluirá, de acuerdo a lo dicho, dos modalidades fundamentales. En primer lugar, el Yo puede huirse a sí, negarse a ser él mismo. Esfuerzo vano, como querer escapar de la propia sombra, solo que aquí, contrariamente, la sombra es la que pretende huir del cuerpo que la proyecta, perdiendo de este modo toda consistencia. Por otro lado, el Yo podrá intentar ser un Yo fuera del poder que lo planteó, fuera de una relación real para con su Creador, definiendo así un Dios ilusorio y, correlativamente, una individualidad ficticia y nebulosa.
La desesperación es universal y expresa, en su enfermedad sentida, la dignidad esencial de la criatura humana en su orientación divina. Sin embargo, ésta emerge y se expresa en diversos grados de conciencia, determinando una suerte de proceso de intensificación de la misma. Junto al Yo, se intensificará la desesperación. Ahora bien, siendo esto así, ¿cómo superar la desesperación? Para ello, debemos entender los factores reales de los que depende:

“Luego, cuando la discordancia, cuando la desesperación está presente ¿dedúcese sin más que persiste? Absolutamente no; la duración de la discordancia no viene de la discordancia, sino de la relación que se refiere a sí misma. O dicho de otra forma, cada vez que se manifiesta una discordancia, y en tanto que ella existe, es necesario remontarse a la relación”[3]

La medicina moderna operó –hace tiempo ya de esto– una reducción explicativa del cuadro sintomático, al modo de una manifestación de una base orgánica morbilizada. La fisiología expresa la función de la base anatómica, y esta expresión es relativa a la condición actual y específica del substrato vital y a las relaciones definidas con el medio interno y externo. En todo caso, el prisma de la interacción vital atraviesa el medio interno en la configuración de la respuesta a los excitantes que en cada caso se interpongan al organismo. Del mismo modo, la patología pneumática, en la obra de Kierkegaard, expresará, en sus modalidades distintivas, el modo concreto de articulación estructural de la relación en que la síntesis se funde.
El Yo, por otro lado, se reconocerá y será consciente de sí mismo de manera pareja a la presencia del espíritu en la síntesis. El espíritu puede estar más o menos puesto en la síntesis del individuo. Al afirmarse el espíritu en la misma, se afirma por lo mismo el Yo y su atributo esencial de la conciencia. Con ello, la desesperación se intensifica, con la percepción más clara de la discordancia, ya que la claridad, a diferencia de muchas otras patologías psíquicas, no excluye aquí la enfermedad sino que, al contrario, la intensifica:

 “Allí se encuentra el estado de desesperación. Y el desesperado podrá esforzarse, a no dudar de ello, podrá esforzarse en lograr perder su Yo, y esto sobre todo es cierto en la desesperación que se ignora, y en perderlo de tal modo que ni se vean sus trazas: la eternidad, a pesar de todo pondrá a luz la desesperación de su estado y le clavará a su Yo. Así el suplicio continúa siendo siempre no poder desprenderse de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión que habría en su creencia de haberse desprendido de su Yo ¿y por qué asombrase de este rigor? Puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro ser, es la suprema concesión infinita de la eternidad del hombre y su garantía”[4]

 El hombre, sin embargo, quiere deshacerse de este, su Yo. Y, al no poder hacerlo, ¡desespera! El hombre, en tanto síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu, desespera, por lo tanto, en virtud de la especificidad de su naturaleza y de su orientación esencial hacia su Creador. El individuo se desarrolla junto a la conciencia en la revelación progresiva del espíritu, en nuevos órdenes o niveles de conciencia, que determinan una diversidad de cuadros sintomáticos correlativos al estado alcanzado y a la experiencia vital específica. La expresión sintomática percibida se resuelve en la coordinación de los elementos estructurales conjuntamente con la dinámica interna que las rige. De su esencialidad y particularidad derivará, a manera de resultante natural más o menos percibida, la especificad de la reacción individual hacia los estímulos recepcionados del medio de interacción vital y humano.
La patología pneumática de Kierkegaard se resuelve, finalmente, en una sola exigencia: la de ser un espíritu, con todo lo que ello implica. Ciertamente, ser espíritu, lejos de representar una trivialidad o una bagatela, no expresa más que la potencia infinita de la esencialidad humana realizada, apta para emprender una relación absoluta con el poder personal que lo planteó. Ser espíritu, finalmente, no es distinto a ser un Yo, arriesgado a realizarse en tanto individuo llamado a enriquecer la divinidad con su acción recogiendo en sí mismo el desafío de su relación real para con Dios. La desesperación, finalmente, al igual que la angustia, no expresa otra cosa que la espina en la carne que nos impide perder la conciencia de la realidad terrible del Yo y de Dios. 

¡OH!, conozco perfectamente todo lo que se dice de la aflicción humana... y le presto oídos, y también he conocido más de un caso de cerca; ¿que a lo que no se dice de las exis­tencias malogradas? Pero sólo se pierde aquélla a la cual enga­ñan tanto las alegrías como las penas de la vida, de modo que nunca llegará, como un beneficio decisivo para la eternidad, a la conciencia de ser un espíritu, un yo, o dicho de otra manera, nunca llegará a observar o experimentar a fondo la existencia de un Dios, ni que ella misma, «ella», su yo, existe por ese Dios; pero esa conciencia, en beneficio de la eternidad, no se obtiene sino más allá de la desesperación. ¡Y esa otra miseria! ¡Tantas existencias frustradas por un pensamiento que es la beatitud de las beatitudes! Decir -¡ay!- que no se divierte o que se di­vierte a las multitudes con todo, ¡salvo con lo que importa!, ¡que se las arrastra a malgastar sus fuerzas en las aceras de la vida sin recordarla nunca esa beatitud!; ¡que se las empuja cual a gana­do... y se las engaña en lugar de dispersarlas, de aislar a cada individuo, a fin de que se aplique sólo a ganar la finalidad su­prema, la única que hace que valga la pena vivir y que posee en sí todo lo necesario para nutrir toda una vida eterna! ¡Ante tal miseria podría llorarse toda una eternidad! Pero otro síntoma horrible, para mí, de esa enfermedad, la peor de todas, es su secreto. Y no sólo por el deseo y los esfuerzos felices de quien la sufre para ocultarla, no solo porque ella pueda alojarse en él sin que nadie la descubra; no, sino también porque ella puede di­simularse perfectamente en el hombre, ¡de tal modo que ni incluso él sepa nada! Y vaciado el reloj de arena, el reloj de arena terrestre, y apagados todos los ruidos del siglo, y terminada nuestra agitación forzada y estéril, cuando alrededor tuyo todo sea silencio, como la eternidad, hombre o mujer, rico o pobre, subalterno o señor feliz o desventurado -haya llevado tu ca­beza el brillo de la corona o, perdido entre los humildes, no hayas tenido más que penas y las fatigas de los días; se celebre tu gloria mientras dure el mundo u olvidado, sin nombre, sigas a la muchedumbre innúmera anónimamente; hayas superado el esplendor que te envolvió toda descripción humana, o los hom­bres te hayan herido con sus más duros o envilecedores jui­cios-, quienquiera que haya sido, contigo como con cada uno de tus millones de semejantes, la eternidad sólo se interesará por una cosa: si tu vida fue o no desesperación y si, desesperado, no sabías que lo estabas, o si ocultabas en ti esa desesperación como una secreta angustia, como el fruto de un amor culpable o, también, si experimentando horror y, por lo demás, desespe­rado, rugías de rabia. Y si tu vida no ha sido más que deses­peración, ¡qué importa entonces lo demás! Victorias o derrotas, para ti todo está perdido; la eternidad no te ha reconocido como suyo, no te ha conocido o, pero aún, identificándote, ¡te clava a tu yo, a tu yo de desesperación![5]




[1] Kierkegaard, S., Tratado de la desesperación. 
[2] En el sentido de que, siguiendo a los Escolásticos, podemos decir que hay dos clases fundamentales de seres: el ‘ser AB ALIO’ y el ‘ser A SE’. Ahora bien, el único ente que es A SE no es otro más que Dios, que es desde sí y no es planteado por otro. Todos los demás entes creados (entre ellos, el hombre) serán AB ALIO.
[3] Op. Cit.
[4] Op. Cit.
[5] Op. Cit. 

martes, 21 de enero de 2014

Kierkegaard: angustia, posibilidad e infinitud


“En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos a este aventurero que siga su camino, sin preocuparnos ahora de si llegó o no llegó a encontrar algo capaz de infundirse espanto. Lo que sí quisiera dejar bien claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca de una u otra manera su propia ruina: o porque nunca estuvo, o por haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido a angustiarse de la debida forma, ha alcanzado el saber supremo”[1]

La construcción teórica de Kierkegaard se resuelve en una pneumática sistematizada en función de la correlación verificada entre los elementos a ser analizados con el estado de desarrollo de la conciencia alcanzado. A su vez, esta emergencia cualitativa de la conciencia se entiende como una presencia cada vez más exclusiva del espíritu en la síntesis, espíritu que verifica una trayectoria desde la inocencia, donde la misma se encuentra como soñando, pasando por las formas más bajas de la animalidad y alcanzando, en el desesperado consciente que quiere ser él mismo (en la desesperación desafío), las formas más depuradas del demonismo y del desvelo.
La angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente a la posibilidad. Pero la libertad es la posibilidad antes de la posibilidad. ¿Qué es la posibilidad antes de la posibilidad? La construcción de los posibles y la determinación recíproca respecto a mi Yo, en tanto que estos posibles son míos. La libertad en tanto posibilidad antes de la posibilidad abre un abismo en la consistencia de los objetos delimitando un ámbito de indeterminación por el que se filtra la angustia anegando el estado anímico.
La angustia es la presencia de la nada que se infiltra en la conciencia de los posibles y el reconocimiento de la responsabilidad asociada a la decisión en tanto yo me defino necesariamente a mí mismo. La angustia aparta un abismo de nihilidad en el alma por el que se adivina lo infinito. En efecto, la capacidad de angustiarse es de hecho un síntoma de la alta dignidad metafísica de la criatura humana, su situación de animal espiritualmente erecto y su orientación religiosa.
Toda determinación de la voluntad elige un posible entre los disponibles para su definición. Ahora bien, ¿qué significa lo real frente a lo posible? Lo real no es lo virtual destruido, sino lo virtual colmado, lo potencial efectivizado. Pero el despliegue de virtualidades definido de un acto ontológico específico se desvanece en la acción efectivizándose un ser concreto entre los muchos anulados. Ese virtual es colmado, conduciendo la esencia a la realidad, pero esa efectivización involucra una neutralización de la virtualidad operativa del conjunto de los demás posibles no efectivizados.
Ahora bien, la posibilidad es la más pesada de las categorías, y el educado en la misma es el elegido para cargar con un sino purificatorio. La razón es clara: el educado por la posibilidad es educado por lo infinito; en tanto que el educado en la realidad, lo es solamente de una manera finita, por el posible efectivizado. El alumno de la posibilidad es formado por todo el espectro de lo realizado y lo no realizado. Por eso lo posible educa infinitamente, y el educado por lo posible no encuentra descanso, se halle donde se halle. Porque lo posible es una fórmula del espíritu que descubre en sí y que conduce a la culpa, no gravitando entonces en las cosas mismas, lo posible se descubre en uno mismo y es un espíritu puesto a disposición del alma y del Yo para servirse de ella y desnudarla de todo engaño. Es en ella donde ésta descubre su responsabilidad infinita y su capacidad de perdición, pero es también solamente por ella donde ésta puede ser salvada.

“El verdadero audodidacta –cabalmente por serlo y en la misma medida en que lo sea- es teodidacta, según nos ha dicho otro escritor; o digamos, para no emplear una expresión de tan marcado sesgo intelectual, que aquél es ‘ el que cultiva personalmente la filosofía’ u en el mismo grado ‘el que trabaja al servicio de Dios, o con la ayuda divina’. Por eso, quien en relación con la culpa esté educado por la angustia, nunca podrá descansar hasta que lo haga en la Providencia”[2]



[1] Kierkegaard, S., El concepto de la angustia. Apéndice: la angustia junto con la Fe como medio de salvación.
[2] Op. Cit

miércoles, 15 de enero de 2014

Séneca: la virtud, la fortuna y la fuerza




“Por lo cual, cuando vieres que los varones justos y amados de Dios padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba, y que al contrario, los malos están lozanos y abundantes de deleites, persuádete a que al modo que nos agrada la modestia de los hijos, y nos deleita la licencia de los esclavos nacidos en casa, y a los primeros enfrenamos con melancólico recogimiento, y en los otros alentamos la desenvoltura; así hace lo mismo Dios, no teniendo en deleites al varón bueno, de quien hace experiencias para que se haga duro, porque le prepara para sí”.

La filosofía estoica halla una proyección eminentemente práctica en su período romano. Será probablemente a causa de ello el que las figuras representativas de este período sean de las más atractivas de todo el movimiento. En este sentido, la personalidad de Séneca se proyecta sobre la posteridad con un vigor que no amenguará habiendo coronado en la dignidad de su muerte aquella lucha por construir su naturaleza bajo el ejemplo de los modelos más elevados.
Es particularmente interesante el tratamiento del problema de la Teodicea. En este sentido, creemos, nos es dado encontrar un principio de solución original, a la par de profundo, consistente con el espíritu de la escuela estoica. Es en De la divina providencia donde Séneca aborda, sin mayores dilaciones, la cuestión a solucionar: ¿por qué Dios, siendo perfecto y bueno, consiente en el mal y la ruina de los mejores y, para peor, permite que los malos se salgan con la suya en el mundo?
La ética estoica con ser universalista, esto debe ser matizado, es esencialmente aristocrática. En el mismo sentido, el estoicismo es ante todo una escuela de adiestramiento espiritual en persecución de la Apathía. Esta imperturbabilidad es el resultado de un proceso de construcción de uno mismo y de la armonía esencial con la naturaleza ínsita en nuestra humanidad, conjuntamente con la del cosmos, penetrada por el Lógos o razón universal, principio divino de ordenamiento cósmico impulsador del hado y la fatalidad.
Lo divino establece una discriminación entre los hombres en virtud de su aptitud para sobreponerse a la fortuna. Éste es su instrumento privilegiado. Ellos se sirven de la misma para ejercitar al hombre bueno en la fortaleza y la adquisición de las demás virtudes, aprendiendo a encontrar el bien dentro suyo en la sabiduría, substrayéndose de este modo al imperio de la fortuna. Desde entonces lo exterior ya no lo afecta, es una prueba de ejercitación y fortaleza, porque este divino padre es un exigente extractor de virtudes, que ordena a sus hijos hacia la semejanza de su perfección.
Y si los mismos hombres encuentran satisfacción en los juegos del Coliseo, donde un gladiador animoso se arroja hacia las garras de la muerte, abriendo las puertas de la admiración, con las armas del coraje y del valor, lo cierto es que:

“Estas fiestas no son de las que atraen los ojos de los Dioses, por ser cosas pueriles y entretenimientos de la humana liviandad. Mira otro espectáculo digno de que Dios ponga con atención en él los ojos: mira una cosa digna de que Dios la vea: esto es el varón fuerte que está asido a brazos con la mala fortuna, y más cuando él mismo la desafió. Dígote de verdad que yo no veo cosa que Júpiter más hermosa en la tierra que divertir el ánimo, como mirar a Catón, que después de rompidos diversas veces los de su parcialidad, está firme”.

Catón de Útica, eximio cuidador de sí mismo, se mostró a la altura sublime de su dignidad, aun en el momento postrero de acabar con su existencia, una vez frustrada por parte de la fortuna los empeños de luchar contra la misma. La escuela estoica enseña a vivir forjando en el hombre el aprendizaje de la muerte ya que entonces, y solo entonces, toda la vida le pertenece. Esta ética de la fuerza y del valor, esta caballería del espíritu y la sabiduría, permite una clara delimitación y separación entre los hombres: los que cifran sus bienes en el exterior y se encuentran sometidos al imperio de la fortuna y los que, por el contrario, encuentran todo el bien en la sabiduría de la virtud y hayan todo el bien en sí mismos, en la Providencia a cuyo designio se someten.
El único mal en el mundo es la ignorancia, nos viene a decir la sabiduría estoica. El único bien, la virtud esclarecida por la armonía con el Lógos eterno. La única felicidad, la apathía, por la que el hombre se repliega en su propia virtud substrayéndose, en el límite más estrecho de un más acá donde colapsa la alteridad mundanal, hacia la apertura eterna de la trascendencia de la divinidad.  
La ética marcial de la fuerza es aquí donde encuentra su fórmula perfecta:

“El soldado bisoño con sólo el temor de las heridas se espanta; mas el antiguo, con audacia, mira su propia sangre, porque sabe que muchas veces después de haberla derramado ha conseguido victoria. Así que Dios endurece, reconoce y ejercita a los que ama; y al contrario a los que parece que halaga y a los que perdona los reserva para venideros males”.


jueves, 9 de enero de 2014

Angustia, conciencia y responsabilidad en Sören Kierkegaard


“hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este acreedor es el espíritu”[1]
                   
                                                    
La angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente a la posibilidad. Esta es la fórmula sintética que la define. Ella no es sino una expresión sintomática de un modo de consistencia estructural inherente a la síntesis constitutiva del individuo. Ahora bien, el hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu, y el modo concreto en que tales elementos se articulen en el todo compuesto, habrá de definir, al mismo tiempo, la dirección y los fenómenos anímicos que en él se verifiquen.
Ahora bien, la libertad es posibilidad antes de la posibilidad, es decir, es productora de los posibles y en función de ellos se determina. El yo negativo desliga en tanto enajena las determinaciones; y ante la realidad maciza de los hechos establecidos, ella construye el espacio en donde habita la posibilidad. La libertad contempla su abismo de indeterminación y he aquí la angustia que crece en tanto acompaña esta conciencia y la responsabilidad sentida.
Se trata, finalmente, de que todo posible no subsiste entitativamente, es un determinado preciso, un posible mío, que yo quiero o debo devenir, por lo cual toda realización efectiva de la voluntad habrá de entrañar la responsabilidad. El yo se topa con la misma y se desarrolla en tanto la reconoce, pero en la medida en que crece en intensidad crecerá, por lo mismo, la conciencia y, junto a ella, la culpa. Es regla protocolaria que quien quiera orientarse hacia Dios empiece sintiendo culpa. Es claro, la conciencia siente culpa de la necesidad de la que emerge, instaurando consigo el reino de la libertad. La inocencia no es sino una determinación negativa, que no eleva la personalidad a la forma ideal del contenido de lo existencial y humano.
En dialéctica pura, la manifestación de la enfermedad implica su existencia pretérita. Por eso, el hombre, que descubre su conciencia en la angustia, es culpable, porque en las entrañas incubaba sin saberlo un mal. Por lo pronto emerge la conciencia, la culpa con la responsabilidad y ésta con el yo. Ahora bien, es la conciencia, y no la inteligencia, el atributo fundamental del genio. Toda existencia se encuentra orientada religiosamente en la dirección de la libertad, pero la libertad define sus destinos, trascendiendo las determinaciones genéricas de la naturaleza y la especie. En este sentido es ilustrativo todo el tratamiento de la cuestión de lo cómico y la lectura kierkegaardiana del episodio de Sócrates y Alcibíades en El Banquete.
Por lo pronto, el genio, como el yo, puede descubrir la angustia en relación a dos figuras: el destino o la culpa. Genio pagano y genio Cristiano; ambas expresan, a su modo, la limitación de la libertad y la pérdida del yo. El genio pagano sucumbe ante el sino cifrado que arrastra el destino; el cristiano, a su vez, sucumbirá, no a los hechos exteriores, sino a sí mismo. El yo del genio, finalmente, gravita sobre las entrañas del universo y se vuelve su amo, rediseñando la realidad en donde el yo se descubre a sí mismo co-creador a través de la conciencia de sí mismo adquirida a través de su propia destrucción. En el momento culminante el héroe sucumbe a la culpa o al destino. El genio puede ganar el mundo, pero nunca a sí mismo.  

“El destino se apodera al final, aprisionándolo, del genio inmediato, y podemos afirmar que éste es su momento culminante. Porque sin duda este momento no es propiamente el de su más espléndida realización exterior, cuando todos los hombres contemplan su hazaña llenos de asombro e incluso a los peones se les caen las herramientas de la mano para quedarse boquiabiertos y como en éxtasis, sino que el momento culminante es aquel en que tal genio se derrumba íntimamente por el destino y ante sus propios ojos. Pues bien, del mismo modo es como la culpa se adueña, aprisionándolo también, del genio religioso. Este es su momento culminante, el momento de su mayor grandeza. No precisamente el momento en que el espectáculo de su piedad es como la solemnidad de un extraordinario día de fiesta, sino aquel en que este genio se hunde por sí mismo y ante sus propios ojos  en el abismo de la conciencia del pecado”[2]



[1] Soren Kierkegaard, El concepto de la angustia
[2] Op. Cit.