miércoles, 7 de diciembre de 2016

LA DISTOPÍA DEL ABSOLUTO CONTROL HUMANO SOBRE LAS LEYES CÓSMICAS

Tu deseo es que llegue a ser todo lo que pueda,
que gire mil veces proyectando tu resplandor en sombras de colores.
Alzas una valla a tu propio ser
y luego lo llamas con miles de voces.
Ese yo, separado de tu ser, es el que se ha encarnado en mí.
Tu penetrante canción resuena en los cielos
con lágrimas multicolores y en sonrisas, sobresaltos y esperanzas.
Se alzan las olas y se precipitan,
se realizan y se frustran los sueños.
En mí está la propia derrota de tu yo.
Este telón que has corrido tiene pintadas muchísimas figuras
que el pincel del día y la noche ha ido dibujando.
Detrás de ella está tu asiento,
 tejido en un maravilloso misterio de curvas
que desecha por estéril a toda línea recta.
El gran desfile que formamos tú y yo llena todos los cielos.
Vibra el aire contento con nuestras melodías,
y los siglos discurren con este mutuo escondernos los dos
y buscarnos al que jugamos[1].


  “La meta es manifestar esta divinidad que llevamos dentro, controlando la naturaleza externa e interna[2] es el postulado principal de la filosofía que nos presenta Vivekananda –a quien ya hemos hecho referencia en un trabajo anterior–.


  Ahora bien, ¿qué es lo que podemos verdaderamente controlar?, y ¿en qué medida nos es dado poder hacerlo?
  Uno bien podría pensar: “¿Qué mejor manera puede haber de hacer honor a la Divinidad que llevo dentro que procurar, siempre que pueda, hacer el bien a cuantos pueda y disminuir su mal lo más posible?”. Y, en efecto, nada me impide comportarme de tal manera. No obstante, ¿conocemos todas las consecuencias de ello?
  Primero que nada, sabemos que cuanto hagamos por alguien, por ejemplo, y por más bueno que esto sea, lamentablemente no le estaremos haciendo un bien a dicha persona por siempre; sino que nuestro acto habrá de aliviarlo, pongamos por caso, sólo por un tiempo determinado. Y esto es algo que, hagamos cuanto hagamos, no vamos a poder remediar: todos nuestros actos tienen efectos limitados. Así como también los momentos felices y desdichados de nuestras vidas conocen un principio y un final. En definitiva, podríamos decir que “Pasamos así de un extremo a otro, arrastrados por la naturaleza, sin saber a donde vamos. […] flotamos arrastrados por la corriente en el río de la vida, que cambia constantemente y no tiene paradas ni descansos. […] Así oscilamos entre el optimismo y el pesimismo[3].
  Para explicar mejor esto, imaginemos que nos encontramos naufragando en medio del inmenso mar… y que cuando alcanzamos encontrarnos en la cresta de una ola es el momento en que somos más felices y nos presentamos optimistas ante la vida y el mundo. Pero, ¿es posible encontrarnos en la cresta de la ola durante todo nuestro viaje a través del océano? En modo alguno. Muy al contrario, resulta inevitable que a una gran ola le siga una gran depresión en el oleaje del mar; y, es más, el grado de la depresión varía proporcionalmente al tamaño de dicha ola. Y ¿por qué ocurre esto? Pues la primera razón que puede argüirse es que la cantidad total de agua que se encuentra presente en el océano permanece siempre siendo la misma y no se altera. Así, si en algún lugar el agua ha de concentrarse en cantidades mayores por alguna circunstancia, esto significa que al mismo tiempo en otro lugar ésta habrá de encontrarse disminuida.


  Pero, esto mismo que ocurre con el agua de los océanos, ha de manifestarse también en otros ámbitos de la Realidad. Por ejemplo, “la ciencia ha probado que la suma total de energía cósmica es siempre la misma[4]. De modo que lo más que podemos hacer nosotros es meramente desplazar la pelota de un lugar a otro: trasladar un dolor o mal de cierto lugar hacia otro (conocido o incierto), mas no lograremos nunca eliminarlo de la faz de la Tierra (a modo de ejemplo, “Eliminamos el dolor del plano físico y éste va al mental[5]). Y lo mismo ocurrirá en el caso de la dicha: por más que lo deseemos, “No podemos añadir felicidad a este mundo[6] (así como tampoco agregarle más dolor).


  La suma total de las energías de placer y de dolor desplegadas en la tierra, será siempre la misma. La empujamos de un lado a otro y viceversa, pero nunca variará porque el permanecer así está en su misma naturaleza. Este creciente y menguante, este subir y bajar, constituyen la naturaleza intrínseca del mundo […] son sólo expresiones diferentes de la misma cosa contempladas desde distintos puntos de vista; son el ascenso y el descenso de una misma ola, y ambos, forman un todo. Quien mira el “descenso” se vuelve pesimista, quien contempla el “ascenso” se torna optimista[7].

  Pero, ¿qué podemos hacer nosotros el respecto?, ¿cómo se supone que debemos comportarnos, entonces? No está en nosotros conocer el por qué de estas leyes. Pero, ya al saber que las cosas son así, ¿qué deberíamos hacer?
  A este respecto, nos dice Vivekananda que sería un error proceder como los agnósticos que, al encontrar que el ideal que perseguimos en la vida permanece inalcanzable, directamente abandonan su búsqueda y se limitan a disfrutar de la vida tal cual es. Por el contrario, aunque esta realidad se nos presente como contradictoria y absurda (es decir, se nos presente bajo la forma de “Maya”), “No debemos luchar a favor de maya, sino contra ella. He aquí otro hecho que hemos de aprender. No nacemos como auxiliares de la naturaleza, sino como sus competidores”, y si “Somos sus esclavos, [es] […] porque nosotros mismos nos esclavizamos[8]. En cambio, ese ‘ideal’ que perseguimos es la libertad (mukti). Y no únicamente los seres humanos la perseguimos, sino el universo entero y cada una de las cosas que encontramos en él, desde los átomos, los planetas, las estrellas, etc.: “El universo entero es, en verdad, el resultado de esta lucha por la libertad. En todas las combinaciones cada partícula trata de seguir su propio camino y apartarse de las demás; pero las otras la mantienen sujeta. Nuestra tierra trata de huir del sol, y la luna de alejarse de la tierra. Todo tiende hacia la dispersión infinita[9].


  Sin embargo, pese a que la Tierra luche por seguir su camino, y el Sol (mucho más poderoso que ella) la coloque a ésta en órbita suya y así la mantenga sujeta a él, ¿acaso podría existir todo lo que hay sobre ella, e incluso ella misma, si no siguiera luchando por escaparse y conseguir su libertad? Lo cierto es que, por más que no la consiga, y por más que llegara incluso a saber que no podría conseguirla nunca, ¿qué pasaría si la Tierra simplemente se comportara como los agnósticos y dejara de perseguir su ideal? Sencillamente, se estrellaría contra el inmenso Sol, dejándose ella misma sin efecto y todo cuanto de ella depende.
  De modo que es el desequilibrio el principio de toda creación, pero también lo es, y en igual medida, la lucha de cada ente (sensible o insensible) por conseguir el equilibrio perdido.
  Y una consecuencia importante que podemos extraer de ello, es el hecho de que “La igualdad absoluta, que significa el perfecto equilibrio de las fuerzas en pugna en todos los planos, nunca puede existir en este mundo[10].

  De manera que “Podemos muy bien imaginar un lugar donde sólo haya bien y no exista el mal, donde sólo sonreiremos y nunca lloraremos, pero tal fantasía resulta absurda por causa de la naturaleza misma de las cosas[11]. “[…] la única manera de acabar con el mal es acabar también con el bien. […] ninguna puede encontrarse sola, por cuanto cada una de ellas es sólo manifestación de una misma cosa[12]. Y, por otra parte, “Nada hay en este mundo que podamos clasificar como bueno y sólo bueno, ni tampoco hay cosa alguna en este universo que se pueda clasificar como mala y sólo mala. […] Los mismos nervios que transmiten la sensación de malestar, transmiten la de bienestar[13].  En el último de los casos, podremos consolarnos de alguna manera sabiendo que, aunque es cierto que un mundo perfectamente bueno no es posible aquí, también es cierto que, de igual forma, tampoco es posible un mundo absolutamente malo.



[1] Tagore, R., “Gitanjalí” en Obras escogidas, Trad. Jorge Rotner, Barcelona, Edicomunicación, colección Cultura, 1999, p. 50.
[2] Ashrama, A. (ed.), Selecciones del Swami Vivekananda. Conferencias, Pláticas, Cartas, Poemas, Buenos Aires, Kier, 1993 (4ª ed.), p. 13.
[3] Op. Cit., pp. 129-130.
[4] Op. Cit., p. 20.
[5] Op. Cit., p. 45.
[6] Op. Cit., p. 46.
[7] Loc. Cit.
[8] Op. Cit., p. 143.
[9] Op. Cit., pp. 41-42.
[10] Op. Cit., p. 48.
[11] Op. Cit., p. 135.
[12] Op. Cit., p. 136.
[13] Loc. Cit.