jueves, 23 de abril de 2020

SOCIALIZACIÓN DEL HOMBRE: CONTINUACIÓN AL TIEMPO PRESENTE



Y, sin embargo, no puede dudarse de que hoy experimentaron un inesperado cambio de dirección. Desde hace dos generaciones la vida del europeo tiende a desindividualizarse. Todo obliga al hombre a perder unicidad y a hacerse menos compacto. Como la casa se ha hecho porosa, así la persona y el aire público –las ideas, propósitos, gustos‒ van y vienen a nuestro través y cada cual empieza a sentir que acaso él es cualquier otro. ¿Es esto sólo una finta, un cambio transitorio, un paso atrás para dar un brinco más alto de individualización? No se sabe; pero es un hecho que a estas horas gran número de europeos sienten una lujuriosa fruición en dejar de ser individuos y disolverse en lo colectivo. Hay una delicia epidémica en sentirse masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa.[1]

Ortega y Gasset


El hombre es una síntesis de lo espiritual y lo corporal, de lo eterno y lo temporal, de lo universal y de lo concreto. El individuo es el producto del entrecruzamiento de la idea genérica con la particularización, posibilitada por la presencia de un substrato de naturaleza espacio-temporal. La individuación, con todo, adquiere un sentido metafísico fundamental, no en la materia, sino más bien en el espíritu. El espíritu es el centro de irradiación de todos nuestros actos, su presencia señala el centro de referencia del propio yo, en torno del cual constitúyense las coordenadas del universo. En torno a este Yo existen una suerte de envolturas más o menos genéricas, todas concéntricas, con un menor o mayor radio de lejanía con respecto al centro existencial. Por ello, en el interior está siempre el yo, y éste necesariamente en el espíritu, que establece la síntesis que el hombre expresa.
Pero el individuo, en este tiempo histórico, descuida su interioridad y se lanza hacia la periferia. La duda orteguiana acerca de que podría ello tratarse de un fenómeno transitorio o un accidente contextual no resiste ya la crítica. Es este un hecho histórico portentoso, que define los caracteres de toda la época. El individuo abjura de su yo; y este centro, arrojado hacia el exterior, es confundido con alguna de sus envolturas concéntricas. Por ello el concepto ‒y la existencia‒ de un destino individual se vuelve extraño, la idea de vocación se difumina junto al concepto mismo del espíritu y el progresivo desdibujamiento de la personalidad, que metafísicamente la sustenta. El dictamen de Ortega es alarmante y categórico: el hombre se socializa.
Pero, ¿cuáles son las causas y las condiciones por las que se ha ido desarrollando tal proceso? En la “Socialización del hombre”, artículo escrito en 1930 y que aparece publicado en El espectador, Ortega da con un concepto clave. Las ideas, estímulos e influencias llegan sin resistencia y atraviesan la organización humana, las fuerzas van y vienen, como si los límites estuvieran quebrados, como si la sustancia que lo separara del entorno fuese de naturaleza permeable. Lo poroso es el signo de una individualidad donde las fronteras de la personalidad se hallan rotas. Incapaz de distinguir, por ende, entre lo interior y lo exterior, el individuo ensaya una serie de gestos y, en su existencia, adquiere algo de histrión. Lo cómico procede de la seriedad con la que ejecuta lo trivial de cada uno de sus gestos. Y no podría ser de otra forma. Sin individuación no hay una acción libre ni real. Sin realidad los productos del espíritu son solo simulacros. Y, entre figuraciones arbitrarias y gratuitas, la existencia se esparce y difumina en la insustancialidad de acciones carentes de significado.
Una vez esclarecida la secuencia lógica en que se expresan las consecuencias de este proceso, debemos inquirir algo más con respecto al modo en que éste se produjo. En efecto, el individuo reflexivo puede (y debe) pensar: “si esta es nuestra realidad, ¿cómo es que llegamos a ella?”. Así como distinguimos esferas concéntricas en la personalidad otro tanto debemos hacer con respecto a los factores que intervienen en la configuración de su delineado específico. Es reconocida tradicionalmente la importancia de los factores endógenos y también los del ambiente. El ambiente, junto a la voluntad, acciona y modela una materia constitutiva, que se resiste con mayor o menor fuerza. El ambiente dista, sin embargo, de representar algo simple. Existen aspectos de él que entran en conflicto unos con otros. Es así como ya los griegos reconocían el principio de la sociedad humana en la familia y en cómo de ellas, por un proceso de continua agregación cuantitativa, se iban constituyendo los clanes, las aldeas y por último las pólis. La acción intensiva de la familia se condensaba, a su vez, en el hogar y este era un ámbito de privacidad. Ahora bien, según Ortega y Gasset,

Todo lo que significaba acatamiento frente a la ilimitada publicidad mengua día por día. Sobre todo, el castillo de la familia. La vida de familia, minúscula sociedad hacia adentro y erizada contra la gran sociedad civil, queda reducida a un mínimo. Cuanto más adelante va un país, menos es ya en él la familia. Por cierto que es curiosa la causa inmediata de su inmediata evaporación.[2]


La familia es, por tanto, una circunscripción básica del entorno en una sociedad en pequeño. Por ello, tradicionalmente, el proceso de constitución progresiva de los caracteres diferenciales de la individualidad se realizaba primariamente en el marco intensivo del mundo familiar, condensado en el hogar. La crisis del hogar es, por tanto, una crisis del mundo privado en desmedro del público. Los límites impuestos por la esfera familiar (un círculo esencialmente interior, en relación al proceso de constitución de la personalidad) ceden y se resquebrajan. El mundo externo penetra en el privado. Y las fronteras del mundo interior se desdibujan.

Centrifugación de la familia. Diferencia entre el número de horas que antes se pasaba en casa y el que ahora se pasa. En aquellas horas, largas y lentas de interior el hombre fomentaba en sí la cristalización de una parte de sí mismo, privada, no pública, fácilmente antipública.[3]

Aquí vemos la contraposición de la familia con la sociedad como la existente entre la esfera privada con respecto a la exterior y pública. El hogar representaba una especie de filtro que administraba la naturaleza, recepción e intensidad de los estímulos exteriores. Se producía, así, algo parecido a lo que los químicos denominan “efecto pantalla”. En él, las capas de electrones internos, más o menos llenas, neutralizan el efecto atractivo que el núcleo atómico (positivo) ejerce sobre un electrón periférico. Pero, si los electrones internos desaparecieran, el electrón periférico (con carga negativa) sentiría una fuertísima atracción por el núcleo. Ahora bien, otro tanto sucede con la familia con respecto a la sociedad. La destrucción de las fronteras exteriores y la porosidad del hogar dejan al individuo expuesto frente a los estímulos provenientes del mundo externo. Es así como las fuerzas externas penetran sin resistencia hasta el corazón mismo del mundo interno. Lo interior se recubre de lo exterior, lo privado de lo público, lo individual de lo genérico. La personalidad no madura, porque esta requiere para ello del clima fructífero de lo íntimo, y este a su vez de un aislamiento relativo con respecto a un entorno genérico y antipersonal.[4] Ahora bien, el ámbito restringido de la intimidad es el de la soledad, como opuesta a la socialización y a la sociedad. Es así como

La soledad, hora tras hora goteando sobre el alma, hace faena de forjador sobre ella. La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace a nuestra persona compacta y la repuja. Bajo su tratamiento el hombre consolida su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por completo de lo público, mostrenco, endémico. En el aislamiento se produce de manera automática una criba y discriminación de nuestras ideas, afanes, fervores, y aprendemos los que son de verdad nuestros y los que son anónimos, ambientes, caídos sobre nosotros como la polvareda del camino.[5]


En lo íntimo e interior de su propia soledad el individuo se descubre a sí mismo, y este descubrimiento hace al crecimiento y desarrollo de su personalidad. Es de este modo como la maduración individual se verifica en un entorno cuidado, al cobijo de la irrupción extemporánea de fuerzas periféricas. De esta manera el alma alcanza sustancialidad y consistencia. Entonces puede dedicarse, con seriedad, al estar viva su interioridad, a una acción real y fecunda. Entonces ha ganado su libertad y ella se ha alcanzado en contra del exterior y en desmedro de la objetivación alienante de lo colectivo. Esto último fue claramente comprendido por Ortega y Gasset, en función de lo cual nos dice que

La divinidad abstracta de “lo colectivo” vuelve a ejercer su tiranía y está ya causando estragos en toda Europa. La prensa se cree con derecho a publicar nuestra vida privada, a juzgarla, a sentenciarla. El poder público nos fuerza a dar cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad. No se deja al hombre un rincón de retiro, de soledad consigo. Las masas protestan airadas contra cualquier reserva de nosotros que hagamos.[6]


El último aserto de Ortega es clave. El resguardo real de la intimidad es un signo de la personalidad, y la presencia intensiva y el cuidado del yo expresa un carácter aristocrático. Este descubrimiento se asocia, por ende, históricamente, con el feudalismo. Mas no es este el lugar para detenernos en tópicos tan interesantes, pero no por ello menos dificultosos y complejos. Por lo pronto, la familia se centrifuga, las fronteras del hogar se tornan porosas; el individuo, por ende, pasa a ser una cifra anónima sin un sitio metafísico específico. Es por ello por lo que el individuo normal se habitúa con tanta facilidad a cualquier sitio. La abdicación de la individualidad, la destrucción metódica de la personalidad, conduce a la entronización de lo colectivo: divinidad fría y nefasta, portadora de un nombre desagradable, y de presencia uniforme y omniabarcadora. El individuo sin destino personal, el hombre masa, se halla por tanto en lo colectivo; y en ese encuentro existe una suerte de impulsión mística de destrucción de las oposiciones en que se polariza la conciencia con respecto a su mundo vital.[7] Es así como el yo se hunde en el océano fragoso de lo colectivo, y allí toda soledad y diferencia se desvanecen… o, al menos, aparentan hacerlo. Luego del “éxtasis”, la personalidad, vuelta a la fuerza sobre lo que hay en sí, deberá experimental el pavor, el horror vacui ‒si nos es permitido utilizar una noción de ciencia natural, cara a los pensadores medievales, para referirnos a un fenómeno tan contemporáneo‒.
El individuo apresado en el seno de lo colectivo es un “sujeto” fuera de sí, objetivado. Pueden consignarse las instancias en que esa destrucción paulatina de la intimidad se llevo a cabo. Si el filósofo Ortega y Gasset pensaba que el noble lo que defendía en su castillo era fundamentalmente su libertad, se comprenderá cómo todo el proceso se vincula a la modificación progresiva de su ámbito privado y familiar. Esta se verificó en un proceso largo y complejo que nosotros podríamos reducir ‒analítica y algo artificialmente‒ a dos clases a dos tipos básicos y fundamentales: centrípeto uno y centrífugo el otro. En el primero, lo público ingresa, de manera más o menos intensa, al Lars familiar: el diario, la radio, la televisión. Todos ellos engendran un ámbito de comprensión común, y resultan fundamentales también para concebir el proceso de constitución de un ser cultural común, en un ámbito tan complejo como masivo. En este proceso, el exterior ingresa de manera cada vez más intensa al interior, según hemos dicho, pero aún persisten ciertos límites; de modo que los estímulos incorporados puedan ser diferencialmente recepcionados por la individualidad particular de cada hogar y por la del individuo dentro de aquel.
El proceso destructivo se consumaba, en la época de Ortega, por el tiempo relativo que el individuo pasaba fuera. Pero aquí nos proporciona la actualidad la posibilidad técnica de un proceso inverso: un proceso centrífugo colosalmente más vasto. Lo peculiar del caso es que esta centrifugación se verifica en un ámbito espacial correspondiente al Lars familiar. Son hitos de este proceso, claramente, la aparición de internet y, luego, la del celular y los dispositivos tecnológicos portátiles, que permiten una comunicación individual, especialmente dirigida y de un modo intensivo. A partir de aquí, las horas que el individuo pasa en el interior de su hogar son compartidas por el público. La existencia individual se socializa por entero. La soledad no verifica las transformaciones alquímicas solicitadas por el espíritu. La misma familia se volatiliza, y cada uno de sus miembros se proyecta hacia fuera. La totalidad individual y familiar se esfuma, y la sociedad triunfa en una homogeneidad completa.


Y este último es el concepto que rige por entero la vida moderna. La objetivación del centro individual y la pérdida del anillo familiar, que hacía las veces de pantalla de contención del condicionamiento social, producen una homogeneización casi plena. La técnica propicia, así, la desaparición de los caracteres distintivos de las circunscripciones humanas. Los límites dejan de ser reales para ser solamente virtuales, toda vez que el exterior se encuentra presente en nuestro hogar y nosotros, a cada momento, lo estamos a su vez en el universo “virtual”. Es de prever que esta desaparición de la soledad, y de una cualidad de heterogeneidad vital, ha de producir un fraccionamiento de la existencia. La labor personal es, de esta manera, invadida y el sujeto no puede ya abocarse a una tarea individual y continua. Es así como todos nosotros sentimos que el tiempo se fracciona y la posibilidad de actuar se nos escurre entre las manos. Y esto último puede entenderse en el doble sentido del movimiento centrípeto y centrífugo, toda vez que en lo centrípeto la invasión del exterior implica una interrupción real, en tanto que el movimiento opuesto involucra la presencia permanente de la posibilidad gravitando sobre la personalidad al modo de una presencia fantasmal. Este último punto no debe ser subestimado. Se cuentan por miles, y no solamente entre los dementes, las vidas cuya realidad es arruinada por la posibilidad; no en vano es la posibilidad la más pesada de todas las categorías. Y es sorprendente ‒y casi trágica‒ la ligereza con que hecho tan portentoso es olvidado.
La homogeneización supone la objetivación del individuo, y ello la pérdida del núcleo personal de individuación existencial. Sin él, uno mismo es ‒o bien puede llegar a ser‒ cualquier otro. Por lo tanto, su tarea no tiene un sentido significativo. El individuo colectivizado ejerce una tarea, pero puede ejercer cualquier otra. Su esencia misma es intercambiable. A su vez, el otro individuo también entra en la categoría de lo sustituible. Ante este panorama, es de prever la crisis natural del concepto de todo aquello que significa una destinación personal. La vocación y el amor son, en efecto, la expresión de un destino. Y, como sabía ya Ortega y Gasset, el destino es precisamente lo que no se elige; pero que, al fijar la posibilidad en nosotros, nos constituye auténticamente y de un modo intrínseco.
Homogeneidad sin vocación, inteligencia sin reflexión, uso sin comprensión:[8] en un universo sin cualidad, todo se tornó accesible. Pero se da el hecho paradójico de que nada satisface. La posibilidad misma aparece sin relieve, de un modo adimensional, carente de espesor. El individuo, sin embargo, atrapado por la posibilidad, lo está también por el fraccionamiento del curso temporal. La existencia humana se desmenuza en instantes insustanciales. Todos los logros se volvieron fáciles o bien fraudulentos: se trata, solamente, de saber servirse del registro y las técnicas al uso. Pero los hijos de la época alcanzan la senectud bien pronto. La mayoría de ellos ven la luz, pero no nacen, puesto que fueron concebidos por muertos. Se presiente el fin y la eliminación de algo y, en la confusión, se pretende que surge a la luz algo que, en realidad, como fruto natural del tiempo, nació ya viejo.


Ante el vacío de la existencia genérica, el individuo busca el calor interior en los colectivos. Estos se multiplican y la adscripción pasa a ser parte esencial del concepto que cada uno se forja de sí mismo. Es natural, por otra parte, que el individuo preso desde su infancia por la generalidad busque realizarse en el ámbito genérico de la colectividad. Esto, como dijimos, representa algo así como la irrupción de una mística de naturaleza sub-personal. La irrupción colectiva es esencialmente infrapersonal y precede metafísicamente al reconocimiento de la individuación y de la persona. Desde un punto de vista histórico representa una regresión, una de-generación, toda vez que el desarrollo idealmente trazado a la individualidad es aquel que conduce al desenvolvimiento y expansión de la personalidad.
La mística de lo colectivo produce el arrobamiento común al oscurecimiento de la persona y la obnubilación de la conciencia. Por ello, el individuo curioso e inquisitivo que se aproxima al tiempo presente queda pasmado por la generalización grotesca de ciertos gestos. Hasta los mismos rostros se van pareciendo. Este aire de familia, como su nombre lo expresaba, se encontraba otrora confinado al ámbito de la socialización familiar e íntima. Hoy surge un nuevo tipo humano: un tipo humano funcional, sin profundidad; un tipo humano globalizado, sin contornos específicos. En un mundo intercambiable, uno es cualquiera y cualquiera puede llegar a ser uno mismo.
En este proceso, las diferencias existenciales y cualitativas se transforman en diferencias puramente numéricas. Sin aptitud para la reflexividad, el individuo se reconoce a través de la mirada ajena. Por ello la existencia proyectada hacia la exterioridad: el individuo objetivado pretende alcanzar su realidad a través de la replicación indefinida de su reflejo. En el fondo, en eso se convierte la existencia: en un complejísimo juego de espejos que nada reflejan, sino que rebotan uno perpetuamente en el otro, sin ningún fin en sí mismo. Se nos torna comprensible la pérdida que Berdiaev, en su tiempo, intuía con respecto a la realidad profunda del ser del hombre, al concepto mismo del ánthropos. El mismo pensador ruso fue quien, con mirada clarividente, entrevió las consecuencias de las transformaciones que ya desde entonces, de un modo sensible, se estaban verificando y que delinearon los trazos fundamentales que dieron forma a la figura confusa del presente que nos ha tocado.

Pero el proceso que se está verificando en el mundo no significa solamente el fin del individualismo, sino que es una terrible amenaza para la eterna verdad de la personalidad, vale decir, para la existencia misma de la personalidad humana. En las colectividades se apaga la conciencia individual, la que es substituida por la conciencia colectiva. El pensamiento se transforma en un pensamiento de grupo, de rebaño. La transformación de la conciencia es tan enorme que cambia por completo el concepto de la verdad y la mentira, del bien y del mal. Aquello que desde el punto de vista de la conciencia individual es una mentira, se impone, en cambio, desde el punto de vista de la conciencia colectiva. También se exige al pensamiento, a la apreciación y al buen juicio de la conciencia, que marquen el paso.[9]





[1] Ortega y Gasset, “Socialización del hombre”, en El espectador, Tomo VIII, Madrid, Espasa-Calpe, 1966, pp. 224-225.
[2] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 222.
[3] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 223.
[4]Cuando estés en tu retiro no debes buscar que la gente hable de ti, sino hablar tú contigo mismo. Y ¿de qué hablarás? Lo mismo que los hombres suelen hacer gustosísimos con sus semejantes, hazlo tú: en tu intimidad juzga mal acerca de ti. Te acostumbrarás a decir la verdad y a escucharla. Pero ocúpate sobre todo de aquel aspecto en el cual te reconoces más débil” (Séneca, “Epístola LXXVIII” en Epístolas morales a Lucilio, Libro IV, Traducción de Ismael Roca Meliá, Madrid, Gredos, 2016, p. 298). Séneca resalta una y otra vez la necesidad de la soledad y del retiro. Es importante que aquí este retiro es eminentemente activo y, en la soledad, el alma se dirige contra sí misma, buscando descubrir sus propios vicios. Este proceso es diametralmente opuesto al verificado en un ámbito ultrasocializado y de redes sociales, donde el individuo se forja un perfil público y se vende a sí mismo al modo de una mercancía. En el fondo, la cuestión consiste, finalmente, en que el individuo lleve a cabo los movimientos adecuados en el orden correcto. Esto lo vio con más claridad que ningún otro Sören Kierkegaard; y, junto con él, no nos cansaremos de repetirlo y recalcarlo.
[5] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 224.
[6] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 225.
[7] Goerres, que escribió sobre la mística en la primera mitad del siglo XIX una obra de varios volúmenes, propone distinguir la mística divina, la mística natural y la mística diabólica. Yo no tengo intención de seguirle por ese camino. Puede darse de la mística una definición filosófica, donde englobar diferentes formas. Podría llamarse mística a la experiencia espiritual que sobrepase los límites de la oposición entre sujeto y objeto, es decir, que no caiga en la objetivación. En esto consiste la diferencia esencial entre la mística y la religión. En las religiones, la experiencia espiritual es objetivada, socializada y organizada. Pero la definición propuesta se aplica igualmente a la falsa mística, que no admite –en lo que concierne a la consciencia de los hombres‒ la existencia de Dios y del Espíritu. Este es, sobre todo, el caso de la mística del colectivismo, que en este momento está desempeñando un gran papel” (Berdiaev, N., Reino del espíritu y reino del César, Traducción de A. de Ben, Madrid, Aguilar, 1955, p. 195).
[8] El uso de la técnica sin comprensión del sentido y, por ende, sin una finalidad adecuada que lo explique, da cuenta de la naturaleza de productos culturales que suscitan la impresión del despropósito, de algo extraño y fuera de lugar. Este es el sentido del “mamarracho” tal como con tanta claridad lo explica Arthur Schopenhauer, en los complementos al libro tercero, capítulo 34, de su magnífica obra, El mundo como voluntad y representación. Para él, “lo que en cada una de las artes caracteriza al mamarracho es el juego arbitrario con los recursos del arte sin un conocimiento real de sus propósitos. Esto se muestra en esos soportes que no sostienen nada, en las volutas carenes de finalidad, en esas curvas y salientes de la mala arquitectura; en las escalas y figuras sin sentido o en el estrépito inútil de la música mala; en las rimas de poemas pobres de sentido, etc.” (Schopenhauer, A., El mundo como voluntad y representación, Tomo II, Traducción de Rafael-José Díaz Fernández y M.ª Montserrat Armas Concepción revisada por Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Gredos, 2015, p. 445).
[9] Berdiaef, N., El destino del hombre contemporáneo, Traducción de Lydia Hahn de Vaello, Barcelona, Pomaire, 1967, pp. 84-85.