miércoles, 20 de marzo de 2019

La cabeza de la esfinge


Más interesante que la estimación estética de la esfinge reintegrada me parece subrayar el hecho de que es ésta la tercera vez que ha sido extraída de la arena. Nave surta en la inquietud voraz del desierto, ha naufragado ya tres veces entre tolvaneras y nada nos permite asegurar que no desaparezca de nuevo. Es más: con cierta probabilidad podemos aventurarnos a sospechar hacia cuándo será de nuevo desenterrada. Vea el lector los motivos para este audaz vaticinio[1].

José Ortega y Gasset



La esfinge, que plantea enigmas, es ella misma un enigma. La solución del antiguo acertijo de Edipo era el hombre. Era él quien andaba en cuatro patas, gateando, en la primera etapa de su vida; el que andaba erguido con sólo dos en la intermedia; y avanzaba trabajosamente con tres, apoyado en un bastón, en la última. Era ‒en una solución especial, según las sabias intuiciones de Thomas de Quincey‒ el mismo Edipo, elegido para la revelación especial de los destinos humanos, la solución fundamental del enigma. La incursión en la tragedia clásica podría llevarnos muy lejos. Interesa notar aquí, simplemente, que la esfinge plantea enigmas, en una consideración si se quiere verbal u operativa; ahora bien, en una consideración sustantiva, ella misma es un enigma, la formulación de un acertijo plasmado en piedra. Con torso de fiera, alas en los flancos y rostro humano, recostada majestuosamente sobre la inmensidad del desierto, la esfinge es una totalidad heterogénea y su carácter simbólico nos sale inmediatamente al paso. La contemplación estética no puede cuajar del todo, dado que el ojo, apenas detenerse, se tropieza con un portentoso problema intelectual. 




Ahora bien, es el caso que la esfinge, a principios del siglo XX, nos ofrecía solamente uno de sus aspectos. Era un enorme rostro humano emergiendo desde las entrañas del desierto. Era un fragmento del todo, algo extraño y fuera de lugar y, sin embargo, vivo y expectante. La piedra planteaba un enigma de otro orden. La totalidad fragmentada, la cabeza de piedra milenaria flotando sobre la arena, presentaba un carácter surrealista. De estas impresiones nos da cuenta Ortega y Gasset. Pero a éste autor le interesa fundamentalmente mostrar otro punto. La esfinge había sido desenterrada. El león muestra su cuerpo y se erige, nuevamente, en rey y soberano del desierto. La extraña esfinge, la enigmática esfinge, nos formula nuevamente la integralidad del secreto.


Y, sin embargo, todo ello había ya pasado, y los rastros se pierden en las inmensidades del pretérito... La esfinge, enterrada y desenterrada, como en un sueño, aparece como con una reverberescencia extraordinaria. Eso ya había sucedido ‒y con una semejanza sustancial asombrosa‒. Pero, ¿cuándo? La esfinge, no debemos olvidarlo, vigila imponente el desierto hace varios miles de años. Es la atenta vigía de los derroteros humanos a través de la historia. Ella, sin duda, sabe algo que los hombres ignoramos. ¿Qué cosa? Interroguemos algunas de las peripecias por las que ella ha pasado. Por lo pronto, nos ceñiremos solamente a este hecho tan simple como extraordinario: la esfinge, tal como hemos dicho, ya fue rescatada del desierto otras tres veces:

La esfinge fue construida “poco” tiempo después del año 3000 antes de Jesucristo. En 1420 antes de Jesucristo, reinando Thutmosis IV, tuvo que ser reconquistada al desierto. Por segunda vez se la libertó en tiempos del Imperio romano, es decir, hará unos mil seiscientos años. Esto quiere decir que entre las sucesivas reapariciones de la Esfinge han mediado siempre unos dieciséis o diecisiete siglos. ¿Es puro azar este ritmo, este tempo del pulso arqueológico? Spengler vería en el dato una comprobación de sus ideas. Porque, en efecto, la época de Thutmosis, la época helenístico-romana y la nuestra muestran no pocas homologías. El acto de excavar en busca de lo arcaico no es una operación casual. Obedece a determinada inspiración, a un afán arqueológico que supone cierta disposición del alma humana, la cual, a su vez, no se da sino en ciertos climas históricos. Diríase que cada dieciséis o diecisiete siglos el hombre, indefectiblemente, vuelve a ser arqueólogo[2].

La comprobación historiográfica parece sugerir la existencia de ciclos históricos. Estos ciclos históricos son al mismo tiempo ciclos de cultura, dado que, en determinada configuración de estos períodos, la disposición espiritual es similar. Existen, entonces, dentro del seno de los períodos, algo así como distintas fases. Existe diversidad, dado que se trata de ciclos distintos; y semejanza, dado que la disposición espiritual de la época se desarrolla en actos idénticos. En este caso, el acto es literalmente el mismo. El mismo monumento enigmático es desenterrado. Y es así que los períodos de interés por recuperar el pasado, para Ortega y Gasset, se ofrecen en momentos de cosmopolitismo:

Ello es que las tres épocas afanadas en libertar la Esfinge tendrían parecidos, por lo menos, en una cosa. (El error de Spengler consiste en menospreciar las diferencias de las épocas “semejantes”) Esta cosa es el cosmopolitismo. En ellas el hombre posee un alma ecuménica. Su vida se dilata hasta los confines de lo habitado ‒es decir de lo conocido. Cuando no hay cosmopolitismo se sabe que existen otros hombres, otros pueblos, pero no se convive con ellos. Aparecen con el carácter de humanidades diferentes –como se sabe que existe el animal a nuestra vera y, sin embargo, no se convive con él.
El cosmopolitismo de esos tres momentos históricos ha ido en cada uno aumentando de radio[3].


Con estas últimas sugerencias podemos precisar en qué se expresan estas semejanzas estructurales y sus respectivas diferencias. El cosmopolitismo refiere a la configuración de un orbe integrado. Existe la comunicación, existe el intercambio, y algo más: existe la convivencia. El mundo experimenta una expansión y se estabiliza, integrado, en un volumen dado; una totalidad disímil, pero en cierta forma homogénea. Ese volumen representa el “mapa histórico” de una determinada época. Esa convivencia ‒que se expresa en las creaciones espirituales de ese dado período‒ parece vivir, respirar y actuar en una órbita más vasta. El mismo pasado es asimilado; pero, como no es presente, el interés por el mismo supone la acción típica de ir a buscarlo. De este modo, no es casual que el sujeto cosmopolita vuelva a desenterrar el pasado, dado que su convivencia, sus exigencias espirituales, con la realidad así se lo imponen. La diferencia capital en que se expresan estas semejanzas es “la ampliación del radio”. De este modo, es como si los ciclos históricos integraran una dada porción de territorio, luego se recogieran en algo así como una fase de latencia, para volver con nuevos ímpetus a integrar regiones más amplias. Esa región no es sólo geográfica, sino también histórica: mayor volumen del pasado es rescatado. La marea de los siglos toma, de este modo, consistencia. Existe una bajamar y una pleamar, y Ortega y Gasset nos ofrece la clave numérica que rige el proceso: 16 o 17 siglos es lo que dura un ciclo histórico.
Claramente, la precisión exacta en la duración de cada período no es necesaria ni significativa. Existen, sin embargo, motivos profundos que explican que los procesos se nos aparezcan en el marco de determinados límites, que se nos ofrezcan dentro de determinado intervalo cronológico. No se trata de que la sociedad sea algo así como un organismo, dado que no lo es. La sociedad es, empero, orgánica y presenta una complexión interior dada. Esa complexión interior, como la externa, presenta también un dinamismo característico. En esta dimensión debe rastrearse la posibilidad (o la imposibilidad) de determinado desarrollo, dado que es la interioridad misma la que, desde su vitalidad, domina el dinamismo. La complexión espiritual en su dinamismo específico nos permitirá comprender las fases por las que atraviesa el devenir histórico en cada uno de los períodos de su ciclo.
La idea de Ortega es fecunda, pero el objeto en consideración (la acción de desenterrar la esfinge milenaria) no nos esclarece de un modo suficiente. En cierta forma, con ser extraordinaria la comprobación, la acción misma carece de suficiente dramatismo. Y ello es porque señala, en la época de cosmopolitismo, una etapa de cierta madurez. El orbe cultural se estructura en forma nítida y abriga en su seno las semillas de la decadencia próxima. La época de Thutmosis representa precisamente eso: la época de máximo esplendor del poder egipcio, donde el faraón domina el Asia próxima y se lanza en guerra con los hititas. Donde éstos, a su vez, conviven con los aqueos, herederos de la antiquísima tradición minoica. Época de intercambios comerciales, navegaciones, guerras, tratados de paz y embajadas; todo ello sería muy pronto sacudido. Las fuerzas arrasarían las bases del mundo “tardo-antiguo”. Así, según el historiador Arnold Toynbee,

Los registros egipcios nos informan que las convulsiones fueron de vasto alcance. La gran irrupción de pueblos invasores procedentes del norte, que emigraron en los primeros años del siglo XII a. de C., que fue la culminación de todo el cataclismo. Tuvo su anticipo el siglo XIV en la primera ola que invadió Canaán y Siria, desde el este, es decir, desde el desierto árabe septentrional, y en los siglos XIV y XIII, por repetidas invasiones del delta del Nilo, desde el desierto occidental, realizadas por bárbaros que, según parece, procedían de lugares tan remotos como Túnez, Sicilia y acaso también Cerdeña. La extensión del área de perturbación se explica por el hecho de que en la segunda mitad del segundo milenio antes de Cristo la sociedad minoica no era la única civilización levantina que estaba en decadencia[4].


La irrupción de los pueblos del mar es la avanzada de una marea humana que cambia de raíz el mapa de este “mundo antiguo”. Sólo Egipto es capaz de detenerlo, pero ingresa prontamente en un período de decadencia: un período intermedio[5]. En la cultura micénica la centralización se pierde, las comunicaciones se interrumpen, la escritura se olvida. El aislamiento otorga el poder hegemónico a los señores guerreros, que son los únicos capaces de garantizar la supervivencia en un mundo que se agita en devastaciones. El aislamiento produce algo así como una intensificación de las variaciones. En el plano lingüístico se produce la constitución de los dialectos, partiendo desde el griego común del período micénico. Cuando se inicie el nuevo ciclo el alfabeto no será minoico, sino fenicio; cuando termine dominará un nuevo griego “común” en el orbe oriental de nuestro mundo antiguo.
Aquí vemos cómo parece existir, de hecho, mucho más que una sola Edad Media. Esto es algo que se conocía ya desde Berdiaev, a comienzos del siglo XX, junto a la sospecha de que nuestra época ingresaba en una nueva. Por nuestra parte, no haremos más que verificar ciertas correspondencias históricas y no nos proponemos ser exhaustivos, mucho menos en tema tan complejo y vasto. La Edad Media del ciclo histórico que culmina con el proceso narrado por Toynbee comienza a mediados del siglo XII antes de Cristo y dura alrededor de 5 siglos. Alrededor del 700 antes de Cristo ingresamos ya en lo que los historiadores han denominado como período arcaico de la antigua Grecia. Aquí principia la civilización helénica estudiada por Toynbee, y que tendría su centro de gravitación en el culto del hombre y la ciudad-Estado. Esta civilización helénica se extiende hasta la caída del período romano, es decir, hasta el 476 de nuestra era. Si esto es así, se nos muestra con claridad cómo la Edad Media helénica dura alrededor de 400 o 500 años, y cómo el período de desarrollo histórico de la nueva civilización dura poco más de 1000 años. El apogeo de la civilización se produce unos pocos siglos antes de su ruina, en el período de los emperadores adopcionistas. Lo que es sorprendente es que las fechas tentativas de Ortega encajen, de hecho, de forma adecuada: los 16 o 17 siglos que median entre el redescubrimiento del cuerpo entero de la esfinge se corresponden con los de la destrucción de las civilizaciones micénicas y helenístico-romanas, la irrupción de un enorme flujo y reflujo de hombres y pueblos, y la reconfiguración del mapa histórico que dominaba el período.
Ortega y Gasset sospecha que es capaz de anticipar cuándo la esfinge volverá a ser descubierta. Ello es una inducción arriesgada, dado que nos dice también que los límites del mundo se han acabado. El cosmopolitismo del siglo XX no tiene ya más fronteras. La organización de un mapa completo del planeta ha culminado. Y la integración es hoy en día plena. El conocimiento del pasado es hoy, del mismo modo, más vasto; esa es la diferencia. Por otro lado, existen claras semejanzas. La ampliación del orbe cultural es una de ellas. El ciclo histórico que hoy vivimos ha terminado por integrar la totalidad del mundo. Ello, por lo demás, parece ofrecernos una faz algo más lúgubre. Y es que la consecuencia natural es que la Edad Media que se avecina no ha de ser, pues, localizada, sino global, y no podría más que abarcar al mundo completo.
En este punto se nos impone avanzar con cuidado. Las inducciones históricas son, en realidad, extrapolaciones. La extrapolación requiere un punto firme de apoyo en el presente para ensayar sus predicciones. Entonces, y solamente entonces, será indicativa y nos ofrecerá un algo de seguridad en relación a aquello que podemos esperar. Comprobemos, pues, las semejanzas y las diferencias. Existen, por lo demás, síntomas claros que pueden ser considerados. Si las fechas de Ortega y Gasset fueran exactas, nuestra época viviría el equivalente del siglo IV después de nuestra era. Y bien, allí el mundo romano se desangra y agoniza de una manera inexorable y portentosa.


El mismo Ortega afirma que los síntomas espirituales son los que preludian las grandes transformaciones. El espíritu se estremece y se anticipa. Sus convulsiones más tenues, según parece, se adelantan a cataclismos materiales más tangibles. No profundizaremos todo lo que podríamos en cuestiones tan sugestivas. Lo que interesa es evaluar, pues, la complexión espiritual de nuestro tiempo. Evaluemos, tomemos el pulso a nuestra época y, como un buen clínico, también auscultemos. Evaluemos su vitalidad, sus afanes, la fe desde la cual vive. Entonces, cuando la tarea esté cumplida, con la regla de los 16 o 17 siglos, conduzcamos nuestra mirada al pasado. El mundo romano, con la espiritualidad antigua, se retira. El pulso histórico se apaga en el día histórico que agoniza. De acuerdo al historiador Carl Grimberg,

Símbolo de esta época son las últimas frases pronunciadas por el oráculo profético de Apolo, en Delfos. He aquí la respuesta que recibió el médico particular y amigo de Juliano, cuando por orden del emperador consultó al oráculo.
Ve y di a tu amo:
“el célebre templo es un montón de ruinas,
Es todo lo que queda de la mansión de Apolo:
El laurel profético ha desaparecido,
La fuente de la profecía se calla,
Desde que el agua rumorosa se ha agotado”[6].

El agua rumorosa se ha agotado. En nuestro tiempo, época convulsa de escasas concreciones y afanes incipientes, todos sentimos que algo sustantivo (en todo semejante al humor vital) se ha agotado. La irrupción de fuerzas destructoras parece esperar la ocasión para poner fin a la decadencia y poner término a la agonía colosal del ciclo histórico que culmina. Entre tanto, en la soledad del desierto, la esfinge milenaria aun plantea al ser humano sus interrogantes y, recostada en la arena, vigila el tránsito del sol a través de la órbita de un firmamento eterno.


[1] Ortega y Gasset, J., “En el desierto, un León más” en El espectador VI, Madrid, Espasa Calpe, 1966, p. 148.
[2] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 148.
[3] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 149.
[4] Toynbee, A., La civilización helénica, Traducción de Alberto Luis Bixio, Buenos Aires, Emecé, 1960, pp. 40-41.
[5]El reino nuevo se extinguió así entre desórdenes y usurpaciones y se entró en lo que los historiadores conocen como el Tercer Período Intermedio, que comprende las dinastías XXI a XXIV (c. 1085-715 a.C.), durante el cual Egipto perdió sus posesiones asiáticas y africanas y el país se dividió de nuevo, volviendo a instaurarse dos núcleos de poder” (Cordón, I. y Sola-Sogolés, El antiguo Egipto: Los primeros imperios de la historia, Madrid, Salvat, 2018, p. 98).
[6] Grimberg, C., Historia universal: las invasiones bárbaras, Sociedad Comercial y Editorial Santiago Ltda., Chile, 1995, p. 51.