Ninguna
vida humana puede escapar a la angustia, y la angustia misma es, como la
desesperación —una por delante de la libertad, la otra por detrás—, el signo de
la existencia. Profetiza la perfección, como la desesperación profetiza la
liberación. Instala al hombre ante sí mismo, en tanto que el hombre no es, pero
va a llegar a ser por la libertad. Asimismo prepara y anuncia también una
ruptura, puesto que significa a la vez un estado inestable y un salto a dar.
Pero desde este punto de vista, dice Kierkegaard, la angustia es la más
abrumadora de las categorías; por ella “el terror, la perdición y la ruina
habitan pared por medio con todo hombre”[1].
Ya hemos visto que, de acuerdo a
Kierkegaard, el hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el
espíritu. El espíritu mismo es el que pone la síntesis y, en ese sentido, la
sostiene. Decir que el espíritu sostiene la síntesis, que se extiende entre dos
extremos que configuran un margen muy amplio, es señalar la posibilidad de que
la síntesis se encuentre articulada de manera diferencial; en otros términos,
el espíritu puede estar más cerca o más lejos, más acá o más allá de alguno de
los extremos. Pero el espíritu es siempre un yo, y el Yo es el soporte de la
conciencia, por lo cual, las diversas articulaciones de la síntesis expresaran
otras tantas modalidades concretas de percepción vital y de desenvolvimiento de
la conciencia.
La vida humana es un tener que
hacerse porque su acto existencial se encuentra con una contradicción. La
contradicción, nos dice Kierkegaard, es la que desata la historicidad. La
contradicción impone la decisión y ésta supone, nuevamente, a la libertad.
Ahora bien, toda elección entre esto o aquello, supone la no elección (o bien
la suspensión momentánea) de aquello otro. El hombre es responsable en la
medida en que su libertad es determinante de un estado de realidad futuro,
responsable de lo que haga del mundo, pero también de sí mismo:
Existir es ser un ser libre. Cuando se preguntó cómo era posible la posibilidad,
en qué se fundaban las posibilidades del hombre, Kierkegaard concluyó que el
hombre era posibilidad, la posibilidad fundamental gracias a la cual surgían
las otras posibilidades. Había posibles para el hombre, porque el hombre no era
sino eso: posibilidad. Y a esa posibilidad anterior a todas las posibilidades
concretas la llamó libertad. Existir es ser posibilidad antes de las
posibilidades; y esa posibilidad fundamental, que no es posibilidad de nada
determinado, y que tiene que crear sus posibilidades, es la libertad[2].
El hombre se proyecta al futuro
constituyendo el ámbito de su realización. Pero esa proyección será
diferencial, porque depende, evidentemente, de las condiciones concretas de
percepción vital. El yo que descubre la posibilidad la encontrará siempre más o
menos ampliada o restringida en relación directa al carácter que revista su
“yo” en la articulación de su conciencia. En otros términos, el Yo descubrirá
diversamente la posibilidad en función del modo en que el espíritu se encuentre
puesto en la síntesis que expresa su personalidad completa.
En los casos en los que predomina
el elemento corporal predominarán, por lo mismo, los elementos genéricos. La
dinámica espiritual, en este caso, se encuentra obstruida desde dentro por una
especie de servidumbre interna. Evidentemente, este carácter humano representa
un tipo predominante, aunque inferior. Y es precisamente en esto en lo que
radica su pujanza y su firmeza:
Si comparamos esta beatitud peculiar de la falta de
espíritu con la situación de los esclavos en el paganismo, bien podemos afirmar
que la esclavitud, a pesar de todo, tiene sentido, pues no es de suyo
absolutamente nada. Por el contrario, la perdición propia de la
inespiritualidad es lo más espantoso de todo; ya que la desdicha del hombre sin
espiritualidad consiste cabalmente en que mantenga una relación con el
espíritu…, relación que en sí misma no es nada. Por eso la inespiritualidad de
que estamos hablando puede poseer hasta cierto punto todo el contenido de la
espiritualidad, pero –¡nótese bien!–
no como verdad, sino en cuanto rumor y comadreo. Esto es, a los ojos de la
estética, lo infinitamente cómico de la falta de espíritu; pero en general no
se suele fijar la atención en ello, pues los mismos que tendrían que hacer el
balance correspondiente, unos más y otros menos, no están bien seguros en todo
lo que conviene al espíritu. Por eso cuando se trata de exponer la falta de
espiritualidad se le hacen decir con gusto puras chácharas, y esto porque no se
tiene el coraje de permitir que la falta de espíritu se exprese en su propio
lenguaje. Esto no es, ni más ni menos, que inseguridad. El hombre sin
espiritualidad puede decir absolutamente lo mismo que haya dicho el espíritu
más rico, con la sola diferencia de que el primero no lo dice en virtud del
espíritu. El hombre sin espiritualidad se ha convertido en una máquina
parlante. Por eso no tiene nada de extraño que pueda aprender de memoria una
retahíla de textos filosóficos tan bien como una confesión de fe o un recital
político. ¿Acaso no es muy curioso que el único ironista de la historia y el
mayor de todos los humoristas coincidan en afirmar –una cosa que, por otra
parte, parece ser la más sencilla de todas–
que se debe distinguir entre lo que se entiende y lo que no se entiende?[3].
El espíritu lleva consigo a la
conciencia, y su desenvolvimiento y profundización producirán siempre, por lo
tanto, un reconocimiento cada vez más intenso de la responsabilidad inherente a
la decisión. He aquí por qué los caracteres más vulgares, tantas veces, se
encuentran imperturbables y seguros, en situaciones ante las cuales una
conciencia más refinada titubearía. Precisamente porque allí, tras la
superficie del rostro o la exterioridad de la expresión, habrá de buscarse en
vano la presencia de un yo. Su decisión es una continuación inercial de las
leyes que rigen la dinámica natural. Su determinación se establece, por lo
tanto, sin interrupción. Por eso, exteriormente, su carácter se muestra firme y
sus decisiones, seguras. No alcanzan a sospechar la profundidad vertiginosa de
lo que ignoran y es por eso mismo, también, que los caracteres más ignorantes o
limitados suelen mostrarse, en lo intelectual, tan insolventes como seguros.
Esta debilidad del aparato
cognitivo responde, junto a la debilidad de su matriz espiritual, a la
ejercitación inadecuada de sus funciones. El material de que se sirve será
siempre tan limitado como él mismo y, por lo tanto, será incapaz de
desarrollarse. Estos caracteres pueden aprender a imitar el lenguaje del
espíritu, pero siempre sin comprenderlo. Es por esa falta de profundidad que
mide la espiritualidad o el modo concreto en que se encuentra puesto en la
síntesis el espíritu, lo que funda su carácter precipitado y su influencia
sobre los asuntos humanos. Por eso este carácter se muestra eficiente en
determinaciones operativas, precisamente porque la vida cotidiana se mueve en
el plano de la superficie y no de la profundidad, toda vez que la vida moderna
configura un marco que rechaza la presencia de la espiritualidad:
En el hombre sin espiritualidad no hay ninguna angustia;
es un hombre demasiado feliz y está demasiado satisfecho y falto de espíritu
como para poder angustiarse. Con todo, ésta es una razón bien triste y podemos
asegurar que la diferencia entre el paganismo y la inespiritualidad estriba en
que el primero caminaba hacia el espíritu y la segunda, en cambio, ya está de
vuelta, alejándose constantemente del espíritu. Por esta razón, si así se
quiere, el paganismo es simple ausencia del espíritu y este sentido es muy
distinto de la positiva falta de espíritu. Y por eso mismo es aquél
infinitamente preferible. La falta de espíritu es un estancamiento de la
espiritualidad y una caricatura de la idealidad. De ahí que la falta de
espíritu no sea precisamente necia cuando nos viene con todas sus retahílas,
sino que lo es, sobre todo, en el sentido en que de la sal se dice en la
Sagrada Escritura: “ Si la sal se vuelve insípida, ¿con qué se salará?” Su
extravío total, pero también su seguridad satisfecha, consisten cabalmente en
ese no entender nada en el sentido espiritual ni tomar nada a pecho como
auténtica tarea, sin que por eso deje de rozar todo con su lívido chismorreo.
Si alguna vez es tocada por el espíritu e instantáneamente empieza a tener
convulsiones como una rana galvanizada, entonces aparece un fenómeno que
corresponde por completo al fetichismo pagano. Para los faltos de espíritu no
hay ninguna autoridad, pues saben muy bien que para el espíritu no la hay; pero
como ellos, desgraciadamente, no tienen ninguna espiritualidad, helos ahí
convertidos en unos perfectos idólatras, y esto a pesar de todo su saber. Con
la misma veneración adoran a un tonto de capirote que a un héroe, pero, sobre
todo, su auténtico fetiche será siempre el charlatán[4].
El falto de espíritu, a fuerza de
ignorar la auténtica divinidad, habrá de forjar una de su propia sustancia
inferior. Su altar será siempre encendido en el fuego de las pasiones y los
raciocinios más vulgares. De este modo, este auténtico descreído, este ser
aparentemente superado, es un auténtico fetichista. En términos funcionales, su
conducta no dejará de reflejar esa inadecuación interna expresando un carácter
cómico. Lo cómico, sabemos, se funda y establece sobre la base de una
contradicción. Y aquí existirá siempre una inadecuación fragrante entre la
imagen proyectada y el yo interior. El individuo sin espíritu, a fuerza de la
debilidad de su conciencia o, en otros términos, del carácter difuminado de su
yo, se encuentra proyectado hacia la exterioridad y encuentra en sí mismo, en
su interior, algo así como una posibilidad insondable que le produce una
sensación de vacío y terror.
He aquí, nuevamente, por qué este
carácter, que no conoce la angustia, conocerá, sí, el miedo. Carácter
dependiente como ningún otro de las condiciones proporcionadas por el exterior.
Se encontrará, como ningún otro, sujeto al acaso de la fortuna, dado que su
“yo” carece de interioridad; en otros términos, es un objeto más, junto al
mundo de las otras realidades proyectadas. Ese yo ilusorio, precisamente por no
ser ni siquiera un yo, esto es, un auténtico centro existencial, pretenderá
erigir un imperio sobre las otras realidades, solventando su servidumbre
interna con una dominación exterior, en la que pretenderá arrastrar las otras
realidades y mónadas espirituales hacia una altura similar a la del subsuelo a
la que él habita.
Es así que los faltos de
espíritus, cuyas energías se encuentran carentes de realidad espiritual, se ven
condenadas a imitar sin poder nunca realizar. Pero aquí siempre sus esfuerzos
resultan vanos, porque finalmente son incapaces de comprenderse a sí mismos y a
los demás, y, por lo tanto, sus ansias se encuentran traspasadas por un miedo
que las contiene por entero y que lo rechaza siempre hacía el margen cada vez
más acotado de una personalidad degradada. Esta angustia de esa “nada”
espiritual, que acecha desde las alturas desdibujadas que les sirve de
fundamento al yo debilitado, debe ser
ocultado. Por ello, esa farsa del yo y del espíritu termina en una especie de
pantomima vital, constituyendo la realidad vulgar de una representación
ilusoria:
Hemos dicho que en la falta de espíritu no hay ninguna
angustia, ya que ha quedado excluida de la misma manera que también lo está el
espíritu. Sin embargo, la angustia está al acecho. Hay la posibilidad de que un
deudor cualquiera logre sustraerse felizmente de su acreedor y mantenerlo
alejado con muy buenas palabras, pero existe un acreedor que jamás se quedó
corto, y este acreedor es el espíritu. Por eso, considerando las cosas desde el
punto de vista del espíritu, la angustia también se halla presente en la falta
de espíritu, aunque oculta y enmascarada. Solamente el tener que contemplar
este espectáculo le llena a uno de escalofríos. Porque sin duda que ya sería
una cosa espantosa el imaginarse la propia figura de la angustia sin ningún
atuendo que la camuflara, pero esta figura nos espanta todavía más cuando, por
necesidad, viene disfrazada para no presentarse como lo que en realidad es. Es
verdad que no se contempla a la muerte sin un escalofrío cuando ésta se
presenta en su auténtica figura, es decir, como el siniestro esqueleto armado
con la guadaña, pero al que la observa entre bastidores le causa todavía mucho
más pavor verla entrar disfrazada en escena –como una desconocida que se ha
puesto el disfraz para burlarse de los hombres que se imaginan poderse burlar
de ella– y comprobar cómo los encandila a todos con sus buenas
maneras y los arrastra a la loca algazara del placer sin freno[5].
Este proceso de descripción
espiritual y de análisis psicológico se encuentra confirmado por la experiencia
cotidiana. No obstante lo anterior, el fundamento de todo ello, la substancia
misma de lo desarrollado, solamente podrá ser alcanzado por quienes contengan
en sí mismos una profundidad similar o un espíritu afín al del pensador que
estamos trabajando. Lo inferior no puede conocer a lo superior y,
contrariamente, puede ser reconocido de un modo inmediato por una mirada
clarividente, como la que oculta la luz del día, en pleno cielo, tras las nubes
y la oscuridad, más allá de la atmósfera terrena, el titilante ojo de las
estrellas, resplandeciente siempre en lo alto en su contemplar eterno y
solitario. Sin embargo, no renunciamos a tratar de comprender y explicar, en la
medida de nuestras fuerzas, lo expuesto por ese gran pensador que dedicó su
vida a un proceso de interiorización, intensificación de la conciencia, y
profundización del Yo.
Creemos, estas ideas finales,
esta última verdad entrevista, puede ser vislumbrada, ya que no esclarecida, a
la luz de las cinco últimas estrofas contenidas en La danza macabra, que
forma parte de esas Flores del mal del gran poeta francés Charles
Baudelaire:
Pero, ¿quién
no ha abrazado jamás a un esqueleto,
Y quién no
se ha nutrido con cosas de sepulcro?
¿Qué
importa el perfume, el vestido o el tocado?
Quien se
asquea revela que creía hermoso.
Bayadera
sin nariz, buscona triunfal,
Di a esos
bailarines que se sienten ofuscados:
“Muñecos
orgullosos, a pesar del carmín y los polvos,
¡todos
oléis a muerte! ¡Oh, esqueletos perfumados,
Antinoos
marchitos, dandis de rostro imberbe,
Cadáveres
maquillados, seductores canosos,
El temblor
general de la danza macabra
Os
arrastra a lugares que no son conocidos!
Desde el
frígido Sena al ardor del Ganges
El rebaño
mortal salta y ríe, sin ver
Por un
hueco del techo la trompeta del ángel
Siniestramente
abierta como un negro trabuco.
En todo
cielo, bajo todo sol, la Muerte mira
Tus
contorsiones, risible Humanidad,
Y, como
tú, a menudo, perfumada de mirra,
¡confunde
su burla con tu imbecilidad!”[6]
[1]
Jolivet, R., El existencialismo de Kierkegaard, Trad. de Mércedes
Bergada, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, p. 65.
[2]
Fatone, V., Introducción al existencialismo, Buenos Aires, Columba,
1973, pp. 22-23, énfasis en el original.
[3]
Kierkegaard, S., El concepto de la angustia, Buenos Aires, Libertador,
2006, pp. 112-114.
[6]
Baudelaire, C., Las flores del mal - Pequeños poemas en prosa, Trad. de
Elisa Dapia Romero, Barcelona, Edicomunicación, 1999, pp. 133-134.