viernes, 28 de junio de 2019

ALDOUS HUXLEY: UN MUNDO FELIZ Y LA REVOLUCIÓN CUALITATIVA







—Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, peligro real, libertad, bondad, pecado.
—En suma ‒dijo Mustafá Mond‒, usted reclama el derecho a ser desgraciado.
—Muy bien, de acuerdo ‒dijo el salvaje, en tono de reto‒. Reclamo el derecho a ser desgraciado.
—Sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, a tener sífilis y cáncer, a pasar hambre, a ser piojoso, a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho, en fin, a ser un hombre atormentado.
Siguió un largo silencio.
—Reclamo todo estos derechos ‒concluyó el salvaje.
Mustafá Mond se encogió de hombros.
—Están a su disposición ‒dijo[1].

Aldous Huxley, Un mundo feliz


John, “el salvaje”, recibe la oportunidad ‒en un raro experimento‒ de ensayar su propio modo de vida en el espacio vital de un “mundo feliz”. El experimento fracasó porque, aun a despecho de Mustafá Mond, el interventor residente de la Europa occidental ‒aunque, en otro sentido, para gratificación del éxito de su trabajo‒, el proceso de ingeniería social arraigó en el núcleo más profundo de los habitantes de la nueva humanidad. Desde allí, no podría más que extenderse y desparramarse hacia el rincón solitario de la tierra, hasta el faro olvidado, donde se había refugiado “el salvaje”, en un espacio perdido de la campiña inglesa. Allí, éste ‒siguiendo una antiquísima práctica característica de su tradición y de su raza‒ se flagelaba con un látigo lacerando la carne de su espalda, buscando purgarse de la sociedad que había conocido hacía tan poco. El maravilloso mundo nuevo acechaba. Éste, al modo de una erinia legendaria, eterna como los trazos ideales del linaje de humanos y divinidades, implacable en su venganza, lo perseguía hasta su retiro. Es así como, en medio de la muchedumbre invasora, el espíritu del salvaje sucumbe en una Orgía-Porfía; su cuerpo, colgando como un bulto, oscilante en la sombría cuerda del ahorcado, la seguirá poco después hacia el postrero refugio de la noche y de las sombras. Allí, el viajero criado en la roca rojiza del desierto americano hallaría descanso; allí, en ese rincón oscuro, donde la sociedad absorta de felicidad no sabría, ni podría tampoco, encontrarlo.
Huxley ensaya, en este libro fascinante, la conclusión lógica del encuentro de dos ejemplares heterogéneos de sociedad. Más aun, se trata del encuentro dramático y fatal de dos estructuras anímicas, de dos tipos humanos claramente definidos y certeramente expresados en forma literaria. En esta perspectiva, el final del salvaje se nos aparece como natural, ya que, salido de la reserva, no podría subsistir en el mundo contemporáneo. Se trata de una especie fósil cuya sola presencia representa un anacronismo incomprensible. El salvaje es portador de una forma cultural fenecida, en tanto que la humanidad nueva corresponde a un tipo de hombre de caracteres mucho más dúctiles. Se trata este de un sujeto maleable, chato, adaptable, artificiosamente individualizado, sin alturas ni profundidades vitales. Huxley advierte claramente que esta nota, aparentemente defectuosa, fundamenta su preeminencia en el nuevo mundo, de este modo conformado. El ciudadano de Un mundo feliz se encuentra completamente orientado hacia el exterior, en dirección a trayectorias predefinidas. Esta orientación exterior, esta difusión periférica de la dinámica personal, es la condición, precisamente, de una eficacia operativa y de una inscripción funcional estandarizada. El hombre nuevo es un “individuo” socialmente diseñado, sin intimidad, proyectado hacia el exterior, con oportunidades infinitas, elaboradas ‒desde una matriz impersonal‒ para todos los miembros del grupo. Todos pertenecen a todos”, se les enseña a los habitantes por medio de modernas técnicas de hipnopedia científica. Pero fuera de ese “todos” no existe margen para ninguno. Los individuos diferenciados deberán ser, pues, exiliados. Y la característica distintiva de este ciudadano expulsado e indeseable es el desarrollo personal y cualitativo, culpable de la constitución de una curva personal, de un desnivel en la masa homogénea de la sociedad, que ésta no es capaz de soportar. De este modo, la trama del “mundo feliz” se relaciona, por esta vía, con la álgida cuestión del poder de la sociedad sobre el individuo y de cómo éste debe oponerse a aquella para elevarse realmente, de un modo intrínseco, aun en contra de las opiniones y los intereses del “colectivo”.
Esta valoración de los exiliados, en contraposición a los miembros útiles de la sociedad, ante la exagerada reacción de Bernard al serle comunicado el exilio a que se le condenara, es expresada por Mustafá Mond a Helmholtz, otro de los exiliados:

Cualquiera diría que van a degollarle –dijo el interventor, cuando la puerta se cerró tras ellos‒. En realidad, si tuviera un poco de sentido común comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesante que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva conciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.
Helmholtz se echó a reír[2].



Los miembros de la comunidad estable de “un mundo feliz” compran su bienestar a precio de no ser “nadie”. La expansión de las posibilidades proporcionadas por el nuevo orden supone la eliminación completa de una dimensión fundamental, precisamente de aquella que nos individualiza. De este modo, en virtud de la inclusión nítida y la formulación dramática de estas reflexiones, la obra de Huxley incluye una rica diversidad de problemáticas, por demás proféticas. No obstante la innegable calidad literaria y los grandes aciertos sustanciales y sugestiones filosóficas profundas, de esta novela sucinta pero inagotable, el autor de la misma, en un Prólogo tardío (el Prólogo data de 1946, mientras que la obra se publicó en 1931), se permite la enumeración de unas cuantas críticas a su libro. De este modo, enumera una serie de errores de diversa importancia:

Sin embargo, creo que sí merece la pena, al menos, citar el más grave defecto de la novela: al Salvaje se le ofrecen sólo dos alternativas: llevar una vida insensata en Utopía, o la de un primitivo en un poblado indio, una vida más humana en algunos aspectos, pero en otros casi igualmente extravagante y anormal. En la época en que la obra fue escrita, esta idea de que a los hombres se les ofrece el libre albedrío para elegir entre la locura de una parte y la insanía de otra, se me antojaba divertida y la consideraba como posiblemente cierta[3].

Huxley reconoce que ninguna de las alternativas planteadas es deseable; no obstante lo cual, la propuesta del salvaje es más humana y, quizás, puestos a elegir, también preferible a la distópica. Ahora bien, ¿por qué la alternativa del salvaje se nos aparece como menos insatisfactoria? Porque existe un margen para la elección personal y, a través del esfuerzo, la posibilidad de un fortalecimiento interno. Existe así, en el mundo del salvaje, la posibilidad de un progreso intrínseco y de un desarrollo cualitativo. Este es el principio clave, que tanto cuesta identificar en esta obra a los lectores académicos y a los espíritus superficiales. El movimiento de los ciudadanos del nuevo mundo, ensanchado de manera extraordinaria, carece de profundidad. Junto a la satisfacción inmediata, se extravió algo así como el sentido que torna digna la existencia. Es así como, en la sociedad conformada por el “mundo feliz”, el individuo carece de oportunidad para la aplicación de sus propias energías. Además, el ciudadano satisfecho pierde el sentido de algo intransferible, sustancial e íntimo. La atmósfera de opresión, asimilada por el individuo de probeta, toma la forma de una liberación falaz. El cerco se cierra y la muerte del salvaje viene a confirmarnos que, en el maravilloso mundo contemporáneo, no existe ninguna salida. Y eso sucede porque el próspero habitante de la utopía, más que su realidad, lo que pierde es “su” posibilidad, aquella que lo especifica. Existen alternativas que satisfacen complejos de deseos y tendencias, de modo tal de asegurar la estabilidad del complicado mecanismo social. Pero, entre esas alternativas ofrecidas al ciudadano (el trabajo seguro y bien remunerado, el sensorama, los deportes tecnificados, el sexo, el consumismo extremo, el soma, la Orgía-Porfía), no se encuentra nada específicamente personal. Esas posibilidades son diseñadas, previamente conformadas, por ingenieros sociales representantes del colectivo e impuestas (no sin previo acondicionamiento) a las individualidades que surgen ‒ya de forma artificial‒ a la escena de la vida. Sin una auténtica posibilidad personal no existe un principio de desarrollo genuino y, cuando éste se encuentra, la alternativa es asimilarlo al sistema ‒como es el caso del interventor Mustafá Mond‒ o el exilio ‒como ocurre con, el quizás demasiado inteligente, Helmholtz‒.
De tal suerte, en atención a consideraciones como esta, el autor ‒quien es un verdadero filósofo‒ piensa que la obra literaria debería haber sido confeccionada de una manera diversa. En este punto, Huxley nos permite profundizar en las elaboraciones más finas de su concepción literaria y en las conclusiones teóricas de su temperamento reflexivo:

Pero volviendo al futuro… Si ahora tuviera que volver a escribir esta obra, ofrecería al Salvaje una tercera alternativa. Entre los cuernos utópico y primitivo de este dilema, yacería la posibilidad de la cordura, una posibilidad ya realizada, hasta cierto punto, en una comunidad de desterrados o refugiados del MUNDO FELIZ, que viviría en una especie de reserva. En esta comunidad, la economía sería descentralista y al estilo de Henry George, y la política kropotkiniana y cooperativista. La ciencia y la tecnología serían empleadas como si, al igual que el Sabbath, hubiesen sido creadas para el hombre, y no (como sucede en la actualidad) el hombre debiera adaptarse y esclavizarse a ellas. La religión sería la búsqueda consciente e inteligente del fin último del hombre, el conocimiento unitivo del tao o logos inmanente, la trascendente divinidad de Brahma. Y la filosofía de la vida que prevalecería sería una especie de alto utilitarismo, en el cual el principio de la máxima felicidad sería supeditado al principio del fin último, de modo que la primera pregunta a formular y contestar en toda contingencia de la vida sería: “¿hasta qué punto este pensamiento o esta acción contribuye o se interfiere con el logro, por mi parte y por parte del mayor número posible de otros individuos, del fin último del hombre?”[4].



En la pretensión de trascendencia espiritual y en la ampliación de este utilitarismo se funda la particularidad de las concepciones filosóficas de Huxley. Aquí ha de encontrarse, también, la oposición radical del pensador con la sociedad de su tiempo y con lo que este proyectaba como un destino próximo para la humanidad, si antes ‒vía la guerra nuclear‒ ésta no era despedazada de manera definitiva. Es así como, del mismo modo, el “mundo feliz” de Huxley se encuentra con la utopía, y con la comprobación del inquietante epígrafe incluido al principio de la obra por el literato inglés del pensador ruso Nicolás Berdiaev: las utopías son realizables. La historia nos permite confirmar cómo las Revoluciones, además de posibles, son de hecho reales. Y en esta posibilidad (y en esta emergencia alarmante de la actualidad) el afán de trascendencia, conjuntamente con el utilitarismo ampliado por la inclusión del desarrollo de la espiritualidad, es obstruido y completamente escamoteado.
En virtud de estas reflexiones, el escritor-filósofo nos permite vislumbrar, desde una perspectiva mucho más profunda (y, en términos prácticos, muchas veces antitética), el fenómeno revolucionario. Estas expresiones, contenidas en el Prólogo tardío de Huxley, nos permitirán comprender algo más del universo de Un mundo feliz y de las reacciones ambiguas (mezcla compleja de encono, desprecio, impresión de ingenuidad, vértigo ante el vacío de realidad y algo así como una inquietante sensación familiar…) que a nosotros nos producen sus “extraños” habitantes de un futuro demasiado cercano. Las expresiones de Huxley, al mismo tiempo, nos permitirán comprender algo más de la psicología, los impulsos, la sed de sangre, los movimientos de masas, la colectividad, la racionalidad, la revolución y la historia; todos ellos fenómenos humanos que el pensamiento del autor inglés sabe encubrir dramáticamente en un relato de una proximidad perturbadora:

El cambio realmente revolucionario deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en el interior de los seres humanos. Viviendo como vivió en un período revolucionario, el marqués de Sade se valió con gran naturalidad de esta teoría de las revoluciones con el fin de racionalizar su forma peculiar de insanía. Robespierre logró la forma más superficial de revolución: la política […]. Entre sadismo y revolución realmente revolucionaria no hay, naturalmente, una conexión necesaria o inevitable. Sade era un loco, y la meta más o menos consciente de su revolución eran el caos y la destrucción universales. Las personas que gobiernan en El mundo feliz pueden no ser cuerdas, si consideramos el sentido absoluto del término, el sentido absoluto de la palabra, pero no son locos de atar, y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria[5].



[1] Huxley, A., Un mundo feliz, Trad. de Ramón Hernández, Buenos Aires, De Bolsillo, 2013, p. 198.
[2] Huxley, Op. Cit., p. 188.
[3] Huxley, A., “Prólogo” en Op. Cit., p. 10.
[4] Huxley, “Prólogo”, Op. Cit., pp. 10-11.
[5] Huxley, “Prólogo”, Op. Cit., p. 12.