“He aquí, pues, la fórmula que describe el estado del yo cuando la
desesperación es enteramente extirpada de él, orientándose hacia sí mismo,
queriendo ser él mismo, el yo se sumerge, a través de su propia transparencia,
en el poder que le ha planteado[1]”.
El hombre es siempre,
necesariamente, un Yo. El Yo es una relación que se refiere a sí misma. ¿Ahora
bien, qué quiere decir esto? El hombre es una síntesis de alma y cuerpo
sostenida por el espíritu. Una síntesis es una relación superadora e
integradora entre dos términos. El Yo es la vuelta sobre sí de la relación, es en
la orientación interior de la relación; lo que implica que,
constitucionalmente, el Yo no podrá nunca ocultarse por completo a sí mismo,
por más empeño que ponga en ello, ya que, lo quiera o no, hace esencialmente la
relación.
El Yo es, a través del espíritu,
la relación interna de la síntesis. Este necesario embarcarse a sí mismo en su
relación para con las cosas, caracteriza a la conciencia como expresión
subjetiva de la dignidad metafísica de su estado. El Yo, consciente ya de sí,
descubrirá con él mismo la culpa junto a la libertad profunda que la funda.
Toda decisión, en tanto determinación consciente de la libertad, comprometerá
al ser entero y he aquí la responsabilidad emerge junto a la angustia,
siguiendo en procesión necesaria la emergencia cualitativa de la conciencia.
Toda síntesis, en tanto
concreción efectiva de una relación, podrá estar diversamente articulada. Esta
diversidad en el armado concreto determinará una serie de fenómenos
correlativos a su modalidad especial cualitativa. Su equilibrio dependerá
esencialmente de la naturaleza particular de los elementos puestos en relación,
determinando ellos las condiciones ideales de su armado y armonía. La síntesis
del hombre, en tanto relación que se refiere a sí misma, ha sido planteada por
otro[2],
de manera tal que este rasgo de dependencia formará parte de su esencia;
esencia que debe ser reconocida y realizada a través de un esfuerzo
conscientemente dirigido hacia el logro de la transparencia de sí del individuo,
de manera de reflejar, como un espejo cada vez más delicado y puro, y de manera
gradualmente más perfecta, la sustancialidad divina.
La desesperación es la discordancia interna de la síntesis. Esta es
la formula que la define. Pero la discordancia incluirá, de acuerdo a lo dicho,
dos modalidades fundamentales. En primer lugar, el Yo puede huirse a sí,
negarse a ser él mismo. Esfuerzo vano, como querer escapar de la propia sombra,
solo que aquí, contrariamente, la sombra es la que pretende huir del cuerpo que
la proyecta, perdiendo de este modo toda consistencia. Por otro lado, el Yo podrá
intentar ser un Yo fuera del poder que lo planteó, fuera de una relación real
para con su Creador, definiendo así un Dios ilusorio y, correlativamente, una
individualidad ficticia y nebulosa.
La desesperación es universal y
expresa, en su enfermedad sentida, la dignidad esencial de la criatura humana
en su orientación divina. Sin embargo, ésta emerge y se expresa en diversos
grados de conciencia, determinando una suerte de proceso de intensificación de
la misma. Junto al Yo, se intensificará la desesperación. Ahora bien, siendo
esto así, ¿cómo superar la desesperación? Para ello, debemos entender los
factores reales de los que depende:
“Luego, cuando la discordancia, cuando la
desesperación está presente ¿dedúcese sin más que persiste? Absolutamente no;
la duración de la discordancia no viene de la discordancia, sino de la relación
que se refiere a sí misma. O dicho de otra forma, cada vez que se manifiesta
una discordancia, y en tanto que ella existe, es necesario remontarse a la
relación” [3]
La medicina moderna operó –hace
tiempo ya de esto– una reducción explicativa del cuadro sintomático, al modo de
una manifestación de una base orgánica morbilizada. La fisiología expresa la
función de la base anatómica, y esta expresión es relativa a la condición
actual y específica del substrato vital y a las relaciones definidas con el
medio interno y externo. En todo caso, el prisma de la interacción vital
atraviesa el medio interno en la configuración de la respuesta a los excitantes
que en cada caso se interpongan al organismo. Del mismo modo, la patología
pneumática, en la obra de Kierkegaard, expresará, en sus modalidades
distintivas, el modo concreto de articulación estructural de la relación en que
la síntesis se funde.
El Yo, por otro lado, se
reconocerá y será consciente de sí mismo de manera pareja a la presencia del
espíritu en la síntesis. El espíritu puede estar más o menos puesto en la
síntesis del individuo. Al afirmarse el espíritu en la misma, se afirma por lo
mismo el Yo y su atributo esencial de la conciencia. Con ello, la desesperación
se intensifica, con la percepción más clara de la discordancia, ya que la
claridad, a diferencia de muchas otras patologías psíquicas, no excluye aquí la
enfermedad sino que, al contrario, la intensifica:
“Allí se
encuentra el estado de desesperación. Y el desesperado podrá esforzarse, a no
dudar de ello, podrá esforzarse en lograr perder su Yo, y esto sobre todo es
cierto en la desesperación que se ignora, y en perderlo de tal modo que ni se
vean sus trazas: la eternidad, a pesar de todo pondrá a luz la desesperación de
su estado y le clavará a su Yo. Así el suplicio continúa siendo siempre no
poder desprenderse de sí mismo, y entonces el hombre descubre toda la ilusión
que habría en su creencia de haberse desprendido de su Yo ¿y por qué asombrase
de este rigor? Puesto que ese yo, nuestro haber, nuestro ser, es la suprema
concesión infinita de la eternidad del hombre y su garantía” [4]
El hombre, sin embargo, quiere deshacerse de
este, su Yo. Y, al no poder hacerlo, ¡desespera! El hombre, en tanto síntesis
de alma y cuerpo sostenida por el espíritu, desespera, por lo tanto, en virtud
de la especificidad de su naturaleza y de su orientación esencial hacia su Creador.
El individuo se desarrolla junto a la conciencia en la revelación progresiva
del espíritu, en nuevos órdenes o niveles de conciencia, que determinan una
diversidad de cuadros sintomáticos correlativos al estado alcanzado y a la
experiencia vital específica. La expresión sintomática percibida se resuelve en
la coordinación de los elementos estructurales conjuntamente con la dinámica
interna que las rige. De su esencialidad y particularidad derivará, a manera de
resultante natural más o menos percibida, la especificad de la reacción
individual hacia los estímulos recepcionados del medio de interacción vital y
humano.
La patología pneumática de
Kierkegaard se resuelve, finalmente, en una sola exigencia: la de ser un
espíritu, con todo lo que ello implica. Ciertamente, ser espíritu, lejos de representar
una trivialidad o una bagatela, no expresa más que la potencia infinita de la
esencialidad humana realizada, apta para emprender una relación absoluta con el
poder personal que lo planteó. Ser espíritu, finalmente, no es distinto a ser
un Yo, arriesgado a realizarse en tanto individuo llamado a enriquecer la
divinidad con su acción recogiendo en sí mismo el desafío de su relación real
para con Dios. La desesperación, finalmente, al igual que la angustia, no
expresa otra cosa que la espina en la carne que nos impide perder la conciencia
de la realidad terrible del Yo y de Dios.
¡OH!, conozco perfectamente todo lo que se
dice de la aflicción humana... y le presto oídos, y también he conocido más de
un caso de cerca; ¿que a lo que no se dice de las existencias malogradas? Pero
sólo se pierde aquélla a la cual engañan tanto las alegrías como las penas de
la vida, de modo que nunca llegará, como un beneficio decisivo para la
eternidad, a la conciencia de ser un espíritu, un yo, o dicho de otra manera,
nunca llegará a observar o experimentar a fondo la existencia de un Dios, ni
que ella misma, «ella», su yo, existe por ese Dios; pero esa conciencia, en
beneficio de la eternidad, no se obtiene sino más allá de la desesperación. ¡Y
esa otra miseria! ¡Tantas existencias frustradas por un pensamiento que es la
beatitud de las beatitudes! Decir -¡ay!- que no se divierte o que se divierte
a las multitudes con todo, ¡salvo con lo que importa!, ¡que se las arrastra a
malgastar sus fuerzas en las aceras de la vida sin recordarla nunca esa
beatitud!; ¡que se las empuja cual a ganado... y se las engaña en lugar de
dispersarlas, de aislar a cada individuo, a fin de que se aplique sólo a ganar
la finalidad suprema, la única que hace que valga la pena vivir y que posee en
sí todo lo necesario para nutrir toda una vida eterna! ¡Ante tal miseria podría
llorarse toda una eternidad! Pero otro síntoma horrible, para mí, de esa
enfermedad, la peor de todas, es su secreto. Y no sólo por el deseo y los
esfuerzos felices de quien la sufre para ocultarla, no solo porque ella pueda
alojarse en él sin que nadie la descubra; no, sino también porque ella puede disimularse
perfectamente en el hombre, ¡de tal modo que ni incluso él sepa nada! Y vaciado
el reloj de arena, el reloj de arena terrestre, y apagados todos los ruidos del
siglo, y terminada nuestra agitación forzada y estéril, cuando alrededor tuyo
todo sea silencio, como la eternidad, hombre o mujer, rico o pobre, subalterno
o señor feliz o desventurado -haya llevado tu cabeza el brillo de la corona o,
perdido entre los humildes, no hayas tenido más que penas y las fatigas de los
días; se celebre tu gloria mientras dure el mundo u olvidado, sin nombre, sigas
a la muchedumbre innúmera anónimamente; hayas superado el esplendor que te
envolvió toda descripción humana, o los hombres te hayan herido con sus más
duros o envilecedores juicios-, quienquiera que haya sido, contigo como con
cada uno de tus millones de semejantes, la eternidad sólo se interesará por una
cosa: si tu vida fue o no desesperación y si, desesperado, no sabías que lo
estabas, o si ocultabas en ti esa desesperación como una secreta angustia, como
el fruto de un amor culpable o, también, si experimentando horror y, por lo
demás, desesperado, rugías de rabia. Y si tu vida no ha sido más que desesperación,
¡qué importa entonces lo demás! Victorias o derrotas, para ti todo está
perdido; la eternidad no te ha reconocido como suyo, no te ha conocido o, pero
aún, identificándote, ¡te clava a tu yo, a tu yo de desesperación![5]
[1]
Kierkegaard, S., Tratado de la
desesperación.
[2] En el sentido de que, siguiendo a los
Escolásticos, podemos decir que hay dos clases fundamentales de seres: el ‘ser
AB ALIO’ y el ‘ser A SE’. Ahora bien, el único ente que es A SE no es otro más
que Dios, que es desde sí y no es
planteado por otro. Todos los demás entes creados (entre ellos, el hombre)
serán AB ALIO.
[3] Op. Cit.
[5] Op. Cit.