jueves, 26 de marzo de 2020

"La salvación de lo bello" de Byung-Chul Han



Lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de identidad de la época actual. Es en lo que coinciden las esculturas de Jeff Koons, los iPhone y la depilación brasileña. ¿Por qué lo pulido nos resulta hoy hermoso? Más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general: encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los “me gusta”. El objeto pulido anula lo que tiene de algo puesto enfrente. Toda negatividad resulta eliminada.

Byung-Chul Han, La salvación de lo bello


La belleza, en nuestros días, se nos presenta de una manera adulterada. El planeta se volvió muy pequeño, y la Tierra pareciera haberse tornado demasiado pobre como para darse el lujo de adornarse con un ornato superfluo. Ahora bien, lo sorprendente no es tanto esta ausencia, sino ‒ante todo‒ el hecho de que pase desapercibida. Los órganos anímicos parecen haberse atrofiado, encontrándose perfectamente adaptados a una modalidad de presentación fenoménica más básica. La belleza hoy se nos aparece bajo la forma de la adaptación funcional, de la sencillez, la inmediatez y la facilidad. La utilidad usurpa la corona de la belleza y la razón instrumental triunfa sobre la razón filosófica y poética. Pero, ¿es esta la última palabra?




La sociedad positiva es una sociedad dominada y fascinada por la inmediatez. La funcionalidad, por tanto, debe exhibirse de forma exagerada, dado que debe ser percibida por todo el público. Por ello los aparatos, las obras de arte, y las personas se encuentran sobredeterminados por esta suerte de imperativo de la funcionalidad y la publicidad. Los productos ‒entre los que se incluyen los tipos humanos‒ exhiben un formato también profesional y estandarizado. Ellos adquieren, además del diseño exigido por el tipo de uso al que está orientado, todos aquellos aditamentos que acompañan la noción espontánea que el sujeto se forja de la modernidad, la limpieza y la funcionalidad. El hombre positivo es un sujeto ataviado por los novedosos implementos de la tecnología contemporánea. Su belleza misma es una belleza que revela un carácter genérico, conjuntamente a su naturaleza eminentemente adaptada a las nuevas condiciones del mundo y de la vida. En efecto, este individuo socialmente constituido, que circula él mismo como una mercancía, debe ser aceptado a la manera de un producto, de un objeto deseable cualquiera; y deberá, por lo tanto, ser pasible de aprobación, de recibir un “me gusta”, de modo de no ser arrojado al abismo sin fondo del ostracismo de la impopularidad.




El individuo positivo debe ser tal para ser aceptado e integrado a los engranajes del mecanismo social. La funcionalización le asegura el éxito, tanto profesional como social. Este éxito exige que él también se revista de una apariencia fácilmente comprensible. Su aureola será la de la accesibilidad, el éxito, la utilidad. Él mismo debe forjarse un formato de “deseable”, acondicionado de acuerdo a estándares considerados como modélicos. La apariencia, por lo demás, para ser operativa, debe ser fácilmente comprendida; de modo que habrá de resultar, a la postre, exagerada. Es en esta instancia del desarrollo de sus ideas donde Byung-Chul Han se encuentra a punto de dar un paso de comprensión filosófica clave. Pero aquí, cuando está a punto de hacer oír una gran verdad, que ‒como corresponde a su cualidad‒ no habrá de ser acogida gustosamente por el público, el pensador coreano se detiene. La cuestión en juego ‒como ya dijimos‒ es clave, y el escritor tiene sus motivos para pasar las conclusiones naturales por alto. Él también es un profesional reconocido y un académico institucionalizado; y tiene, por lo tanto, un prestigio profesional que resguardar.
No obstante ello, Byung-Chul Han avanza agudamente en la revelación de ciertos elementos clave de nuestro tiempo. Las observaciones se encuentran desperdigadas aquí y allá, y su estilo es penetrante, su prosa afinada y elegante, y su conocimiento de los pensadores filosóficos clásicos también extenso. Lo que se echa en falta son, sobre todo, las líneas claras. El escritor se decanta por lo sugestivo, pero las relaciones no se establecen de una manera acabada y los vínculos no resultan del todo transparentes. La construcción sintética y la organización sistemática faltan completamente. Este entramado sistémico le hubiera proporcionado la posibilidad de avanzar en forma compacta hacia una región más honda, desde la que hallaría una dimensión y un anclaje más profundos de las ideas filosóficas formuladas. En eso, nuestro autor se halla demasiado pegado a nuestra época y a sus peculiares limitaciones, tanto metafísicas como filosóficas.




Las observaciones del pensador coreano son, no obstante, frecuentemente muy agudas y bien direccionadas. Los objetos formalmente adaptados a la funcionalidad requerida por el tiempo presente se nos revelan de un modo inmediato. El signo de nuestra época es lo fragmentario y es esencial a ello resolverse y agotarse en lo instantáneo. Por ello, la belleza que se consume, se intercambia y se crea, es una belleza que puede ser exteriorizada de una manera completa. La revelación de su verdad es plena y se realiza en el instante ‒átomo último en que se fragmenta, pulverizada, nuestra existencia‒.

Lo bello es un escondrijo. A la belleza le resulta esencial el ocultamiento. La transparencia se lleva mal con la belleza. La belleza transparente es un oxímoron. La belleza es necesariamente una apariencia. De ella es propia una opacidad. Opaco significa “sombreado”. El desvelamiento la desencanta y la destruye. Así es como lo bello, obedeciendo a su esencia, es indesvelable.
La pornografía como desnudez sin velos ni misterios es la contrafigura de lo bello. Su lugar ideal es el escaparate.[1]

Un oxímoron es una expresión en sí misma contradictoria. Por lo tanto, contiene la verdad de una realidad que se anula a sí misma. Su consistencia se agota en lo ficticio. La belleza, para ser tal, no puede ser expresada de una forma completa. Pero, ¿por qué? La belleza requiere de velos, le es esencial ‒como al sabio de Delfos‒ expresarse a través de ocultamientos. Pero es el caso que el velo, por sí mismo, no es por ello bello. Una serie de ocultamientos, por más ordenada que fuera y que nada escondiera, no representa más que un juego huero. Aquí falta al pensador coreano la introducción del otro aspecto complementario de lo oculto, el reverso del anverso, que es lo revelado. La belleza es revelación, además de ocultamiento. Pero esa revelación admite y entraña la constitución de una diversidad, correlativa a la multiplicidad de perspectivas y a la profundidad de aquello que se expresa. La revelación es siempre parcial, porque lo que se manifiesta es de una naturaleza esencialmente profunda e inagotable. La parcialidad de la revelación permite que la imaginación entrevea algo más, y recubra el objeto bello en un velo de misterio.



Por lo pronto, Byung-Chul Han remite al aspecto de recubrimiento. La belleza, al menos la que merece propiamente ser llamada tal, no puede asimilarse de manera inmediata ni tampoco revelarse de modo completo. La expresión plena y directa de una realidad o de un objeto remite al ámbito de la pornografía.[2] La pornografía es, por tanto, la revelación directa y agotada en la inmediatez, de un dado objeto y de una determinada naturaleza. Se trata, así, de una esencia que se identifica plenamente con su propia apariencia. Es pornográfica una objetivación completa.
Lo sexual ‒aunque no se revela en este libro el porqué‒ se presta para ser expresado de una manera pornográfica. Lo sexual, al menos en una de sus dimensiones, es fácilmente accesible y su efecto es aprehendido de un modo inmediato por cualquiera. La sexualización desproporcionada, por estos atributos, pasa a ser considerada como un motivo fundamental de nuestra cultura; y los patrones desvirtuados de una comprensión pornográfica gravitan sobre la apreciación de la belleza a todo lo largo y ancho del espacio alcanzado por el entendimiento de nuestra época. Ahora bien,

El atractivo sexual, o sexyness, se contrapone a la belleza moral o a la belleza de carácter. La moral, la virtud o el carácter tienen una temporalidad peculiar. Se basan en la duración, en la firmeza y en la constancia. Originalmente, el carácter significaba el signo marcado a fuego, la quemadura indeleble. Su rasgo principal es la inalterabilidad. Para Carl Schmitt, el agua es un elemento sin carácter porque no permite ninguna marca fija: “En el mar tampoco pueden […] grabarse líneas firmes […]. El mar no tiene ningún carácter en el sentido original de la palabra, que procede de la griega diarassein: grabar, rasgar, imprimir”.[3]

El atractivo sexual puede ser fácilmente aprehendido por personas sin preparación ni competencia. La belleza del alma, revelada en el cuerpo a través del fuego del carácter, requiere una mayor madurez del desarrollo y una presencia más intensiva del esfuerzo. Aun más, el carácter solamente se forja por medio de un ejercicio ascético y un adiestramiento continuado. El carácter es realmente la marca de la personalidad en el hombre, sin la cual su individualidad es solamente una abstracción, un mero signo numérico. El espíritu marca a fuego su propia esencia y se compromete en una tarea que tiene lugar, no en el instante, sino en un dominio comprehensivo del tiempo. La afirmación del carácter supone un triunfo sobre la fragmentación del instante en el flujo constante de la temporalidad. Del mismo modo que con la idea de la superficialidad y su concepto de la pornografía Byung-Chul Han se acercaba a Friedrich Nietzsche, en sus consideraciones con respecto al carácter el pensador coreano se acerca ‒acaso sin saberlo‒ al pensamiento de Sören Kierkegaard en sus concepciones relativas al estadio ético.[4]

La actual calocracia, o imperio de la belleza, que absolutiza lo sano y lo pulido, justamente elimina lo bello. Y la mera vida sana, que hoy asume la forma de una supervivencia histórica, se trueca en lo muerto, en aquello que por carecer de vida tampoco puede morir. Así es como hoy estamos demasiado muertos para vivir y demasiado vivos para morir. [5]

Lo bello inmediatamente aprehensible carece de misterios. El pensador coreano no lo dice, pero el motivo profundo de ello es que estas revelaciones carecen de un fondo de espiritualidad. El espíritu es quien pone la síntesis humana, entre cuyos términos contrapuestos se verifica la historia. Los productos de la época carecen de vida. Hay algo así como un signo y un aspecto inequívoco donde la apariencia busca adornar a un objeto con los atributos de la vida, objeto que, por otra parte, no se encuentra del todo muerto. Ahora bien, sin historia no tiene sentido hablar de muerte, porque, en rigor de verdad, sin biografía real no puede existir rigurosamente la vida. Es así como la impresión de los productos estéticos contemporáneos produce una sensación ambigua. A la consideración estética se revela una entidad que no es ni una cosa ni la otra y puede pasar, de manera siempre imperfecta, por cualquiera de ellas. Como las réplicas humanas forjadas de cera, de las que hablaba el filósofo suizo Amiel, hay algo que no vive pero que presenta todos los aspectos exteriores de la vida. Es, no obstante, una apariencia congelada y el efecto que revela es, precisamente, el de turbación al percatarse de la presencia negativa de aquello que falta. De esta forma, la carencia ‒una negatividad‒ se experimenta de una manera positiva y extrañamente enfermiza.
Lo pulido revela una belleza de un orden funcional. La entidad informada bajo el molde de lo utilitario, adaptada a las exigencias del medio social, es consumida y comercializada. Tenemos, así, ya listo el producto de una satisfacción inmediata. El objeto, la personalidad, y el efecto estético, son engullidos por el instante omniabarcador. Los productos contemporáneos carecen de velos de profundidad y de historia. En el fondo no hay nada: sólo fachada, impacto y ornato superfluo.
Byung-Chul Han contrasta, con acierto, estos rasgos distintos de los objetos que constituyen la estética contemporánea con las concepciones trazadas por los grandes pensadores-filosóficos de la historia. Es así como considera que

La metafísica platónica de lo bello contrasta en gran medida con la estética moderna de lo bello como estética de la complacencia, que confirma al sujeto en su autonomía y autocomplacencia en lugar de conmocionarlo.[6]

Lo bello y el bien coinciden en el filósofo de Atenas. La metafísica ordena y domina todas las consideraciones de su filosofía. Ello le permite lograr una concepción sistémica y rigurosamente articulada, a pesar de la modalidad elegida para su despliegue expositivo. Ahora bien, en La Salvación de lo bello, una y otra vez Byung-Chul Han demuestra cómo las concepciones estéticas vigentes no resisten la confrontación con las de los clásicos filosóficos. En rigor de verdad, lo cierto es que la particular y actual modalidad de apreciación de lo bello no responde a una concepción filosófica genuina. No hay aquí razones, sino condicionamientos y determinaciones. Donde no hay libertad no puede desenvolverse el juego de las ideas, supuesto por la filosofía. El proceso de constitución de nuestra contemporánea modalidad de apreciación estética, con todo, bien puede ser racionalmente esclarecido, del mismo modo en que puede serlo la caída inercial y libre de un objeto en el vacío a lo largo de una trayectoria trazada en el cielo. 


En lo bello actual no hay fondo, no hay idea, no hay orden ni determinación de lo informe; existen, contrariamente, sólo estímulos, flujo de información, productos elaborados por medio de una serie de procesos mecanizados ‒sin finalidad intrínseca‒, depurados por la industria y perfeccionados por el tiempo. No existen aquí perspectivas elaboradas desde una posición más alta y, pese a las ideas del pensador coreano, tampoco hay inmanencia. El motivo de ello es simple y se resume en el hecho de que sin personalidad no hay intimidad, y sin intimidad no hay inmanencia. Lo inmanente se predica siempre de algo, y lo es siempre como opuesto de lo nítidamente delimitado a lo exterior y periférico. Sin inmanencia, por otro lado, no existirá tampoco trascendencia, dado que el sujeto que atraviesa las fronteras de sí mismo y se supera en lo otro de su actualidad aún no existe.
Y aquí arribamos a la región superior, en que cifra su fecundidad la perenne vitalidad del pensamiento griego. En la concepción platónica, el alma hace un uso racional de la belleza para ascender uno a uno, a través de los distintos niveles de la realidad, llegando a las cumbres últimas, a la Idea del Bien, la esencia supraesencial del fundamento sagrado y primordial. Entonces, la trascendencia significa un descubrimiento que el alma hace de su propia esencia super-natural y la superación gradual, la actualización paulatina, de una virtualidad que al alma le es intrínseca. En las alturas ideales de su desarrollo, el espíritu naufraga en el océano ilimitado de lo bello; y el amor se sacia en contemplaciones sagradas, que expresan los acordes de una imponente sinfonía divina. Allí la iniciación final culmina en el encuentro, y el amante se reviste y confunde en la belleza de su amado. En el fuego etéreo del Bien tiene lugar la hierogamia, las nupcias sagradas que restablecen el vínculo olvidado con la divinidad original. El amor se consume a sí mismo, y en el abismo sin fondo de la eternidad reina un silencio sin testigos, sin tiempo ni alteridad.  




[1] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Traducción de Alberto Ciria, Buenos Aires, Herder, 2019, p. 45, énfasis original.
[2] Resulta útil aquí tener presentes las consideraciones de Nietzsche en Así habló Zarathustra. Allí establece una consideración axiológica basada fundamentalmente en la profundidad, donde encuentra sucio y deleznable solamente lo superficial y superfluo. Es así como, en el libro I, en el parágrafo dedicado a la castidad, Zarathustra dice con toda claridad:
“¿Hablo de cosas sucias? Esto no es para mí lo peor.
El conocedor se mete con disgusto en el agua, no cuando el agua está sucia, sino cuando es poco profunda” (Nietzsche, F., Así habló Zarathustra, Traducción de José Rafael Hernández Arias, Madrid, Gredos, 2014, p. 70).
Ahora bien, lo que carece de toda profundidad, y puede por ello ser expresado sin rodeos, de un modo directo, es lo pornográfico. Sin advertirlo, Byung-Chul Han topa de lleno, y queda sumergido, con la fugitiva e imponente sombra de Zarathustra.
[3] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 72.
[4] “La ética es por excelencia el estadio de la reafirmación, pues está centrada sobre el deber, que es fidelidad a sí mismo. El hombre ético asume la responsabilidad de sí mismo; el tiempo, que era el enemigo del estético, se convierte en colaborador del ético. Pues se trata, para éste, de expresarse en una tarea que requiere el tiempo y la sucesión, pero de modo de dar a esta sucesión la forma única del deber […]. Por la continuidad de la idea moral, se integra en su pasado, que viene a ser para él una tradición y una historia. Y si se sujeta a la ley de lo general, es con el cuidado constante de renovar lo común, de personalizar la repetición y así estabilizar el presente. Así como el verdadero amor nunca ama más de una persona, y no ama más que una sola vez, pero en ello encuentra lo eterno, así el ético no cumple más que un movimiento y vuelve a hallarse siempre en ese movimiento, que es el de la fidelidad al deber” (Jolivet, R., El existencialismo de Kierkegaard, Traducción de María M. Bergada, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952, pp. 86-87).
[5] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 69, énfasis original.
[6] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Op. Cit., p. 30.