sábado, 20 de diciembre de 2014

Séneca y la filosofía vivida



Crees que tendrías que luchar con aquellas dificultades de las cuales me escribías; con quien más tendrás que luchar es contigo mismo: eres tú mismo quien te estorbas. No sabes bien lo que quieres; más pronto apruebas la rectitud que la sigues; ves dónde reside la felicidad, pero no tienes valor bastante para llegar a ella. La cosa que te lo impide, ya que tú no la ves, voy a decírtela: tienes por gran cosa lo que has de dejar, y en cuanto te propones aspirar a aquella seguridad que confías poder alcanzar, te detiene el brillo de la vida de la cual tienes que apartarte, supones que va a caer en las tinieblas y en el fango. Yerras, Lucilio: pasar de esta vida a aquélla es ascender (Séneca, Carta XXI a Lucilio: 318)[1].


Disputar todavía hoy sobre lo que la filosofía sea, es cosa por demás ociosa. El acuerdo dudoso, se perdería en discusiones enojosas. Las partes en pugna se retirarían con la certeza, sino de la superioridad de su posición, al menos de la ignorancia ajena. Ella tiene la ventaja nada despreciable de proporcionarnos una forma segura de encontrar compañía. Fuera de ello, sería más ventajoso encarar este problema en relación a lo que la filosofía no es. Aquí los ejemplos son tan numerosos y fáciles de encontrar que puede nos sintamos de golpe abrumados ante tamaña proliferación de ejemplares casos de consideración. En efecto, hoy contamos de infinidad de maestros, insuperables en su arte, de enseñarnos con el ejemplo vivo y fecundo, acerca de lo que la filosofía no será nunca.
Recuerdo un curioso artículo de Oscar Wilde, que se planteaba el problema de la lectura. Ante el lector surge, primeramente, la cuestión de cómo orientar sus lecturas. Lo que se deba leer depende de cada aptitud, temperamento y mil acasos, por lo que no resulta posible establecer directivas generales. Pero no menos instructivo resultará el estudio de aquello que no debe leerse. Wilde establece una clasificación fecunda de los libros y los autores: aquellos que deben releerse, aquellos que deben ser leídos, y los que no deben leerse nunca. De haber tenido la oportunidad de considerar más de cerca nuestro género de escritura académica, probablemente, Wilde hubiera forjado la clase de lo que lisa y llanamente es un insulto al lector y no debiera ser escrito nunca.
Con respecto a la filosofía, uno recorre cientos de autores en su formación académica. Es interesante se aprenda de cualquier cosa, menos aquello que interesa; se enseñe de cualquier forma menos de la debida, y, en fin, se instruya de manera tan varia y fecunda, siempre por la negativa. Esta creatividad no podrá ser debidamente ponderada por quien no la haya padecido. En cuanto a la metodología, nunca nadie se planteó, según parece, cuál es el modo en que deben ser encarados los estudios de filosofía. Todo ello configura, en conjunto, una especie de sobreentendido bastante engorroso, donde todos asienten, y nunca se sabe bien a qué cosa. Se pensaría que en la charla de ingresantes, los futuros académicos debieron de haber recibido un consejo o cuadernillo, que, a modo de prevención, como las inscripciones del templo de Apolo en Delfos, nos reiterara la vieja máxima, ya un poco gastada por el uso excesivo: “Una vida con examen es molesta de ser vivida”.
 Lo más extraño, es que la mayoría de los ingresantes, llegan con una predisposición cuanto menos un tanto morbosa. Y como de esta fábrica nadie sale mejor que como llegó, no es de extrañar la presencia de esos engendros que no se preguntaron nunca nada, lo saben todo, y juran por el jefe de cátedra que son especialistas en cuestiones que no le interesaron nunca a ninguna persona de valía. Es de reconocer, en beneficio de nuestros académicos, que la materia prima que deben trabajar no es tampoco la más adecuada. Con absoluta precisión filosófica, entienden, que dado que el producto de elaboración resultará de todas maneras defectuoso, no vale la pena aprender el oficio ni saber las técnicas básicas de trabajo. Nuevas presentificaciones del pragmatismo vernáculo.
El modo de introducirse en los estudios filosóficos, no es cosa menor. Y es extraño la mayoría llegue a ellos por medio de pensadores más o menos modernos o contemporáneos a la moda. Estos representan como la excrecencia del producto filosófico o el resultado morboso de un proceso patológico. Semejan a aquellos médicos chinos que para estudiar la salud del emperador, comenzaban por probar, cada mañana, el sabor de sus deshechos. Interesante sería indagar, como aprendió este pobre Galeno su oficio. En todo caso, es difícil prever con qué disposición se sentaría a la mesa a ingerir alimentos aquel hombre que atormentaba el estómago y castigaba el gusto todas las mañanas con la materia fecal del primer hijo del celeste imperio. Nuestros académicos resolvieron finalmente este conflicto: no consumen sino excrementos. Por si este talento suyo fuera poco, además, aprendieron a prepararlos y constituyen revistas para distribuirlos y cofradías para mejor saborearlos. Una auténtica superación y un arrebato heroico de nuestra era post-filosófica.


Ante este despliegue de superación mental y audacia filosófica, resulta un tanto extraño y perturbador leer a los antiguos. En efecto, parecerían no entender algo que entiende cualquier recién llegado a nuestra área, y es que la cosa viene de broma. No; ellos, hasta se plantearon cuál era el mejor modo de estudiar y de hacer filosofía. ¿Cuál es la relación entre la belleza y la verdad? Si la virtud es bella, y la belleza coincide con la verdad, ¿cuál es la relación entre nuestra conducta y el encuentro con la misma? ¿No es el conocimiento solamente accesible al hombre libre? ¿En qué consiste la virtud de la sabiduría? ¿Cuál es la sabiduría de la virtud? ¿Qué debe hacer el hombre? En fin, estas menudencias, y otras por el estilo, los mantenían, si no entretenidos, al menos sí ocupados. Y hubo alguno que hasta se llevó la copa de veneno a los labios, o se cortó las arterias, por no abdicar de tan vanas esperanzas.
 Menos prácticos, los antiguos pensadores creían la vida encontraba un sentido en el conocimiento y la búsqueda de lo mejor. Séneca, uno de los pocos episodios gratos en la historia del pensamiento, escribió unas misivas deliciosas a su interlocutor Lucilio. En ellas elabora todo un programa de estudio que, aunque de sabor extraño, no resulta menos esclarecedor, y debería ser aconsejado a todos nuestros nobles estudiosos. A aquellos que se introducen al estudio de la literatura y de los pensadores exhorta con vehemencia:

Atiende, empero, a que esta lectura de muchos volúmenes y muchos autores no tenga algo de caprichoso e inconstante. Precisa demorarse en ciertas mentalidades, y nutrirse de ellas, si quieres alcanzar provecho que pueda permanecer confiadamente asentado en tu alma. Quien está en todo lugar no está en parte alguna. A los que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que han encontrando muchas posadas, pero muy pocas amistades. Y asimismo es menester que acontezca a los que no quieren dedicarse a familiarizarse con un pensador, sino que prefieren pasar por todos somera y presurosamente. No aprovecha, no es asimilado por el cuerpo el alimento que se vomita a poco de haber penetrado en el estómago. Nada hay tan nocivo para la salud como un continuo cambio de remedios; no llega a cicatrizarse la herida en la cual los medicamentos no han sido más que ensayados; la planta que ha sido trasplantada repetidamente, no cobra vigor; nada llega a mostrarse tan útil que pueda rendir provecho sólo de pasada. Muchedumbre de libros disipa el espíritu; y por tanto, no pudiendo leer todo lo que tienes, basta que tengas lo que puedes leer […] Lee, pues, siempre autores consagrados, y si alguna vez te viene en gana distraerte en otro, vuelve a los primeros. Procura cada día hallar una defensa contra la pobreza y contra la muerte, así como también contra otras calamidades; y luego de haber pasado por muchos pensamientos, escoge uno a fin de digerirlo aquel día (Carta II: 273-274).

La filosofía era, para Séneca, una medicina. La diferencia entre la medicina y el veneno radica en la dosis, enseñan a cualquiera que se acerque a farmacología. Pero lo cierto es que, en el mundo del pensamiento, la inversa es la verdadera. Una dosis baja de saber es siempre peligrosa. El mucho saber nos ilumina respecto a la oscuridad en que nos encontramos. Entonces, poco importa lo que pretendamos, seguros de nuestra ignorancia, queremos con sinceridad remediarla. Una vez en este estado, poco importan ya los esfuerzos por adornar la fachada. El aguijón muerde en lo más sensible del alma, y este dolor nos revela su enfermedad. El hombre se reconoce en estado de morbilidad, y si la sabiduría representa la salud, con la filosofía comienza la convalecencia:

Examínate tú mismo, estúdiate y obsérvate en todas tus facetas, y ante todo mira si es en el conocimiento de la filosofía en lo que progresaste o si es en la práctica de la vida. No es la filosofía un arte propio para alucinar al pueblo ni para la ostentación; no consiste en palabras sino en obras. Ni tampoco tiene por objeto hacer pasar el tiempo distraídamente ni disminuir el tedio de la vagancia, antes bien forma y modela el alma, ordena la vida, nos muestra lo que debemos hacer y lo que no, se siente al gobernarle y dirige la ruta entre las dudas y fluctuaciones de la vida. (Carta XVI: 306).


Para confundir aún más las cosas, lo que expresan, además de claro, lo escriben bien. Estas superfluidades, valoradas entre aquellos incapaces de separar el formato esencial de la substancia, les impedía engendrar esa marea cenagosa de profesores y académicos de grado o postgrado. El filósofo, así, debía serlo en su propia vida. No es libertad la que no se ejerce, no es verdad la que no se vive. La impostura chocaba con un sobreentendido que no había necesidad de explicitar: la filosofía era, ante todo, una forma de vida. Esta verdad, que parece y es una trivialidad, es ignorada o directamente atacada por los profesionales de nuestra área. ¿Profesionales de la filosofía? ¿No representa la conjunción de estas expresiones una auténtica contradicción en los conceptos? ¿Se puede conocer algo de la verdad y no tener la energía o los deseos de encarnarla en nuestra propia substancia interna?
El tiempo proyecta sus sombras sobre nuestro presente. Pero el pasado siempre nos acompaña, y nos alienta hacia nuevos rumbos. Es oscura la inmensidad misteriosa del mundo que despunta. Pero las glorias del pasado gravitan, aún, circundando las alturas ignoradas de nuestro cielo. Un corazón palpita, detrás de las cosas. Tras el alma, la vida que late tras el velo de las cosas, somos contemporáneos con ese pasado, que a fuerza de presente, se encontrará permanentemente en todo futuro. Allí, en ese pasado encontraremos un ejemplo vivo, una antorcha sagrada o un fuego votivo. Así, Séneca es capaz de proporcionarnos todo un programa de vida. Trabajó sobre sí soledad, retiro. El hombre debe primeramente buscar la salud de su alma. Pero el tiempo se desaprovecha, las fuerzas se malgastan  y las vidas se pierden de la manera más grosera. Todos buscan terminar sus trabajos, pero nadie sabe aprovechar el tiempo. Es así que:

Los únicos verdaderamente ociosos son los que se dedican a la sabiduría: ésos son los que viven. Porque no sólo aprovechan bien su tiempo, sino que a la suya añaden todas las demás edades. Cuanto se llevó a cabo en años a ellos, lo han hecho suyo. Es forzoso confesar, si no queremos ser muy desagradecidos, que aquellos clarísimos creadores de las opiniones más lúcidas nacieron para nuestro bien y encaminaron nuestra vida. Con su trabajo somos llevados al conocimiento de cosas hermosísimas, sacadas por ellos de las tinieblas a la luz. Ningún siglo nos queda prohibido, a todos somos admitidos. Y si con grandeza de espíritu quisiéramos salir de los estrechos límites de la imbecilidad humana, nos queda todavía mucho tiempo donde espaciarnos. Nos es posible disputar con Sócrates, dudar con Carnéades, aquietarnos con Epicuro, vencer con los estoicos la naturaleza humana, rebasarla con los cínicos y caminar junto con la naturaleza en compañía de todas las edades. ¿Por qué, pues, no entregarnos de todo corazón, en el transcurso de esta vida tan corta y caduca, al estudio de estas cosas tan inmensas, en que nos movemos y que son comunes a los mejores hombres? (De la brevedad de la vida: 208-209).

En estas alturas, es finalmente posible respirar aire limpio. ¿Quién resignará su inteligencia, en esta compañía, a la ejecución de tareas vulgares? ¿Quién despreciará el ejemplo vivo de la virtud en el ejercicio de una actividad servil y militante? El pasado nos contempla, inmaculado, a través del misterioso ojo de lo eterno. Así, en nuestro exilio, en el centro del páramo, o en el abismo silencioso de la inmensidad, arde una llama perenne, dilatada hasta abrasar el horizonte, capaz de encender el infinito que en el fondo también somos.
Y allí se resuelve finalmente todo. Si la filosofía es vida, el aprendizaje es emulación que se realiza en la creación, y su ejercicio un ejemplo de libertad y osadía. El único modo de aprenderla: volver los ojos a los grandes pensadores del pasado e imitarlos. Y es que allí solamente  

Tomarás de ellos lo que quieras: por ellos no quedará que quieras sacar lo más que puedas. ¡Qué felicidad y qué hermosa vejez aguarda al que se acogió a la sombra de estos hombres! Tendrá con quien deliberar sobre los temas más importantes y las cosas más pequeñas; tendrá asimismo a quienes podrá consultar todos los días sus problemas personales y de ellos oirá la verdad sin ofenderse y alabanzas sin adulación; y un modelo a cuya semejanza formarse. Solemos decir que no tuvimos la facultad de elegir a nuestros padres: que nos fueron dados por la suerte. Pero a nosotros nos es posible nacer a nuestro propio arbitrio. Hay familias de los más ilustres ingenios: elige aquella en la que quieres ser adoptado. Su adopción no sólo te dará nombre, sino sus mismos bienes, que no son sórdidos, ni tendrás que guardar fraudulentamente y que serán tanto mayores cuantas más partes hicieres de ellos (De la brevedad de la vida: 210).


[1] Séneca, “Escritos” en Vida, pensamiento y obra, Trad. P. Fernández Navarrete y J. Bofil y Ferro, España, Planeta DeAgostini, 2007.