martes, 19 de julio de 2016

Sören Kierkegaard y la angustia en la falta de espíritu


Ninguna vida humana puede escapar a la angustia, y la angustia misma es, como la desesperación —una por delante de la libertad, la otra por detrás—, el signo de la existencia. Profetiza la perfección, como la desesperación profetiza la liberación. Instala al hombre ante sí mismo, en tanto que el hombre no es, pero va a llegar a ser por la libertad. Asimismo prepara y anuncia también una ruptura, puesto que significa a la vez un estado inestable y un salto a dar. Pero desde este punto de vista, dice Kierkegaard, la angustia es la más abrumadora de las categorías; por ella “el terror, la perdición y la ruina habitan pared por medio con todo hombre”[1].

Ya hemos visto que, de acuerdo a Kierkegaard, el hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. El espíritu mismo es el que pone la síntesis y, en ese sentido, la sostiene. Decir que el espíritu sostiene la síntesis, que se extiende entre dos extremos que configuran un margen muy amplio, es señalar la posibilidad de que la síntesis se encuentre articulada de manera diferencial; en otros términos, el espíritu puede estar más cerca o más lejos, más acá o más allá de alguno de los extremos. Pero el espíritu es siempre un yo, y el Yo es el soporte de la conciencia, por lo cual, las diversas articulaciones de la síntesis expresaran otras tantas modalidades concretas de percepción vital y de desenvolvimiento de la conciencia.
La vida humana es un tener que hacerse porque su acto existencial se encuentra con una contradicción. La contradicción, nos dice Kierkegaard, es la que desata la historicidad. La contradicción impone la decisión y ésta supone, nuevamente, a la libertad. Ahora bien, toda elección entre esto o aquello, supone la no elección (o bien la suspensión momentánea) de aquello otro. El hombre es responsable en la medida en que su libertad es determinante de un estado de realidad futuro, responsable de lo que haga del mundo, pero también de sí mismo:

Existir es ser un ser libre. Cuando se preguntó cómo era posible la posibilidad, en qué se fundaban las posibilidades del hombre, Kierkegaard concluyó que el hombre era posibilidad, la posibilidad fundamental gracias a la cual surgían las otras posibilidades. Había posibles para el hombre, porque el hombre no era sino eso: posibilidad. Y a esa posibilidad anterior a todas las posibilidades concretas la llamó libertad. Existir es ser posibilidad antes de las posibilidades; y esa posibilidad fundamental, que no es posibilidad de nada determinado, y que tiene que crear sus posibilidades, es la libertad[2].


El hombre se proyecta al futuro constituyendo el ámbito de su realización. Pero esa proyección será diferencial, porque depende, evidentemente, de las condiciones concretas de percepción vital. El yo que descubre la posibilidad la encontrará siempre más o menos ampliada o restringida en relación directa al carácter que revista su “yo” en la articulación de su conciencia. En otros términos, el Yo descubrirá diversamente la posibilidad en función del modo en que el espíritu se encuentre puesto en la síntesis que expresa su personalidad completa.
En los casos en los que predomina el elemento corporal predominarán, por lo mismo, los elementos genéricos. La dinámica espiritual, en este caso, se encuentra obstruida desde dentro por una especie de servidumbre interna. Evidentemente, este carácter humano representa un tipo predominante, aunque inferior. Y es precisamente en esto en lo que radica su pujanza y su firmeza:

Si comparamos esta beatitud peculiar de la falta de espíritu con la situación de los esclavos en el paganismo, bien podemos afirmar que la esclavitud, a pesar de todo, tiene sentido, pues no es de suyo absolutamente nada. Por el contrario, la perdición propia de la inespiritualidad es lo más espantoso de todo; ya que la desdicha del hombre sin espiritualidad consiste cabalmente en que mantenga una relación con el espíritu…, relación que en sí misma no es nada. Por eso la inespiritualidad de que estamos hablando puede poseer hasta cierto punto todo el contenido de la espiritualidad, pero ¡nótese bien! no como verdad, sino en cuanto rumor y comadreo. Esto es, a los ojos de la estética, lo infinitamente cómico de la falta de espíritu; pero en general no se suele fijar la atención en ello, pues los mismos que tendrían que hacer el balance correspondiente, unos más y otros menos, no están bien seguros en todo lo que conviene al espíritu. Por eso cuando se trata de exponer la falta de espiritualidad se le hacen decir con gusto puras chácharas, y esto porque no se tiene el coraje de permitir que la falta de espíritu se exprese en su propio lenguaje. Esto no es, ni más ni menos, que inseguridad. El hombre sin espiritualidad puede decir absolutamente lo mismo que haya dicho el espíritu más rico, con la sola diferencia de que el primero no lo dice en virtud del espíritu. El hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina parlante. Por eso no tiene nada de extraño que pueda aprender de memoria una retahíla de textos filosóficos tan bien como una confesión de fe o un recital político. ¿Acaso no es muy curioso que el único ironista de la historia y el mayor de todos los humoristas coincidan en afirmar –una cosa que, por otra parte, parece ser la más sencilla de todas que se debe distinguir entre lo que se entiende y lo que no se entiende?[3].

El espíritu lleva consigo a la conciencia, y su desenvolvimiento y profundización producirán siempre, por lo tanto, un reconocimiento cada vez más intenso de la responsabilidad inherente a la decisión. He aquí por qué los caracteres más vulgares, tantas veces, se encuentran imperturbables y seguros, en situaciones ante las cuales una conciencia más refinada titubearía. Precisamente porque allí, tras la superficie del rostro o la exterioridad de la expresión, habrá de buscarse en vano la presencia de un yo. Su decisión es una continuación inercial de las leyes que rigen la dinámica natural. Su determinación se establece, por lo tanto, sin interrupción. Por eso, exteriormente, su carácter se muestra firme y sus decisiones, seguras. No alcanzan a sospechar la profundidad vertiginosa de lo que ignoran y es por eso mismo, también, que los caracteres más ignorantes o limitados suelen mostrarse, en lo intelectual, tan insolventes como seguros.
Esta debilidad del aparato cognitivo responde, junto a la debilidad de su matriz espiritual, a la ejercitación inadecuada de sus funciones. El material de que se sirve será siempre tan limitado como él mismo y, por lo tanto, será incapaz de desarrollarse. Estos caracteres pueden aprender a imitar el lenguaje del espíritu, pero siempre sin comprenderlo. Es por esa falta de profundidad que mide la espiritualidad o el modo concreto en que se encuentra puesto en la síntesis el espíritu, lo que funda su carácter precipitado y su influencia sobre los asuntos humanos. Por eso este carácter se muestra eficiente en determinaciones operativas, precisamente porque la vida cotidiana se mueve en el plano de la superficie y no de la profundidad, toda vez que la vida moderna configura un marco que rechaza la presencia de la espiritualidad:

En el hombre sin espiritualidad no hay ninguna angustia; es un hombre demasiado feliz y está demasiado satisfecho y falto de espíritu como para poder angustiarse. Con todo, ésta es una razón bien triste y podemos asegurar que la diferencia entre el paganismo y la inespiritualidad estriba en que el primero caminaba hacia el espíritu y la segunda, en cambio, ya está de vuelta, alejándose constantemente del espíritu. Por esta razón, si así se quiere, el paganismo es simple ausencia del espíritu y este sentido es muy distinto de la positiva falta de espíritu. Y por eso mismo es aquél infinitamente preferible. La falta de espíritu es un estancamiento de la espiritualidad y una caricatura de la idealidad. De ahí que la falta de espíritu no sea precisamente necia cuando nos viene con todas sus retahílas, sino que lo es, sobre todo, en el sentido en que de la sal se dice en la Sagrada Escritura: “ Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se salará?” Su extravío total, pero también su seguridad satisfecha, consisten cabalmente en ese no entender nada en el sentido espiritual ni tomar nada a pecho como auténtica tarea, sin que por eso deje de rozar todo con su lívido chismorreo. Si alguna vez es tocada por el espíritu e instantáneamente empieza a tener convulsiones como una rana galvanizada, entonces aparece un fenómeno que corresponde por completo al fetichismo pagano. Para los faltos de espíritu no hay ninguna autoridad, pues saben muy bien que para el espíritu no la hay; pero como ellos, desgraciadamente, no tienen ninguna espiritualidad, helos ahí convertidos en unos perfectos idólatras, y esto a pesar de todo su saber. Con la misma veneración adoran a un tonto de capirote que a un héroe, pero, sobre todo, su auténtico fetiche será siempre el charlatán[4].




El falto de espíritu, a fuerza de ignorar la auténtica divinidad, habrá de forjar una de su propia sustancia inferior. Su altar será siempre encendido en el fuego de las pasiones y los raciocinios más vulgares. De este modo, este auténtico descreído, este ser aparentemente superado, es un auténtico fetichista. En términos funcionales, su conducta no dejará de reflejar esa inadecuación interna expresando un carácter cómico. Lo cómico, sabemos, se funda y establece sobre la base de una contradicción. Y aquí existirá siempre una inadecuación fragrante entre la imagen proyectada y el yo interior. El individuo sin espíritu, a fuerza de la debilidad de su conciencia o, en otros términos, del carácter difuminado de su yo, se encuentra proyectado hacia la exterioridad y encuentra en sí mismo, en su interior, algo así como una posibilidad insondable que le produce una sensación de vacío y terror.
He aquí, nuevamente, por qué este carácter, que no conoce la angustia, conocerá, sí, el miedo. Carácter dependiente como ningún otro de las condiciones proporcionadas por el exterior. Se encontrará, como ningún otro, sujeto al acaso de la fortuna, dado que su “yo” carece de interioridad; en otros términos, es un objeto más, junto al mundo de las otras realidades proyectadas. Ese yo ilusorio, precisamente por no ser ni siquiera un yo, esto es, un auténtico centro existencial, pretenderá erigir un imperio sobre las otras realidades, solventando su servidumbre interna con una dominación exterior, en la que pretenderá arrastrar las otras realidades y mónadas espirituales hacia una altura similar a la del subsuelo a la que él habita.
Es así que los faltos de espíritus, cuyas energías se encuentran carentes de realidad espiritual, se ven condenadas a imitar sin poder nunca realizar. Pero aquí siempre sus esfuerzos resultan vanos, porque finalmente son incapaces de comprenderse a sí mismos y a los demás, y, por lo tanto, sus ansias se encuentran traspasadas por un miedo que las contiene por entero y que lo rechaza siempre hacía el margen cada vez más acotado de una personalidad degradada. Esta angustia de esa “nada” espiritual, que acecha desde las alturas desdibujadas que les sirve de fundamento al  yo debilitado, debe ser ocultado. Por ello, esa farsa del yo y del espíritu termina en una especie de pantomima vital, constituyendo la realidad vulgar de una representación ilusoria:

Hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó corto, y este acreedor es el espíritu. Por eso, considerando las cosas desde el punto de vista del espíritu, la angustia también se halla presente en la falta de espíritu, aunque oculta y enmascarada. Solamente el tener que contemplar este espectáculo le llena a uno de escalofríos. Porque sin duda que ya sería una cosa espantosa el imaginarse la propia figura de la angustia sin ningún atuendo que la camuflara, pero esta figura nos espanta todavía más cuando, por necesidad, viene disfrazada para no presentarse como lo que en realidad es. Es verdad que no se contempla a la muerte sin un escalofrío cuando ésta se presenta en su auténtica figura, es decir, como el siniestro esqueleto armado con la guadaña, pero al que la observa entre bastidores le causa todavía mucho más pavor verla entrar disfrazada en escena –como una desconocida que se ha puesto el disfraz para burlarse de los hombres que se imaginan poderse burlar de ella y comprobar cómo los encandila a todos con sus buenas maneras y los arrastra a la loca algazara del placer sin freno[5].


Este proceso de descripción espiritual y de análisis psicológico se encuentra confirmado por la experiencia cotidiana. No obstante lo anterior, el fundamento de todo ello, la substancia misma de lo desarrollado, solamente podrá ser alcanzado por quienes contengan en sí mismos una profundidad similar o un espíritu afín al del pensador que estamos trabajando. Lo inferior no puede conocer a lo superior y, contrariamente, puede ser reconocido de un modo inmediato por una mirada clarividente, como la que oculta la luz del día, en pleno cielo, tras las nubes y la oscuridad, más allá de la atmósfera terrena, el titilante ojo de las estrellas, resplandeciente siempre en lo alto en su contemplar eterno y solitario. Sin embargo, no renunciamos a tratar de comprender y explicar, en la medida de nuestras fuerzas, lo expuesto por ese gran pensador que dedicó su vida a un proceso de interiorización, intensificación de la conciencia, y profundización del Yo. 
Creemos, estas ideas finales, esta última verdad entrevista, puede ser vislumbrada, ya que no esclarecida, a la luz de las cinco últimas estrofas contenidas en La danza macabra, que forma parte de esas Flores del mal del gran poeta francés Charles Baudelaire:

Pero, ¿quién no ha abrazado jamás a un esqueleto,
Y quién no se ha nutrido con cosas de sepulcro?
¿Qué importa el perfume, el vestido o el tocado?
Quien se asquea revela que creía hermoso.

Bayadera sin nariz, buscona triunfal,
Di a esos bailarines que se sienten ofuscados:
“Muñecos orgullosos, a pesar del carmín y los polvos,
¡todos oléis a muerte! ¡Oh, esqueletos perfumados,

Antinoos marchitos, dandis de rostro imberbe,
Cadáveres maquillados, seductores canosos,
El temblor general de la danza macabra
Os arrastra a lugares que no son conocidos!

Desde el frígido Sena al ardor del Ganges
El rebaño mortal salta y ríe, sin ver
Por un hueco del techo la trompeta del ángel
Siniestramente abierta como un negro trabuco.

En todo cielo, bajo todo sol, la Muerte mira
Tus contorsiones, risible Humanidad,
Y, como tú, a menudo, perfumada de mirra,
¡confunde su burla con tu imbecilidad!”[6]




[1] Jolivet, R., El existencialismo de Kierkegaard, Trad. de Mércedes Bergada, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, p. 65.
[2] Fatone, V., Introducción al existencialismo, Buenos Aires, Columba, 1973, pp. 22-23, énfasis en el original.
[3] Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Buenos Aires, Libertador, 2006, pp. 112-114.
[4] Op. Cit., pp. 114-115.
[5] Op. Cit., p. 115.
[6] Baudelaire, C., Las flores del mal - Pequeños poemas en prosa, Trad. de Elisa Dapia Romero, Barcelona, Edicomunicación, 1999, pp. 133-134.

miércoles, 6 de julio de 2016

El tema del genio en Otto Weininger


El caso Weininger es uno de los más extraños acontecimientos de la filosofía contemporánea. El historiador, el crítico, el mero curioso de la filosofía, no pueden permanecer indiferentes ante la obra, plena de vida y de pensamiento, rebosante de pasión intelectual, del precoz filósofo de Viena. Y más allá del interés abstracto, algo más íntimo y cordial sentimos cuando recordamos que todo este mundo de ideas germinó y cuajó en una cabeza de veinte años, y que el filósofo se suprimió voluntariamente a poco de publicar su libro[1].

Poco material existe, y aún menos actualmente se escribe y habla, del pensamiento filosófico del precoz pensador austríaco Otto Weininger. Se conocen sí detalles relativos a su trágico final, pero el estudio y caracterización de su pensamiento, penetrante y rico en perspectivas de desarrollo, se verifica de un modo escaso, por demás sesgado y siempre superficial. Hay cuestiones profundas que no se resuelven con encontrar una etiqueta que denigre al pensador de que se trate, por más que esta sea certera. La verdad existencial es contradictoria y cuando la teoría filosófica se resuelve en vida, las contradicciones tórnanse por demás dolorosas. El genio filosófico resguarda en sus entrañas una lucha encarnizada que se libra a sangre viva. Por eso, los momentos de reflexión son momentos de auscultación en un contenido que, a fuerza de sernos propio, esconde un misterio que nos trasciende. En medio del ruido, el polvo y la oscuridad es fácil perderse y caer en abismos insondables, que en cada recodo y encrucijada suelen interponerse en el camino, interrumpiendo muchas veces a último momento un avance funesto. Un paso en falso y está el abismo y el error. En esta ruta fatal, muchas veces se pierde la vida del cuerpo, otras veces se pierde el alma. Más estridentes, manifiestas, o silenciosas, ambas son igualmente derrotas.
La cuestión del genio, de este modo, se cruza a la reflexión intrépida de un modo necesario y natural.  a partir de ello, proponemos detenernos en las reflexiones de Weininger en virtud de una más clara elucidación del asunto que nos ha salido al paso[2]. Es importante distinguir, aquí, en primer lugar, entre talento y genialidad:

Existen, dirémoslo de una vez, múltiples talentos, pero una sola genialidad, que puede elegir determinada dirección para manifestarse. Hay algo genial que es común a todos los hombres geniales, aunque se pueda diferenciar el gran filósofo del gran pintor, el gran músico del gran  escultor, el gran poeta del gran fundador de religiones. El talento, que es tan sólo un medio por el cual se manifiesta el espíritu de un hombre, es mucho más accesorio de lo que realmente se cree, y su importancia se exagera porque desgraciadamente se valoriza con ojos de miope[3].


El talento, entonces, parece anclar en el ser humano de un modo superficial. En cierta manera, es una vía por la cual la conciencia se encuentra con las cosas con una disposición que, a través de ciertos canales, le ofrecen cierta facilidad de expresión e instrumentalización. De esta manera, es posible encontrar personas con ciertas facilidades, sea para la música, los idiomas, las matemáticas, etc.; pero lo cierto es que todas estas aptitudes afectan a los medios con los que el alma se expresa, mas nunca a sí misma. El genio es distinto al talento y, por lo tanto, la genialidad refiere completamente a otra cosa:

La conciencia genial es la que se halla más distante del estado de hénide, pues posee la mayor claridad y transparencia. La genialidad, por lo tanto, aparece ya como una especie de masculinidad superior, y en consecuencia, la mujer nunca podrá ser genial. Ésta es la aplicación más justificada de los resultados obtenidos en el capítulo anterior, o sea que el hombre vive de modo más consciente que la mujer, pudiendo decirse, en resumen, que la genialidad es identificable con la conciencia más elevada porque es más general. Esa exaltada conciencia tan sólo es posible gracias al enorme número de contrapuestos que se unen en el hombre superior[4].

Vemos aquí que la genialidad refiere no a las facultades, sino a la conciencia. Nos acercamos, así, a un acto existencial concreto, difícil de definir por ser lo más propio, imparticipable, y la fuente viva de nuestra identidad. No obstante estas limitaciones, podremos acercarnos al fenómeno por algunas de sus manifestaciones más externas. La hénide[5] representa un hallazgo muy agudo en la medida en que introduce la perspectiva evolutiva en el núcleo de nuestras representaciones subjetivas. Se trata, finalmente, de considerar un proceso de articulación, cada vez más definido, del contenido psíquico. Las ideas difieren en claridad y distinción. En un extremo ideal de oscuridad y confusión, se encuentra la Hénide, en el otro extremo se encuentra el contenido representativo de una subjetividad perfecta. En este proceso de esclarecimiento de los contenidos de la conciencia se distingue el genio por esa lucidez inmanente que comunica a todos sus contenidos psíquicos.
El desarrollo de los contenidos de expresión, esto es, de las objetivaciones, nos conduce de lleno al sujeto. Es así que le interesa al autor fundar una caracteriología. Esta caracteriología, como es natural, dista mucho de ser completa, pero resulta de lo más sugestiva, original y repleta de observaciones penetrantes. El genio, establecimos, se diferencia del talento en virtud de un atributo intrínseco a su propia conciencia. Una vez distinguida analíticamente la conciencia de sus manifestaciones externas, pero vinculadas sistemáticamente en una perspectiva caracteriológica, se entiende la utilidad del estudio de ciertas tendencias y aptitudes psicológicas del genio. Y es así que, a lo largo de su estudio:

En los ejemplos citados el genio aparece como el hombre capaz de comprender a muchos más seres que el individuo mediocre. Cuéntase que Goethe decía de sí mismo que no existía ningún vicio ni ningún delito para lo que no hubiera sentido una predisposición, y que en algún momento de su vida no hubiera comprendido perfectamente. El hombre genial es, pues, más complicado, más complejo, más rico. Y un hombre debe considerarse tanto más genial cuanto más hombres encierra dentro de él, y añadiremos que cuanto más vivos se hallen dentro de él, los sentirá más intensamente. Si la comprensión para sus semejantes sólo ardiera en él como una brasa semiapagada, no sería capaz, como poeta, de inflamar en sus héroes la llama poderosa de una vida, y sus figuras carecerían de relieve y de fuerza. El ideal de un genio del arte es vivir  en todos los hombres, es perderse entre todos, diluirse en la multitud; mientras que la tarea del filósofo es recoger en sí mismo a todos los individuos y reabsorberlos en una unidad, que será precisamente su misma unidad[6].

El genio se define por una conciencia más intensa que le permite una visión más penetrante; por lo tanto, es capaz de comprender más. No obstante el autor prefiere aludir siempre a Zola, se nos ocurre el imponente genio superior de un Balzac[7]. El genio, entonces, es capaz de anclar en las diversas personalidades y habitarlas. De este modo, es también capaz de comprender sus perspectivas de análisis. De este modo, también, es capaz de superarlas en la construcción de una síntesis conceptual superior.
Este genio, como hemos consignado, no es específico ni tampoco separable de la personalidad. El talento discurre a través de una vía que comunica el exterior con la conciencia. Pero todas las vías con las cuales se comunica la subjetividad concurren en el núcleo de la propia conciencia. Por eso, el genio impregnará la totalidad de sus creaciones. Por eso, también, habrá de ser siempre universal:

Según hemos dicho, la genialidad incluye en su idea la universalidad. Para el hombre entera y completamente genial (lo que es una ficción necesaria) nada existe que no esté en vital, íntima y fatal relación con él. Genialidad sería la apercepción universal y, por tanto, memoria completa, eternidad absoluta. Se debe, sin embargo, para poder apercibir alguna cosa tener ya una afinidad con ella. Se apercibe, comprende y capta sólo aquello con lo que se tiene una semejanza. Hemos llegado a considerar al genio a pesar de todas sus complicaciones, como el hombre en el cual el Yo es más intenso, vital, consciente, continuo y único. El “Yo”, sin embargo, es el punto central, la unidad de la apercepción, la “síntesis” de toda variedad[8].

Aquí puede salirnos al paso una contradicción aparente. Y es que, precisamente, este desarrollo intenso de la propia personalidad, en lugar de aislar al individuo, permite el encuentro y la comunicación con las demás subjetividades; habrá de ser la condición de posibilidad de la comprensión de las otras conciencias. Este problema fue tratado, anteriormente a la obra de Weininger, por Oscar Wilde en uno de sus ensayos dialogados, donde se ocupa del talento del crítico e intérprete de las obras artísticas:

El crítico será realmente un intérprete, pero no tratará el arte como una esfinge, expresándose a través de enigmas, y cuyo fútil secreto puede adivinar y revelar un hombre con los pies heridos y que desconoce hasta su nombre; le considerará más bien como una divinidad, y su misión será la de hacer más profundo su misterio y más maravillosa su majestad. Y entonces, querido amigo, sucede esto tan extraño; el crítico será realmente un intérprete, pero no en el sentido de repetir bajo otra forma un mensaje confiado a sus labios; porque así como el arte de un país adquiere, solamente por contacto con el arte de países extraños, esa vida propia e independiente que llamamos nacionalidad, de igual manera, por una curiosa inversión, sólo intensificando su propia personalidad, el crítico puede interpretar la personalidad artística de los demás, y cuanto más entra la suya en la interpretación, más verosímil, satisfactoria, convincente y auténtica resulta dicha interpretación.
ERNEST._ Pues yo pensaba que su personalidad suponía un filtro perturbador de su creación.
GILBERT._ En absoluto; es, al contrario, un elemento revelador. Si uno tiene la intención de comprender a los demás, debe antes intensificar su personalidad[9].


En este punto de nuestra exposición el riesgo que afrontamos es, ante todo, el de ser demasiado prolijos. Las explicaciones de detalles no subsanarán la incomprensión de los que no saben ver y, para los otros, la inclusión de ulteriores explicaciones sobrarían. No obstante ello, quisiéramos hacer alguna somera observación en la medida en que pueda llegar a orientarnos hacia vías teóricas potencialmente fructíferas. Existe un proceso de articulación de las representaciones de la conciencia que resulta concomitante al de la propia personalidad. La consideración evolutiva debería, por lo tanto, trasladarse de la hénide a la caracteriología y a las formas que puede llegar a revestir la conciencia[10]. Esta evidencia puede extenderse a la consideración de una historia ideal de la personalidad (en parte ya desarrollada por la figura filosófica y teológica más grandiosa del S. XIX hasta la actualidad) y debe inscribirse en el marco de una consideración evolutiva mucho más extensa como la orgánica y universal. Solamente así, estas intuiciones dispersas podrían adquirir un modo de articulación sistemático, toda vez que permite la inclusión del fenómeno en un todo espacial y temporalmente complejo y mucho más vasto. Los confines de la conciencia, finalmente, en una consideración teórica que atienda a los tipos ideales (lo que representa un gran acierto en la obra de Weininger) deberán ensancharse hasta incluirlo todo.
Solamente así, bajo la premisa de una comprensión más completa y adecuada de la totalidad, podrá situarse y considerarse adecuadamente el fenómeno humano. Esta es la razón profunda de las importantes insuficiencias (excusables) de las ideas filosóficas de Otto Weininger. Y es que solamente con una noción más clara y definida de la realidad y sus tendencias de desarrollo nos será dado acercarnos a la idea del hombre como microcosmos. Solamente así se vuelve comprensible, también, que la biografía del genio reproduzca, en cierta forma, la historia de la humanidad y, quizás también, la del universo entero[11].




[1]  Romero, F., “Otto Weininger” en Ideas y figuras, Buenos Aires, Losada, 1958, p. 7.
[2] Coincidimos plenamente con Berdiaev en las siguientes expresiones vertidas en una nota de El sentido de la creación: “En WEININGER se encuentran ideas geniales sobre la genialidad. Véase en su libro Sexo y carácter los capítulos sobre el talento y el genio, el talento y la memoria y el problema del yo y del genio. Otto Weininger establece la naturaleza universal del genio en oposición a la naturaleza específica del talento y ve en cada individuo una genialidad potencial. La genialidad es una tendencia particular del espíritu” (Berdiaev, N., El sentido de la creación, Trad. de Ramón Alcalde, Buenos aires, Carlos Lohlé, 1978, p. 217).
[3]  Weininger, O., Sexo y carácter, Trad. de Felipe Jiménez de Asúa,  Buenos Aires, Losada, 1959, p. 154.
[4] Weininger, Op. Cit., p. 153, énfasis en el original.
[5] “El hecho psíquico original es la hénide (de ν), donde no hay todavía distinción entre lo representativo y lo emocional. Este contenido o elemento psíquico es casi inconsciente e indefinible por su misma condición de hecho psíquico primario e indiferenciado; el proceso de diferenciación lo conduce luego a plena luz de conciencia. La hénide absoluta es un concepto límite; desde ella el hombre se eleva a las formas más distintas del pensamiento y del sentimiento” (Romero, F., Op. Cit., p. 27).
[6] Weininger, Op. Cit., p. 147, énfasis en el original.
[7]  En una parte de su obra nos cuenta algo que todos sus lectores sospechamos y creemos cierto: “Vivía frugalmente, había aceptado todas las condiciones de la vida monástica, tan necesaria para los laboriosos. Apenas si, cuando hacia buen tiempo, paseaba un poco por el bulevar Bourdon. Sólo una pasión me sacaba de mi estudioso hábito; pero ¿no era eso lo mismo que seguir estudiando?... Iba a observar las costumbres del barrio, sus vecinos y sus caracteres. Tan mal vestido como un obrero, indiferente al decoro, no daba lugar a que me mirasen con recelo; podía mezclarme en sus grupos, ver cómo cerraban sus tratos o discutían a la hora de dejar el trabajo. La observación era ya para mí intuitiva, calaba el alma sin descuidar el cuerpo; o mejor dicho, captaba tan bien los detalles exteriores, que en el acto iba más allá; me confería la facultad de vivir la vida del individuo sobre quien la ejercía, permitiéndome suplantar su personalidad, al modo de aquel derviche de Las mil y una noches se incautaba del cuerpo de una persona pronunciando sobre él unas palabras” (Balzac, H., “Facino Cane” en Serrasine y otros relatos, Trad. de Rafael Cansino Assens, Madrid, Aguilar, 1996, p. 43).
[8] Weininger, Op. Cit., p. 223.
[9] Wilde, O., “EL crítico artista” en Ensayos y artículos, Barcelona, Edicomunicación, 1999, pp. 55-56.
[10] En rigor, existe en Weininger una aproximación hacia concepciones que atiendan al desarrollo evolutivo de la individualidad. Esta consideración evolutiva se facilita desde el momento en que se considera a la genialidad y a la intensidad de la conciencia correlativas desde un punto de vista cuantitativo, lo que facilita la comprensión de un modo de transición gradual. En esta línea podemos interpretar expresiones como la que siguen: “No me parece en efecto inadmisible que habiendo muchos más hombres ‘geniales’ que ‘genios’ la diferencia cuantitativa en el talento encuentre su expresión, ante todo, en el momento en que el individuo llega a ser genio. Para muchos individuos este momento coincidiría con el de su muerte” (Weininger, Op. Cit., p. 173).
[11] Quizás nos sirva, para clarificar un poco este aserto, consignar algunas expresiones de Kierkegaard acerca de las relaciones existentes entre la historia universal y el genio. Y es que: “El caso del genio nos revelará también aquí con claridad meridiana algo que no deja de darse en los individuos de menor originalidad, pero se da de tal manera que ya no es tan fácil cifrarlo en una categoría. El genio sólo se distingue en general de cualquier otro hombre en cuanto que dentro de sus supuestos históricos empieza a tener conciencia de un modo tan primitivo como Adán. Podemos decir que la existencia es puesta a prueba cada vez que nace un genio, ya que éste recorre y revive todo lo que ha quedado atrás, hasta que al fin se consigue a sí mismo. Por esta razón el saber que un genio tiene del pasado es completamente distinto del que nos ofrecen los panoramas histórico-universales” (Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Buenos aires, Libertador, 2006, pp. 124-125).