“El verdadero maestro es aquel que puede sumar todas sus energías a la
tendencia del discípulo. Sin verdadera simpatía nunca podremos enseñar bien.
Desechad el concepto de que el hombre es un ser responsable; sólo el hombre
perfecto es responsable. Los ignorantes bebieron la copa de la ilusión hasta
agotarla y no están en su sano juicio. No sientas sino amor hacia ellos y
tratad de descubrir la enfermedad que les ha hecho ver al mundo de manera tan
errónea; ayudadles luego a curarse y a ver con rectitud. Recordad siempre que
sólo los libres poseen libre albedrío; los demás están esclavizados y no son
responsables de lo que hacen. La voluntad, como tal, está ligada. El agua
producida al derretirse la nieve en la cumbre de los Himalayas es libre, pero
al convertirse en río queda cautiva en el cauce; sin embargo, el impulso
original la lleva al océano, donde recobra su libertad. Primero se produce la ‘caída
del hombre’ y luego sobreviene ‘la resurrección’. Ni un solo átomo hallará reposo
hasta que encuentre su libertad”[1]
El hombre libre es aquel que se
determina a sí mismo desde dentro. Pero la naturaleza del hombre es en sí misma
compleja y sus impulsos son contradictorios. ¿Cómo entenderemos, entonces, la
libertad? Existe una servidumbre interna tanto más atroz que cualquier otra
impuesta. Cadenas encubiertas y adornadas por el velo de la ilusión y, aún más,
deseadas y veneradas. La libertad es antes una exigencia que un derecho.
Pretender que el hombre nace libre es una pretensión pueril a la par de vana, un
sortilegio intelectual, como aquel que atribuye libertad a la piedra arrojada
porque no encuentra obstáculos externos en la trayectoria que diseña su
parábola.
La inteligencia es un instrumento
desarrollado gradualmente en el proceso evolutivo que ajusta medios a fines. Los
fines los da la propia naturaleza; la inteligencia los percibe por medio de la
sensibilidad y diseña mediadores subjetivos que nos permiten operar más
efectivamente con los objetos de la realidad. La inteligencia por sí misma no
abre las puertas del alma ni liberta de las cadenas que la sujetan, antes bien,
la encubre o la niega. Primero viene el deseo, ella expresa y direcciona la
tendencia. La cualidad y la potencia del intelecto se diseñan en función de las
tendencias, las cuales encuentran, de este modo, un medio adecuado de
satisfacción. Por eso, por sus frutos los conoceréis, porque nadie puede saltar
más allá de su propia sombra, ni reconocer los colores si no tiene ojos ni hay
luz como para poder ver.
Oculta en las entrañas de la
pequeña semilla se encuentra el árbol inmenso. Pero toda actualización de una
potencia involucra tanto la virtualidad subsistente en acto como un medio
adecuado de desarrollo. La sociedad, en este punto, configura el marco del crecimiento.
Y es sintomático de la patología estructural de la época el escaso desarrollo
de nuestras potencias interiores. Las personalidades se debilitan y pierden
contorno. La potencia preexiste en el acto, mas muy escasamente se presenta la
ocasión del desarrollo. Entonces sobreviene, sin más, el aborto: la muerte
antes del nacimiento, antes de percibir, en las entrañas de uno mismo, el
crecimiento misterioso de algo que, siendo inmenso, nunca llega a manifestarse
(ni siquiera para uno mismo).
El academicismo con su crítica estéril
y erudita, junto a la especialización, representan hoy dos síntomas, por demás
claros, de la falta de contenido espiritual de la época. La modalidad académica
permite hablar, producir eternamente…, sin tener la capacidad de crear
auténticamente. La dinámica de despliegue (que actualmente se da casi
exclusivamente en el ámbito horizontal) agota las potencias del espíritu (que
requiere elevarse sobre un ámbito vertical) en un desarrollo obturado. La
esterilidad oculta su insuficiencia genésica en un método formal sin contenido
sustantivo, y la pobreza interior de sus esbirros, con la altivez del plebeyo
advenedizo.
“Observad: Ni uno solo de los grandes maestros se ha detenido a dar tan
variadas explicaciones de los textos, ni intentó jamás torturarlos para
tergiversarlos, ni dijo ‘este término significa tal cosa y ésta es la relación
filológica entre este vocablo y aquel otro´. Si estudiáis a todos los grandes
maestros que hubo en el mundo, veréis que ninguno de ellos procede de esa
manera. Y, sin embargo, ellos enseñaron, mientras que otros que nada tienen que
enseñar, toman una palabra y escriben una obra en tres volúmenes sobre su
origen y su uso. Como acostumbraba a decir mi maestro, ¿qué pensaríais de
quienes penetrasen en una plantación de mangos y se ocupasen en contar las
hojas, observar su color, comparar el tamaño de las ramas, mirar de cerca los
brotes, etc., mientras que sólo uno tuviese la sensatez de comenzar a comer los
frutos? Dejad, pues, a otros el recuento de las hojas y de las ramas. Esa tarea
posee su valor local, pero no aquí, en el reino espiritual; no puede conferir
espiritualidad, ni encontraréis gigantes espirituales entre esos ‘cuenta hojas’”[2]
La razón pura es un soporte
formal que requiere, para trabajar, de un contenido experimental. Esclarece lo
que se da; pero, donde no hay percepción, no hay (ni puede haber) contenido ni claridad.
Para formularse una idea precisa de algo –nos recordaba Hume en la formulación
del principio fundamental del Empirismo– es necesario antes tener una impresión
previa. La inteligencia no supera el marco de la impresión en tanto construye
sobre su base. No puede tener otra. No puede formarse el ciego la idea del
color ni el sordo la del sonido. Para comprender se necesita experimentar. Se
habla de lo que no se sabe y se malgastan las inteligencias en pretender comprender
lo que no se vislumbra. ¿Qué pueden saber, finalmente, del espíritu todos esos
tullidos? La profundidad se adivina tras el velo de su forma y revela el
contenido en el jugo de su médula.
La destrucción de la tradición de
educación discipular fue una de las causas del decaimiento de Occidente. El
mundo moderno conforma las individualidades en un molde estandarizado y
superficial. Pero el maestro es quien, adaptando el método a la materia, modela
la forma. Extrae la potencia de la sustancia, así como el físico nuclear extrae
la energía oculta que contiene el átomo inmensamente pequeño. Para entender hay
que ser receptivo; pero, por lo demás, solo se experimenta por contacto del
estímulo con los canales receptivos adecuados. Deben abrirse los ojos del
espíritu. Solo entonces podremos ver nuestras colosales potencialidades conjuntamente
a la abyección del estado en que hoy nos encontramos.
El maestro enseña no por su habla,
sino por su contacto. Nadie puede percibir en las cosas más que aquello que
lleva consigo. Esta ley expresa una gran justicia: nadie puede enseñar más de
lo que conoce. Y nadie conoce más de lo que puede percibir. ¿Qué puede decirnos
de la libertad aquel que, en su esencia, es un esclavo? Sin libertad no hay
profundidad, solo apariencia. Sin realización no hay verdad. “El hábito ocre
del Sannyasin es la vestimenta de los liberados”. Sin libertad no hay pureza,
sin pureza no hay maestro porque no hay contenido a transmitir; sin realización
no hay realidad. El hombre debe revestirse a sí mismo de una nueva substancialidad
y hacerse merecedor, en su liberación, de su postergada humanidad.
“La segunda condición que necesita el instructor es el estar exento de
pecado. Cierta vez un amigo me preguntó en Inglaterra: ‘¿por qué hemos de tomar
en cuenta la personalidad de un maestro?... sólo debemos juzgar lo que dice y
aprovecharlo.’ No es así, si alguien desea enseñarme dinámica, química, o
cualquier otra ciencia física, puede hacerlo aunque sea un tunante, porque las
ciencias físicas sólo requieren conocimientos intelectuales, que dependen de la
potencialidad del intelecto; se puede poseer gigantesca intelectualidad sin el
menor desarrollo del alma. Pero cosa muy distinta ocurre con lo espiritual; no
puede en absoluto brillar la luz de la espiritualidad en un alma impura. ¿Qué
podría enseñarnos un ser impuro si nada sabe?”. [3]