sábado, 12 de diciembre de 2020

Un mal de época y "La desmoralización de la medicina". El revelador opúsculo de un pensador argentino




Miraron, por así decirlo, el aire, tomáronle el pulso a su época; reconocieron su dolencia, observaron su fisonomía y analizaron sus Humores; su libro o su personaje fueron la brillante y sonora llamada a que, en un tiempo determinado, respondieron las ideas contemporáneas, las fantasías en cierne, las pasiones inéditas.[1]

  

    Con gusto hemos recibido el sustancioso opúsculo La desmoralización de la medicina. El autor, Jonathan Georgalis, es un amigo cercano de nuestro círculo, que ha sabido colaborar con su pluma en más de una ocasión en este espacio. Por nuestra parte, correspondemos con la mejor voluntad y la intención consciente de establecer una crítica, por fuerza limitada, pero de pretensiones rigurosas. Es este un favor especial con el que pocos pensadores podrían sentirse agraciados. Pero reconocemos en Georgalis a un autor de un tono distinto, al que la imparcialidad rigurosa no podría menos que recomendar complacida.

    En lo relativo a los aspectos formales de la obra, el lector se halla, en un primer vistazo, con una prosa bastante fluida y ágil, sin dejar por ello de expresar ideas condensadas y concepciones precisas. La impresión natural que ofrece el texto es que estaba en la posibilidad del autor el extender el libro a su arbitrio. El por qué no lo hizo no es algo que debamos aquí condenar. Cada elección tiene sus ventajas y sus inconvenientes anejos. En un trabajo de este tenor, la elección de un formato más apretado cuenta con la ventaja de evitar en el lector la necesidad de detenerse en repeticiones tediosas. El tiempo tiene también sus caprichos, y una obra de mayor extensión probablemente hubiera necesitado un público también distinto.

    El autor de La desmoralización de la medicina domina su tema y ello se pone en claro en la estructura íntegra del estudio. El escritor juega lanzando, aquí y allá, líneas que parecen independientes, y que luego se cruzan diseñando el contorno de una figura con las pretensiones de ser un retrato verídico. Siguiendo estas tramas, el lector atiende y absorbe su atención en las cuestiones profundas en las que el texto ostenta la virtud de arrastrarlo de uno hacia otro lado con extraña pericia. La lectura continúa, de esa suerte, como si el mismo libro operara ese deslizamiento natural que va de una línea hacia la otra. Una problemática reemplaza a la precedente y la lectura progresa de forma constante y amena. La estructura ideal de la obra se torna transparente hacia el final, y nos sorprende el notar cómo el escritor había diseñado todo ello y luego verificado el plan tal como lo había trazado, línea a línea, en su propio cerebro.

    Hasta aquí tenemos un escritor que domina una idea y que elige concienzudamente la forma de exponerla al público. Esto ya parece ser bastante, en este tiempo, y exige la presencia de ciertos hábitos intelectuales que muy probablemente se le escapen a más de un crítico. Sin embargo, nuestro ensayista resalta también en otros aspectos, dado que es digno de hacer ver el hecho de que parece exponer bastante menos de lo que efectivamente conoce del tema. En un tiempo donde se ofrecen solamente cuartos de ideas y un pseudo intelectual escribe, masculla y reescribe perennemente sobre los mismos tópicos, la abundancia intelectual aquí se trasluce en cada página, hasta el punto de que surge el interrogante de por qué el autor ofrece un opúsculo y no una obra de mayor volumen. En efecto, el escritor sugiere menos de lo que sabe, y permite adivinar mucho más de lo que nos dice. El lector está como pendiente, y es porque el libro mismo lo ha sabido conducir, con cierto alarde de destreza, hacia ese mismo punto. ¿Y entonces? El pensador se divierte, operando una variación en sus líneas y dejando que sea el lector quien saque las naturales conclusiones sobre el tema. La trama se endereza en una nueva efusión de temáticas e ideas y nos vemos enfrentados a una nueva cuestión. Existen textos que son escritos para leerlos una vez, otros para consultarlos atendiendo a solicitaciones puntuales del contexto y también algunos que están allí para leerlos y releerlos. La desmoralización de la medicina se corresponde a esta última clase de obras, y el libro mismo es la condensación de un pensamiento tan variado como sustantivo.

    El libro consta de un prefacio, escrito hacia fines de julio, que introduce un estudio escrito en enero del presente año. El opúsculo se halla, pues, desdoblado. El simple hecho de que el escrito se disocie nos indica por sí mismo algo. El estudio original surgió en un contexto donde la problemática era perceptible (para algunos talentos, se entiende), pero su interés no era patente sino parcialmente para la mayoría. La introducción tardía se relaciona con eventos conocidos por todos y, nuevamente, diseña un marco de comprensión donde la pericia literaria se torna manifiesta, y acaso también algo sombría. La tesis del estudio original refiere a la desmoralización del profesional médico y de la medicina en general. Disecciona dicho fenómeno en relación directa con la desmoralización del marco societario en el que el profesional inscribe su ejercicio. La cuestión nacional se halla, por tanto, detrás del análisis de la problemática y ayudándose de grandes autores, como Ortega y Gasset y Osvaldo Loudet, nuestro pensador se abre camino en un análisis descarnado de la sociedad en que vive y el status del profesional médico que en ella ejerce. El diagnóstico, desarrollado con prolijidad, es pesimista y el pronóstico aun más trágico. En esta instancia es posible constatar, si observamos cuidadosamente, el método de trabajo de nuestro amigo estudioso: constataciones basadas en intuiciones, clarificaciones, aproximación de esquemas teóricos de alcurnia, un llamado continuo a la corroboración experiencial y la deducción general de consecuencias. Las líneas desplegadas se nutren permanentemente de la evidencia y ni un segundo pierde de vista la experiencia, lo que no implica que a ella se refiera constantemente. Esta modalidad de trabajo ha sido llevada a cabo de una manera que creemos consciente, rasgo que de hecho consideramos necesario en una obra filosófica. Con todo, nuestro pensador confiesa, ya avanzado en su prefacio tardío, que 

 

Era difícil prever al escribir este estudio que lo que en él se expresaba iba a ser puesto a prueba, de forma tan contundente e inequívoca, tan rápidamente. Sabía que la realidad iba a ponerlo a prueba ‒no pretendo aquí simular una ingenuidad poco convincente que, por otra parte, tampoco me haría justicia‒. Lo que no podía anticipar entonces era que lo haría de modo tan rápido, fulminante y universal. Lo que entonces había expresado hoy mismo puede ser corroborado de manera desgarrada e inequívoca. Haciendo abstracción de sus estragos, la pandemia puso ante nosotros un espejo y nos obligó a mirarnos.[2]

 

    En efecto, pensamos nosotros, la pandemia nos colocó frente a un espejo, y todo lo que desde entonces sucede en nuestro país presenta dinámicamente la multiplicidad de elementos de los que constamos. La desmoralización de la medicina expone esto a través del entrecruzamiento de sus líneas temáticas. El libro explica la evidencia de los hechos, y ellos mismos atestiguan acerca de la veracidad de lo allí descrito. Las deducciones lógicas habían sido desarrolladas de modo prolijo. Y es aquí cuando el lector, ante el hecho incontrovertible de la confirmación, se interroga si el autor no hubiera hecho bien en extraer todas las consecuencias que con facilidad podrían deducirse de dicho trabajo. Quizás este pensó que lo expuesto era suficiente en consideración al lector. Sin adornos, demasiada realidad reunida. Demasiadas palabras con contenido significativo. Demasiada dosis de pensamientos juntos. Todo ello es demasiado…, dado que estamos desacostumbrados. Y, sin embargo, nosotros aún dudamos del camino que se debiera seguir en aras del público.

    Si algún defecto podemos enrostrarle a este libro es la carencia de ejemplificaciones más concretas. En la jerarquía de lo abstracto, nuestro escritor se nos muestra como un pensador de altos vuelos. Sin perder de vista la experiencia, lo cierto es que pareciera verla siempre desde arriba. Cuando consiente a aproximarse, entonces desciende un poco, pero no mucho. Pareciera no sentirse cómodo entre los ejemplos más burdos. Y daría la impresión de que, ante tal idea, el tedio lo embargara y no disimulará en lo más mínimo. Su musa es inquietante y gusta de espacios amplísimos. Su esfera es la del pensamiento y las abstracciones y, cuando es menester una ilustración gráfica, su pensamiento desciende hasta donde le es posible sin abandonar la idealidad, sobrevuela los hechos y pareciera gritar: “¡Te he traído hasta aquí! ¿Para qué esforzarme por describir lo que podés comprobar por vos mismo?”. Y, efectivamente, el lector puede observar y ponerse al corriente de lo que se le quiere expresar. Todo allí está muy bien (en realidad, muy mal), y es tal cual el autor había declarado. La veracidad se agradece. Pero un ejemplo autorizado no pierde por ello el carácter de instructivo. Él mismo se valora mucho más y el lector siente siempre la necesidad de esta clase de ilustraciones. Pero aquí creemos reconocer el vicio del autor en ese caudal de ideas, que a veces se expresa como una corriente impetuosa y esa potencia de arrastre que se transparenta en toda la obra. El escritor se aburre “descendiendo” a los hechos groseros y, con actitud descarada, nos lo hace saber; lejos de ocultarlo, zambúllese nuevamente en la corriente de ideas y avanza en cascada hacia nuevos trayectos, desafiándonos a seguirlo.

    El libro, con todo, es corto y así lo siente también el lector, que retrocede para encontrar que el autor ha trazado su configuración y que realizó su plan, punto por punto, tal como se lo había propuesto. En ese sentido la obra es un triunfo de la claridad y la concisión. Sus previsiones se cumplieron y la misma actualidad de la problemática logra exhibirse por sí misma. Todo ello es una victoria y, sin embargo, el sabor amargo nos embarga. El logro del opúsculo exhibe el fracaso de la sociedad desmoralizada, la misma que a la vez es nuestra nación, nuestra patria. Existe allí un éxito trágico. Pero la finalidad principal de una obra filosófica es expresar la realidad con la mayor nitidez y la del pensador filosófico la de usar su penetración para profundizar en la sustancia de lo verdadero, sin adornarlo con coloretes que le son extraños.


    Y, en este último punto, quizás se haga notar el talento peculiar de nuestro amigo filósofo. Su pensamiento es elevado y, con neutralidad pasmosa, se sumerge profundamente, analiza y le da vueltas al asunto en diferentes direcciones. Su avidez parece saciarse solamente cuando lo conoce. Luego, volviéndose hacia otra parte, se endereza sobre problemas de su interés y nos abandona con lo escrito. Nos deja allí; contemplamos los despojos de su festín intelectual, pero no podemos dejar de comprobar que todo es tal como había dicho. ¡Extraña impudicia la del filósofo! Existe en ello algo de descarado, y ante la revelación el espíritu espera, en vano, la exhibición de un atavío más honroso. El espectáculo acaso resulte algo fuerte y exige de la presencia de un aparato digestivo potente. ¡Quizás sea ello demasiado grosero y descarnado! “Sí, pero no por ello menos real ‒nos respondería el pensador impasible‒. Mi tarea era hacerte ver las entrañas de la realidad y allí están. Si gusta o no lo que ves, la responsabilidad es ajena. Mi función se halla cumplida”. En efecto, el filósofo se nos revela en ese último acto, cuando comprendemos, horrorizados, que todo ‒todo‒ allí es verdadero. Su talento preside de principio a fin la ejecución de la obra, la comprensión del tema en conjunción con la primitiva valoración de su significatividad misma. Esa significatividad, que el autor entonces percibió, hoy es experimentada por todos nosotros. Con la mente fija en los despojos trazados por el escarpelo analítico, comprendemos las razones de los sucesos, y nos sentimos descorazonados ¿Así se paga el saber? Pero allí mismo, en este triunfo trágico, se nos revela la presencia del genio filosófico, que avanza con la fuerza de la fatalidad hacia revelaciones despojadas de artificialidad, aun más novedosas.

    El libro es, en muchos aspectos, estimable. Y cumplimos la función que tenemos con el lector al recomendarlo. Para emplear una locución grata, la necesidad de su libro era generalmente sentida, y tácita e invisiblemente reclamada. El genio entiende esas simpatías mudas o las adivina.[3]



[1] Balzac, H., “Artículos de crítica literaria” en Obras completas, traducción de Rafael Cansinos Assens, Madrid, Aguilar, 2003, p. 159.

[2] Georgalis, J. A., La desmoralización de la medicina, Buenos Aires, Llave Maestra, 2020, p. 11 [eBook PDF].

[3] Balzac, Op. Cit., p. 159.

jueves, 23 de abril de 2020

SOCIALIZACIÓN DEL HOMBRE: CONTINUACIÓN AL TIEMPO PRESENTE



Y, sin embargo, no puede dudarse de que hoy experimentaron un inesperado cambio de dirección. Desde hace dos generaciones la vida del europeo tiende a desindividualizarse. Todo obliga al hombre a perder unicidad y a hacerse menos compacto. Como la casa se ha hecho porosa, así la persona y el aire público –las ideas, propósitos, gustos‒ van y vienen a nuestro través y cada cual empieza a sentir que acaso él es cualquier otro. ¿Es esto sólo una finta, un cambio transitorio, un paso atrás para dar un brinco más alto de individualización? No se sabe; pero es un hecho que a estas horas gran número de europeos sienten una lujuriosa fruición en dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo. Hay una delicia epidémica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa.[1]

Ortega y Gasset


El hombre es una síntesis de lo espiritual y lo corporal, de lo eterno y lo temporal, de lo universal y de lo concreto. El individuo es el producto del entrecruzamiento de la idea genérica con la particularización, posibilitada por la presencia de un substrato de naturaleza espacio-temporal. La individuación, con todo, adquiere un sentido metafísico fundamental, no en la materia, sino más bien en el espíritu. El espíritu es el centro de irradiación de todos nuestros actos, su presencia señala el centro de referencia del propio yo, en torno del cual constitúyense las coordenadas del universo. En torno a este Yo existen una suerte de envolturas más o menos genéricas, todas concéntricas, con un menor o mayor radio de lejanía con respecto al centro existencial. Por ello, en el interior está siempre el yo, y éste necesariamente en el espíritu, que establece la síntesis que el hombre expresa.
Pero el individuo, en este tiempo histórico, descuida su interioridad y se lanza hacia la periferia. La duda orteguiana acerca de que podría ello tratarse de un fenómeno transitorio o un accidente contextual no resiste ya la crítica. Es este un hecho histórico portentoso, que define los caracteres de toda la época. El individuo abjura de su yo; y este centro, arrojado hacia el exterior, es confundido con alguna de sus envolturas concéntricas. Por ello el concepto ‒y la existencia‒ de un destino individual se vuelve extraño, la idea de vocación se difumina junto al concepto mismo del espíritu y el progresivo desdibujamiento de la personalidad, que metafísicamente la sustenta. El dictamen de Ortega es alarmante y categórico: el hombre se socializa.
Pero, ¿cuáles son las causas y las condiciones por las que se ha ido desarrollando tal proceso? En la “Socialización del hombre”, artículo escrito en 1930 y que aparece publicado en El espectador, Ortega da con un concepto clave. Las ideas, estímulos e influencias llegan sin resistencia y atraviesan la organización humana, las fuerzas van y vienen, como si los límites estuvieran quebrados, como si la sustancia que lo separara del entorno fuese de naturaleza permeable. Lo poroso es el signo de una individualidad donde las fronteras de la personalidad se hallan rotas. Incapaz de distinguir, por ende, entre lo interior y lo exterior, el individuo ensaya una serie de gestos y, en su existencia, adquiere algo de histrión. Lo cómico procede de la seriedad con la que ejecuta lo trivial de cada uno de sus gestos. Y no podría ser de otra forma. Sin individuación no hay una acción libre ni real. Sin realidad los productos del espíritu son solo simulacros. Y, entre figuraciones arbitrarias y gratuitas, la existencia se esparce y difumina en la insustancialidad de acciones carentes de significado.
Una vez esclarecida la secuencia lógica en que se expresan las consecuencias de este proceso, debemos inquirir algo más con respecto al modo en que éste se produjo. En efecto, el individuo reflexivo puede (y debe) pensar: “si esta es nuestra realidad, ¿cómo es que llegamos a ella?”. Así como distinguimos esferas concéntricas en la personalidad otro tanto debemos hacer con respecto a los factores que intervienen en la configuración de su delineado específico. Es reconocida tradicionalmente la importancia de los factores endógenos y también los del ambiente. El ambiente, junto a la voluntad, acciona y modela una materia constitutiva, que se resiste con mayor o menor fuerza. El ambiente dista, sin embargo, de representar algo simple. Existen aspectos de él que entran en conflicto unos con otros. Es así como ya los griegos reconocían el principio de la sociedad humana en la familia y en cómo de ellas, por un proceso de continua agregación cuantitativa, se iban constituyendo los clanes, las aldeas y por último las pólis. La acción intensiva de la familia se condensaba, a su vez, en el hogar y este era un ámbito de privacidad. Ahora bien, según Ortega y Gasset,

Todo lo que significaba acatamiento frente a la ilimitada publicidad mengua día por día. Sobre todo, el castillo de la familia. La vida de familia, minúscula sociedad hacia adentro y erizada contra la gran sociedad civil, queda reducida a un mínimo. Cuanto más adelante va un país, menos es ya en él la familia. Por cierto que es curiosa la causa inmediata de su inmediata evaporación.[2]


La familia es, por tanto, una circunscripción básica del entorno en una sociedad en pequeño. Por ello, tradicionalmente, el proceso de constitución progresiva de los caracteres diferenciales de la individualidad se realizaba primariamente en el marco intensivo del mundo familiar, condensado en el hogar. La crisis del hogar es, por tanto, una crisis del mundo privado en desmedro del público. Los límites impuestos por la esfera familiar (un círculo esencialmente interior, en relación al proceso de constitución de la personalidad) ceden y se resquebrajan. El mundo externo penetra en el privado. Y las fronteras del mundo interior se desdibujan.

Centrifugación de la familia. Diferencia entre el número de horas que antes se pasaba en casa y el que ahora se pasa. En aquellas horas, largas y lentas de interior el hombre fomentaba en sí la cristalización de una parte de sí mismo, privada, no pública, fácilmente antipública.[3]

Aquí vemos la contraposición de la familia con la sociedad como la existente entre la esfera privada con respecto a la exterior y pública. El hogar representaba una especie de filtro que administraba la naturaleza, recepción e intensidad de los estímulos exteriores. Se producía, así, algo parecido a lo que los químicos denominan “efecto pantalla”. En él, las capas de electrones internos, más o menos llenas, neutralizan el efecto atractivo que el núcleo atómico (positivo) ejerce sobre un electrón periférico. Pero, si los electrones internos desaparecieran, el electrón periférico (con carga negativa) sentiría una fuertísima atracción por el núcleo. Ahora bien, otro tanto sucede con la familia con respecto a la sociedad. La destrucción de las fronteras exteriores y la porosidad del hogar dejan al individuo expuesto frente a los estímulos provenientes del mundo externo. Es así como las fuerzas externas penetran sin resistencia hasta el corazón mismo del mundo interno. Lo interior se recubre de lo exterior, lo privado de lo público, lo individual de lo genérico. La personalidad no madura, porque esta requiere para ello del clima fructífero de lo íntimo, y este a su vez de un aislamiento relativo con respecto a un entorno genérico y antipersonal.[4] Ahora bien, el ámbito restringido de la intimidad es el de la soledad, como opuesta a la socialización y a la sociedad. Es así como

La soledad, hora tras hora goteando sobre el alma, hace faena de forjador sobre ella. La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace a nuestra persona compacta y la repuja. Bajo su tratamiento el hombre consolida su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por completo de lo público, mostrenco, endémico. En el aislamiento se produce de manera automática una criba y discriminación de nuestras ideas, afanes, fervores, y aprendemos los que son de verdad nuestros y los que son anónimos, ambientes, caídos sobre nosotros como la polvareda del camino.[5]


En lo íntimo e interior de su propia soledad el individuo se descubre a sí mismo, y este descubrimiento hace al crecimiento y desarrollo de su personalidad. Es de este modo como la maduración individual se verifica en un entorno cuidado, al cobijo de la irrupción extemporánea de fuerzas periféricas. De esta manera el alma alcanza sustancialidad y consistencia. Entonces puede dedicarse, con seriedad, al estar viva su interioridad, a una acción real y fecunda. Entonces ha ganado su libertad y ella se ha alcanzado en contra del exterior y en desmedro de la objetivación alienante de lo colectivo. Esto último fue claramente comprendido por Ortega y Gasset, en función de lo cual nos dice que

La divinidad abstracta de “lo colectivo” vuelve a ejercer su tiranía y está ya causando estragos en toda Europa. La prensa se cree con derecho a publicar nuestra vida privada, a juzgarla, a sentenciarla. El poder público nos fuerza a dar cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad. No se deja al hombre un rincón de retiro, de soledad consigo. Las masas protestan airadas contra cualquier reserva de nosotros que hagamos.[6]


El último aserto de Ortega es clave. El resguardo real de la intimidad es un signo de la personalidad, y la presencia intensiva y el cuidado del yo expresa un carácter aristocrático. Este descubrimiento se asocia, por ende, históricamente, con el feudalismo. Mas no es este el lugar para detenernos en tópicos tan interesantes, pero no por ello menos dificultosos y complejos. Por lo pronto, la familia se centrifuga, las fronteras del hogar se tornan porosas; el individuo, por ende, pasa a ser una cifra anónima sin un sitio metafísico específico. Es por ello por lo que el individuo normal se habitúa con tanta facilidad a cualquier sitio. La abdicación de la individualidad, la destrucción metódica de la personalidad, conduce a la entronización de lo colectivo: divinidad fría y nefasta, portadora de un nombre desagradable, y de presencia uniforme y omniabarcadora. El individuo sin destino personal, el hombre masa, se halla por tanto en lo colectivo; y en ese encuentro existe una suerte de impulsión mística de destrucción de las oposiciones en que se polariza la conciencia con respecto a su mundo vital.[7] Es así como el yo se hunde en el océano fragoso de lo colectivo, y allí toda soledad y diferencia se desvanecen… o, al menos, aparentan hacerlo. Luego del “éxtasis”, la personalidad, vuelta a la fuerza sobre lo que hay en sí, deberá experimental el pavor, el horror vacui ‒si nos es permitido utilizar una noción de ciencia natural, cara a los pensadores medievales, para referirnos a un fenómeno tan contemporáneo‒.
El individuo apresado en el seno de lo colectivo es un “sujeto” fuera de sí, objetivado. Pueden consignarse las instancias en que esa destrucción paulatina de la intimidad se llevo a cabo. Si el filósofo Ortega y Gasset pensaba que el noble lo que defendía en su castillo era fundamentalmente su libertad, se comprenderá cómo todo el proceso se vincula a la modificación progresiva de su ámbito privado y familiar. Esta se verificó en un proceso largo y complejo que nosotros podríamos reducir ‒analítica y algo artificialmente‒ a dos clases a dos tipos básicos y fundamentales: centrípeto uno y centrífugo el otro. En el primero, lo público ingresa, de manera más o menos intensa, al Lars familiar: el diario, la radio, la televisión. Todos ellos engendran un ámbito de comprensión común, y resultan fundamentales también para concebir el proceso de constitución de un ser cultural común, en un ámbito tan complejo como masivo. En este proceso, el exterior ingresa de manera cada vez más intensa al interior, según hemos dicho, pero aún persisten ciertos límites; de modo que los estímulos incorporados puedan ser diferencialmente recepcionados por la individualidad particular de cada hogar y por la del individuo dentro de aquel.
El proceso destructivo se consumaba, en la época de Ortega, por el tiempo relativo que el individuo pasaba fuera. Pero aquí nos proporciona la actualidad la posibilidad técnica de un proceso inverso: un proceso centrífugo colosalmente más vasto. Lo peculiar del caso es que esta centrifugación se verifica en un ámbito espacial correspondiente al Lars familiar. Son hitos de este proceso, claramente, la aparición de internet y, luego, la del celular y los dispositivos tecnológicos portátiles, que permiten una comunicación individual, especialmente dirigida y de un modo intensivo. A partir de aquí, las horas que el individuo pasa en el interior de su hogar son compartidas por el público. La existencia individual se socializa por entero. La soledad no verifica las transformaciones alquímicas solicitadas por el espíritu. La misma familia se volatiliza, y cada uno de sus miembros se proyecta hacia fuera. La totalidad individual y familiar se esfuma, y la sociedad triunfa en una homogeneidad completa.


Y este último es el concepto que rige por entero la vida moderna. La objetivación del centro individual y la pérdida del anillo familiar, que hacía las veces de pantalla de contención del condicionamiento social, producen una homogeneización casi plena. La técnica propicia, así, la desaparición de los caracteres distintivos de las circunscripciones humanas. Los límites dejan de ser reales para ser solamente virtuales, toda vez que el exterior se encuentra presente en nuestro hogar y nosotros, a cada momento, lo estamos a su vez en el universo “virtual”. Es de prever que esta desaparición de la soledad, y de una cualidad de heterogeneidad vital, ha de producir un fraccionamiento de la existencia. La labor personal es, de esta manera, invadida y el sujeto no puede ya abocarse a una tarea individual y continua. Es así como todos nosotros sentimos que el tiempo se fracciona y la posibilidad de actuar se nos escurre entre las manos. Y esto último puede entenderse en el doble sentido del movimiento centrípeto y centrífugo, toda vez que en lo centrípeto la invasión del exterior implica una interrupción real, en tanto que el movimiento opuesto involucra la presencia permanente de la posibilidad gravitando sobre la personalidad al modo de una presencia fantasmal. Este último punto no debe ser subestimado. Se cuentan por miles, y no solamente entre los dementes, las vidas cuya realidad es arruinada por la posibilidad; no en vano es la posibilidad la más pesada de todas las categorías. Y es sorprendente ‒y casi trágica‒ la ligereza con que hecho tan portentoso es olvidado.
La homogeneización supone la objetivación del individuo, y ello la pérdida del núcleo personal de individuación existencial. Sin él, uno mismo es ‒o bien puede llegar a ser‒ cualquier otro. Por lo tanto, su tarea no tiene un sentido significativo. El individuo colectivizado ejerce una tarea, pero puede ejercer cualquier otra. Su esencia misma es intercambiable. A su vez, el otro individuo también entra en la categoría de lo sustituible. Ante este panorama, es de prever la crisis natural del concepto de todo aquello que significa una destinación personal. La vocación y el amor son, en efecto, la expresión de un destino. Y, como sabía ya Ortega y Gasset, el destino es precisamente lo que no se elige; pero que, al fijar la posibilidad en nosotros, nos constituye auténticamente y de un modo intrínseco.
Homogeneidad sin vocación, inteligencia sin reflexión, uso sin comprensión:[8] en un universo sin cualidad, todo se tornó accesible. Pero se da el hecho paradójico de que nada satisface. La posibilidad misma aparece sin relieve, de un modo adimensional, carente de espesor. El individuo, sin embargo, atrapado por la posibilidad, lo está también por el fraccionamiento del curso temporal. La existencia humana se desmenuza en instantes insustanciales. Todos los logros se volvieron fáciles o bien fraudulentos: se trata, solamente, de saber servirse del registro y las técnicas al uso. Pero los hijos de la época alcanzan la senectud bien pronto. La mayoría de ellos ven la luz, pero no nacen, puesto que fueron concebidos por muertos. Se presiente el fin y la eliminación de algo y, en la confusión, se pretende que surge a la luz algo que, en realidad, como fruto natural del tiempo, nació ya viejo.


Ante el vacío de la existencia genérica, el individuo busca el calor interior en los colectivos. Estos se multiplican y la adscripción pasa a ser parte esencial del concepto que cada uno se forja de sí mismo. Es natural, por otra parte, que el individuo preso desde su infancia por la generalidad busque realizarse en el ámbito genérico de la colectividad. Esto, como dijimos, representa algo así como la irrupción de una mística de naturaleza sub-personal. La irrupción colectiva es esencialmente infrapersonal y precede metafísicamente al reconocimiento de la individuación y de la persona. Desde un punto de vista histórico representa una regresión, una de-generación, toda vez que el desarrollo idealmente trazado a la individualidad es aquel que conduce al desenvolvimiento y expansión de la personalidad.
La mística de lo colectivo produce el arrobamiento común al oscurecimiento de la persona y la obnubilación de la conciencia. Por ello, el individuo curioso e inquisitivo que se aproxima al tiempo presente queda pasmado por la generalización grotesca de ciertos gestos. Hasta los mismos rostros se van pareciendo. Este aire de familia, como su nombre lo expresaba, se encontraba otrora confinado al ámbito de la socialización familiar e íntima. Hoy surge un nuevo tipo humano: un tipo humano funcional, sin profundidad; un tipo humano globalizado, sin contornos específicos. En un mundo intercambiable, uno es cualquiera y cualquiera puede llegar a ser uno mismo.
En este proceso, las diferencias existenciales y cualitativas se transforman en diferencias puramente numéricas. Sin aptitud para la reflexividad, el individuo se reconoce a través de la mirada ajena. Por ello la existencia proyectada hacia la exterioridad: el individuo objetivado pretende alcanzar su realidad a través de la replicación indefinida de su reflejo. En el fondo, en eso se convierte la existencia: en un complejísimo juego de espejos que nada reflejan, sino que rebotan uno perpetuamente en el otro, sin ningún fin en sí mismo. Se nos torna comprensible la pérdida que Berdiaev, en su tiempo, intuía con respecto a la realidad profunda del ser del hombre, al concepto mismo del ánthropos. El mismo pensador ruso fue quien, con mirada clarividente, entrevió las consecuencias de las transformaciones que ya desde entonces, de un modo sensible, se estaban verificando y que delinearon los trazos fundamentales que dieron forma a la figura confusa del presente que nos ha tocado.

Pero el proceso que se está verificando en el mundo no significa solamente el fin del individualismo, sino que es una terrible amenaza para la eterna verdad de la personalidad, vale decir, para la existencia misma de la personalidad humana. En las colectividades se apaga la conciencia individual, la que es substituida por la conciencia colectiva. El pensamiento se transforma en un pensamiento de grupo, de rebaño. La transformación de la conciencia es tan enorme que cambia por completo el concepto de la verdad y la mentira, del bien y del mal. Aquello que desde el punto de vista de la conciencia individual es una mentira, se impone, en cambio, desde el punto de vista de la conciencia colectiva. También se exige al pensamiento, a la apreciación y al buen juicio de la conciencia, que marquen el paso.[9]





[1] Ortega y Gasset, “Socialización del hombre”, en El espectador, Tomo VIII, Madrid, Espasa-Calpe, 1966, pp. 224-225.
[2] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 222.
[3] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 223.
[4]Cuando estés en tu retiro no debes buscar que la gente hable de ti, sino hablar tú contigo mismo. Y ¿de qué hablarás? Lo mismo que los hombres suelen hacer gustosísimos con sus semejantes, hazlo tú: en tu intimidad juzga mal acerca de ti. Te acostumbrarás a decir la verdad y a escucharla. Pero ocúpate sobre todo de aquel aspecto en el cual te reconoces más débil” (Séneca, “Epístola LXXVIII” en Epístolas morales a Lucilio, Libro IV, Traducción de Ismael Roca Meliá, Madrid, Gredos, 2016, p. 298). Séneca resalta una y otra vez la necesidad de la soledad y del retiro. Es importante que aquí este retiro es eminentemente activo y, en la soledad, el alma se dirige contra sí misma, buscando descubrir sus propios vicios. Este proceso es diametralmente opuesto al verificado en un ámbito ultrasocializado y de redes sociales, donde el individuo se forja un perfil público y se vende a sí mismo al modo de una mercancía. En el fondo, la cuestión consiste, finalmente, en que el individuo lleve a cabo los movimientos adecuados en el orden correcto. Esto lo vio con más claridad que ningún otro Sören Kierkegaard; y, junto con él, no nos cansaremos de repetirlo y recalcarlo.
[5] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 224.
[6] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 225.
[7] Goerres, que escribió sobre la mística en la primera mitad del siglo XIX una obra de varios volúmenes, propone distinguir la mística divina, la mística natural y la mística diabólica. Yo no tengo intención de seguirle por ese camino. Puede darse de la mística una definición filosófica, donde englobar diferentes formas. Podría llamarse mística a la experiencia espiritual que sobrepase los límites de la oposición entre sujeto y objeto, es decir, que no caiga en la objetivación. En esto consiste la diferencia esencial entre la mística y la religión. En las religiones, la experiencia espiritual es objetivada, socializada y organizada. Pero la definición propuesta se aplica igualmente a la falsa mística, que no admite –en lo que concierne a la consciencia de los hombres‒ la existencia de Dios y del Espíritu. Este es, sobre todo, el caso de la mística del colectivismo, que en este momento está desempeñando un gran papel” (Berdiaev, N., Reino del espíritu y reino del César, Traducción de A. de Ben, Madrid, Aguilar, 1955, p. 195).
[8] El uso de la técnica sin comprensión del sentido y, por ende, sin una finalidad adecuada que lo explique, da cuenta de la naturaleza de productos culturales que suscitan la impresión del despropósito, de algo extraño y fuera de lugar. Este es el sentido del “mamarracho” tal como con tanta claridad lo explica Arthur Schopenhauer, en los complementos al libro tercero, capítulo 34, de su magnífica obra, El mundo como voluntad y representación. Para él, “lo que en cada una de las artes caracteriza al mamarracho es el juego arbitrario con los recursos del arte sin un conocimiento real de sus propósitos. Esto se muestra en esos soportes que no sostienen nada, en las volutas carenes de finalidad, en esas curvas y salientes de la mala arquitectura; en las escalas y figuras sin sentido o en el estrépito inútil de la música mala; en las rimas de poemas pobres de sentido, etc.” (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y representación, Tomo II, Traducción de Rafael-José Díaz Fernández y M.ª Montserrat Armas Concepción revisada por Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Gredos, 2015, p. 445).
[9] Berdiaef, N., El destino del hombre contemporáneo, Traducción de Lydia Hahn de Vaello, Barcelona, Pomaire, 1967, pp. 84-85.

jueves, 26 de marzo de 2020

"La salvación de lo bello" de Byung-Chul Han



Lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es en lo que coinciden las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación brasileña. ¿Por qué lo pulido nos resulta hoy hermoso? Más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general: encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los “me gusta”. El objeto pulido anula lo que tiene de algo puesto enfrente. Toda negatividad resulta eliminada.

Byung-Chul Han, La salvación de lo bello


La belleza, en nuestros días, se nos presenta de una manera adulterada. El planeta se volvió muy pequeño, y la Tierra pareciera haberse tornado demasiado pobre como para darse el lujo de adornarse con un ornato superfluo. Ahora bien, lo sorprendente no es tanto esta ausencia, sino ‒ante todo‒ el hecho de que pase desapercibida. Los órganos anímicos parecen haberse atrofiado, encontrándose perfectamente adaptados a una modalidad de presentación fenoménica más básica. La belleza hoy se nos aparece bajo la forma de la adaptación funcional, de la sencillez, la inmediatez y la facilidad. La utilidad usurpa la corona de la belleza y la razón instrumental triunfa sobre la razón filosófica y poética. Pero, ¿es esta la última palabra?




La sociedad positiva es una sociedad dominada y fascinada por la inmediatez. La funcionalidad, por tanto, debe exhibirse de forma exagerada, dado que debe ser percibida por todo el público. Por ello los aparatos, las obras de arte, y las personas se encuentran sobredeterminados por esta suerte de imperativo de la funcionalidad y la publicidad. Los productos ‒entre los que se incluyen los tipos humanos‒ exhiben un formato también profesional y estandarizado. Ellos adquieren, además del diseño exigido por el tipo de uso al que está orientado, todos aquellos aditamentos que acompañan la noción espontánea que el sujeto se forja de la modernidad, la limpieza y la funcionalidad. El hombre positivo es un sujeto ataviado por los novedosos implementos de la tecnología contemporánea. Su belleza misma es una belleza que revela un carácter genérico, conjuntamente a su naturaleza eminentemente adaptada a las nuevas condiciones del mundo y de la vida. En efecto, este individuo socialmente constituido, que circula él mismo como una mercancía, debe ser aceptado a la manera de un producto, de un objeto deseable cualquiera; y deberá, por lo tanto, ser pasible de aprobación, de recibir un “me gusta”, de modo de no ser arrojado al abismo sin fondo del ostracismo de la impopularidad.




El individuo positivo debe ser tal para ser aceptado e integrado a los engranajes del mecanismo social. La funcionalización le asegura el éxito, tanto profesional como social. Este éxito exige que él también se revista de una apariencia fácilmente comprensible. Su aureola será la de la accesibilidad, el éxito, la utilidad. Él mismo debe forjarse un formato de “deseable”, acondicionado de acuerdo a estándares considerados como modélicos. La apariencia, por lo demás, para ser operativa, debe ser fácilmente comprendida; de modo que habrá de resultar, a la postre, exagerada. Es en esta instancia del desarrollo de sus ideas donde Byung-Chul Han se encuentra a punto de dar un paso de comprensión filosófica clave. Pero aquí, cuando está a punto de hacer oír una gran verdad, que ‒como corresponde a su cualidad‒ no habrá de ser acogida gustosamente por el público, el pensador coreano se detiene. La cuestión en juego ‒como ya dijimos‒ es clave, y el escritor tiene sus motivos para pasar las conclusiones naturales por alto. Él también es un profesional reconocido y un académico institucionalizado; y tiene, por lo tanto, un prestigio profesional que resguardar.
No obstante ello, Byung-Chul Han avanza agudamente en la revelación de ciertos elementos clave de nuestro tiempo. Las observaciones se encuentran desperdigadas aquí y allá, y su estilo es penetrante, su prosa afinada y elegante, y su conocimiento de los pensadores filosóficos clásicos también extenso. Lo que se echa en falta son, sobre todo, las líneas claras. El escritor se decanta por lo sugestivo, pero las relaciones no se establecen de una manera acabada y los vínculos no resultan del todo transparentes. La construcción sintética y la organización sistemática faltan completamente. Este entramado sistémico le hubiera proporcionado la posibilidad de avanzar en forma compacta hacia una región más honda, desde la que hallaría una dimensión y un anclaje más profundos de las ideas filosóficas formuladas. En eso, nuestro autor se halla demasiado pegado a nuestra época y a sus peculiares limitaciones, tanto metafísicas como filosóficas.




Las observaciones del pensador coreano son, no obstante, frecuentemente muy agudas y bien direccionadas. Los objetos formalmente adaptados a la funcionalidad requerida por el tiempo presente se nos revelan de un modo inmediato. El signo de nuestra época es lo fragmentario y es esencial a ello resolverse y agotarse en lo instantáneo. Por ello, la belleza que se consume, se intercambia y se crea, es una belleza que puede ser exteriorizada de una manera completa. La revelación de su verdad es plena y se realiza en el instante ‒átomo último en que se fragmenta, pulverizada, nuestra existencia‒.

Lo bello es un escondrijo. A la belleza le resulta esencial el ocultamiento. La transparencia se lleva mal con la belleza. La belleza transparente es un oxímoron. La belleza es necesariamente una apariencia. De ella es propia una opacidad. Opaco significa “sombreado”. El desvelamiento la desencanta y la destruye. Así es como lo bello, obedeciendo a su esencia, es indesvelable.
La pornografía como desnudez sin velos ni misterios es la contrafigura de lo bello. Su lugar ideal es el escaparate.[1]

Un oxímoron es una expresión en sí misma contradictoria. Por lo tanto, contiene la verdad de una realidad que se anula a sí misma. Su consistencia se agota en lo ficticio. La belleza, para ser tal, no puede ser expresada de una forma completa. Pero, ¿por qué? La belleza requiere de velos, le es esencial ‒como al sabio de Delfos‒ expresarse a través de ocultamientos. Pero es el caso que el velo, por sí mismo, no es por ello bello. Una serie de ocultamientos, por más ordenada que fuera y que nada escondiera, no representa más que un juego huero. Aquí falta al pensador coreano la introducción del otro aspecto complementario de lo oculto, el reverso del anverso, que es lo revelado. La belleza es revelación, además de ocultamiento. Pero esa revelación admite y entraña la constitución de una diversidad, correlativa a la multiplicidad de perspectivas y a la profundidad de aquello que se expresa. La revelación es siempre parcial, porque lo que se manifiesta es de una naturaleza esencialmente profunda e inagotable. La parcialidad de la revelación permite que la imaginación entrevea algo más, y recubra el objeto bello en un velo de misterio.



Por lo pronto, Byung-Chul Han remite al aspecto de recubrimiento. La belleza, al menos la que merece propiamente ser llamada tal, no puede asimilarse de manera inmediata ni tampoco revelarse de modo completo. La expresión plena y directa de una realidad o de un objeto remite al ámbito de la pornografía.[2] La pornografía es, por tanto, la revelación directa y agotada en la inmediatez, de un dado objeto y de una determinada naturaleza. Se trata, así, de una esencia que se identifica plenamente con su propia apariencia. Es pornográfica una objetivación completa.
Lo sexual ‒aunque no se revela en este libro el porqué‒ se presta para ser expresado de una manera pornográfica. Lo sexual, al menos en una de sus dimensiones, es fácilmente accesible y su efecto es aprehendido de un modo inmediato por cualquiera. La sexualización desproporcionada, por estos atributos, pasa a ser considerada como un motivo fundamental de nuestra cultura; y los patrones desvirtuados de una comprensión pornográfica gravitan sobre la apreciación de la belleza a todo lo largo y ancho del espacio alcanzado por el entendimiento de nuestra época. Ahora bien,

El atractivo sexual, o sexyness, se contrapone a la belleza moral o a la belleza de carácter. La moral, la virtud o el carácter tienen una temporalidad peculiar. Se basan en la duración, en la firmeza y en la constancia. Originalmente, el carácter significaba el signo marcado a fuego, la quemadura indeleble. Su rasgo principal es la inalterabilidad. Para Carl Schmitt, el agua es un elemento sin carácter porque no permite ninguna marca fija: “En el mar tampoco pueden […] grabarse líneas firmes […]. El mar no tiene ningún carácter en el sentido original de la palabra, que procede de la griega diarassein: grabar, rasgar, imprimir”.[3]

El atractivo sexual puede ser fácilmente aprehendido por personas sin preparación ni competencia. La belleza del alma, revelada en el cuerpo a través del fuego del carácter, requiere una mayor madurez del desarrollo y una presencia más intensiva del esfuerzo. Aun más, el carácter solamente se forja por medio de un ejercicio ascético y un adiestramiento continuado. El carácter es realmente la marca de la personalidad en el hombre, sin la cual su individualidad es solamente una abstracción, un mero signo numérico. El espíritu marca a fuego su propia esencia y se compromete en una tarea que tiene lugar, no en el instante, sino en un dominio comprehensivo del tiempo. La afirmación del carácter supone un triunfo sobre la fragmentación del instante en el flujo constante de la temporalidad. Del mismo modo que con la idea de la superficialidad y su concepto de la pornografía Byung-Chul Han se acercaba a Friedrich Nietzsche, en sus consideraciones con respecto al carácter el pensador coreano se acerca ‒acaso sin saberlo‒ al pensamiento de Sören Kierkegaard en sus concepciones relativas al estadio ético.[4]

La actual calocracia, o imperio de la belleza, que absolutiza lo sano y lo pulido, justamente elimina lo bello. Y la mera vida sana, que hoy asume la forma de una supervivencia histórica, se trueca en lo muerto, en aquello que por carecer de vida tampoco puede morir. Así es como hoy estamos demasiado muertos para vivir y demasiado vivos para morir. [5]

Lo bello inmediatamente aprehensible carece de misterios. El pensador coreano no lo dice, pero el motivo profundo de ello es que estas revelaciones carecen de un fondo de espiritualidad. El espíritu es quien pone la síntesis humana, entre cuyos términos contrapuestos se verifica la historia. Los productos de la época carecen de vida. Hay algo así como un signo y un aspecto inequívoco donde la apariencia busca adornar a un objeto con los atributos de la vida, objeto que, por otra parte, no se encuentra del todo muerto. Ahora bien, sin historia no tiene sentido hablar de muerte, porque, en rigor de verdad, sin biografía real no puede existir rigurosamente la vida. Es así como la impresión de los productos estéticos contemporáneos produce una sensación ambigua. A la consideración estética se revela una entidad que no es ni una cosa ni la otra y puede pasar, de manera siempre imperfecta, por cualquiera de ellas. Como las réplicas humanas forjadas de cera, de las que hablaba el filósofo suizo Amiel, hay algo que no vive pero que presenta todos los aspectos exteriores de la vida. Es, no obstante, una apariencia congelada y el efecto que revela es, precisamente, el de turbación al percatarse de la presencia negativa de aquello que falta. De esta forma, la carencia ‒una negatividad‒ se experimenta de una manera positiva y extrañamente enfermiza.
Lo pulido revela una belleza de un orden funcional. La entidad informada bajo el molde de lo utilitario, adaptada a las exigencias del medio social, es consumida y comercializada. Tenemos, así, ya listo el producto de una satisfacción inmediata. El objeto, la personalidad, y el efecto estético, son engullidos por el instante omniabarcador. Los productos contemporáneos carecen de velos de profundidad y de historia. En el fondo no hay nada: sólo fachada, impacto y ornato superfluo.
Byung-Chul Han contrasta, con acierto, estos rasgos distintos de los objetos que constituyen la estética contemporánea con las concepciones trazadas por los grandes pensadores-filosóficos de la historia. Es así como considera que

La metafísica platónica de lo bello contrasta en gran medida con la estética moderna de lo bello como estética de la complacencia, que confirma al sujeto en su autonomía y autocomplacencia en lugar de conmocionarlo.[6]

Lo bello y el bien coinciden en el filósofo de Atenas. La metafísica ordena y domina todas las consideraciones de su filosofía. Ello le permite lograr una concepción sistémica y rigurosamente articulada, a pesar de la modalidad elegida para su despliegue expositivo. Ahora bien, en La Salvación de lo bello, una y otra vez Byung-Chul Han demuestra cómo las concepciones estéticas vigentes no resisten la confrontación con las de los clásicos filosóficos. En rigor de verdad, lo cierto es que la particular y actual modalidad de apreciación de lo bello no responde a una concepción filosófica genuina. No hay aquí razones, sino condicionamientos y determinaciones. Donde no hay libertad no puede desenvolverse el juego de las ideas, supuesto por la filosofía. El proceso de constitución de nuestra contemporánea modalidad de apreciación estética, con todo, bien puede ser racionalmente esclarecido, del mismo modo en que puede serlo la caída inercial y libre de un objeto en el vacío a lo largo de una trayectoria trazada en el cielo. 


En lo bello actual no hay fondo, no hay idea, no hay orden ni determinación de lo informe; existen, contrariamente, sólo estímulos, flujo de información, productos elaborados por medio de una serie de procesos mecanizados ‒sin finalidad intrínseca‒, depurados por la industria y perfeccionados por el tiempo. No existen aquí perspectivas elaboradas desde una posición más alta y, pese a las ideas del pensador coreano, tampoco hay inmanencia. El motivo de ello es simple y se resume en el hecho de que sin personalidad no hay intimidad, y sin intimidad no hay inmanencia. Lo inmanente se predica siempre de algo, y lo es siempre como opuesto de lo nítidamente delimitado a lo exterior y periférico. Sin inmanencia, por otro lado, no existirá tampoco trascendencia, dado que el sujeto que atraviesa las fronteras de sí mismo y se supera en lo otro de su actualidad aún no existe.
Y aquí arribamos a la región superior, en que cifra su fecundidad la perenne vitalidad del pensamiento griego. En la concepción platónica, el alma hace un uso racional de la belleza para ascender uno a uno, a través de los distintos niveles de la realidad, llegando a las cumbres últimas, a la Idea del Bien, la esencia supraesencial del fundamento sagrado y primordial. Entonces, la trascendencia significa un descubrimiento que el alma hace de su propia esencia super-natural y la superación gradual, la actualización paulatina, de una virtualidad que al alma le es intrínseca. En las alturas ideales de su desarrollo, el espíritu naufraga en el océano ilimitado de lo bello; y el amor se sacia en contemplaciones sagradas, que expresan los acordes de una imponente sinfonía divina. Allí la iniciación final culmina en el encuentro, y el amante se reviste y confunde en la belleza de su amado. En el fuego etéreo del Bien tiene lugar la hierogamia, las nupcias sagradas que restablecen el vínculo olvidado con la divinidad original. El amor se consume a sí mismo, y en el abismo sin fondo de la eternidad reina un silencio sin testigos, sin tiempo ni alteridad.  




[1] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Traducción de Alberto Ciria, Buenos Aires, Herder, 2019, p. 45, énfasis original.
[2] Resulta útil aquí tener presentes las consideraciones de Nietzsche en Así habló Zarathustra. Allí establece una consideración axiológica basada fundamentalmente en la profundidad, donde encuentra sucio y deleznable solamente lo superficial y superfluo. Es así como, en el libro I, en el parágrafo dedicado a la castidad, Zarathustra dice con toda claridad:
“¿Hablo de cosas sucias? Esto no es para mí lo peor.
El conocedor se mete con disgusto en el agua, no cuando el agua está sucia, sino cuando es poco profunda” (Nietzsche, F., Así habló Zarathustra, Traducción de José Rafael Hernández Arias, Madrid, Gredos, 2014, p. 70).
Ahora bien, lo que carece de toda profundidad, y puede por ello ser expresado sin rodeos, de un modo directo, es lo pornográfico. Sin advertirlo, Byung-Chul Han topa de lleno, y queda sumergido, con la fugitiva e imponente sombra de Zarathustra.
[3] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 72.
[4] “La ética es por excelencia el estadio de la reafirmación, pues está centrada sobre el deber, que es fidelidad a sí mismo. El hombre ético asume la responsabilidad de sí mismo; el tiempo, que era el enemigo del estético, se convierte en colaborador del ético. Pues se trata, para éste, de expresarse en una tarea que requiere el tiempo y la sucesión, pero de modo de dar a esta sucesión la forma única del deber […]. Por la continuidad de la idea moral, se integra en su pasado, que viene a ser para él una tradición y una historia. Y si se sujeta a la ley de lo general, es con el cuidado constante de renovar lo común, de personalizar la repetición y así estabilizar el presente. Así como el verdadero amor nunca ama más de una persona, y no ama más que una sola vez, pero en ello encuentra lo eterno, así el ético no cumple más que un movimiento y vuelve a hallarse siempre en ese movimiento, que es el de la fidelidad al deber” (Jolivet, R., El existencialismo de Kierkegaard, Traducción de María M. Bergada, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, pp. 86-87).
[5] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 69, énfasis original.
[6] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 30.