En Kierkegaard el tiempo se opone, dialécticamente, a la
eternidad. El encuentro sintético producto de la compenetración de una en el
otro se localiza en el instante. El instante, en tanto reflejo fluyente del
presente eterno, instaura la temporalidad, situada entre el tiempo y la
eternidad. El hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu.
El cuerpo trae el tiempo, el espíritu la eternidad. El modo fundamental en que
la temporalización humana se exprese, a partir de aquí, vendrá dado por la
presencia intensiva de los elementos componentes de la síntesis. En un extremo,
en el límite del cuerpo, el hombre se confunde con la naturaleza, y el tiempo
humano con los ritmos profundos de lo natural; por el otro, la eternidad abre
una brecha en el tiempo, e instaura una ruptura, en el rescate definitivo de la
realidad. Tendido en medio del abismo abierto entre ambos principios, la
historia es el espacio que media entre la caída del hombre, su salida del
estado de naturaleza, y la redención, la entrada en la eternidad. Pero la
acción fuera del tiempo ya no es historia. En esos dos márgenes colapsa la
historicidad, y desde entonces se plantea a la conciencia religiosa el problema
del fin de la historia como forma peculiar y definida de la humana
temporalidad.
El tratamiento del tema en Nicolás Berdiaev se funda en una
intuición fundamental. El tiempo es un modo de existencia y depende, como él,
de las formas que reviste la misma. Pero la existencia, en sí misma, es un polo
subjetivo hecho extraño, objetivado. La dimensión originaria del ser habrá de
ser, a partir de aquí, la eternidad. La objetivación representa una enfermedad
en el ser, un índice genuino de su morbilidad. Con la caída el hombre arrastra
a la realidad y principia el derrotero humano a través del tiempo. Ahora bien,
lo que se entienda por tiempo, a partir de lo dicho, debe ser precisado con más
cuidado dado que:
Al hablar del tiempo, no
siempre se entiende la misma cosa. En efecto, el tiempo tiene sentidos
diferentes entre los cuales hay que distinguir. Hay tres órdenes de tiempo: el
tiempo cósmico, el tiempo histórico y el tiempo existencial. Y cada hombre vive
en esos tres órdenes de tiempo. El tiempo cósmico está simbolizado por un
círculo; se lo vincula al movimiento de la tierra alrededor del sol, a la
división en días, en meses y en años, al calendario y a los relojes. Es un
movimiento circular, hecho de incesantes retornos: sucesión del día y de la
noche, del otoño y de la primavera. Es el tiempo de la naturaleza y, en cuanto
formamos parte de la naturaleza, vivimos en ese tiempo[1].
La existencia subjetiva, extrañada en la inmediatez natural,
reviste en primer lugar la forma del devenir cósmico. La conciencia empañada en
los juegos del perpetuo proceso de despliegues y retornos, se encuentra muda en
los ritmos impersonales de su desarrollo. La Caída del hombre, la pérdida de su inocencia, es
la salida del reino de la naturaleza. El hombre descubre su conciencia personal
y desarrolla su subjetividad a través de la culpa. Ella abre una fisura y
representa una irrupción de lo específicamente humano en la objetivación. Pero
toda realidad superior, en cuanto a su objetivación, deviene un reflejo
imperfecto y degradado. El principio de la jornada surge con una disrupción y
una revelación. Se trata del nacimiento de la historia:
El tiempo histórico lo
engendran movimientos y cambios distintos de los que se producen en el circuito
cósmico. El tiempo histórico está simbolizado, no por un círculo, sino por una
línea recta que se prolonga indefinidamente hacia delante. La característica
del tiempo histórico consiste justamente en su vuelo hacia el porvenir, pues
del porvenir espera la historia la revelación de su tiempo. El tiempo histórico
trae siempre una novedad: gracias a él, lo que no ha sido llega a ser. Es
cierto que el tiempo histórico también presenta retornos y repeticiones, y
pueden descubrirse semejanzas en él. Pero todo acontecimiento del tiempo
histórico es un acontecimiento individual, particular; cada década y cada siglo
aportan una vida nueva.
La trayectoria lineal señala la orientación de la historicidad. El
vector histórico presenta un origen, un módulo variable, una dirección y un
sentido definidos. Se desempañan los cristales de realidad somnolienta en el
devenir cósmico. La revelación disruptiva de la individuación subjetiva en la
historia, no obstante ello, reviste un carácter imperfecto. El tiempo
histórico, con ser un tiempo caído, representa una forma imperfecta de la
existencia desdoblada, hecha extraña a sí. Ningún atributo de la temporalidad,
es decir, de la objetivación, puede ser definitivo. Es así que la historia
engendra ilusiones que también nos esclavizan y atentan contra la dignidad de
la persona. Esta dignidad, a manera del apotegma neoplatónico, no se satisface
sino con la divinidad, reputando como mezquina toda otra forma de actividad.
Así sucede, por ejemplo, con las ilusiones proyectadas sobre la historia
objetivada por el conservadurismo, que sitúa en el pasado un tiempo de mayor
valía, o en el progresismo, que pretende el absurdo de la temporalidad colmada
y redimida en sí misma, en algún instante del futuro:
El presente que
contuviera la plenitud y la perfección no sería una fracción del tiempo, sino
una evasión del tiempo; no un átomo del tiempo, sino, empleando palabras de
Kierkegaard, un átomo de la eternidad. Lo que se ha vivido en el fondo de ese
instante existencial permanece, mientras que los instantes que siguen y forman
parte de la línea del tiempo desaparecen, debido a la poca profundidad de su
realidad. Además del tiempo cósmico y del tiempo histórico, objetivados y
sometidos al número, hay el tiempo existencial, el tiempo de la profundidad.
El tiempo existencial es una revelación de los fondos más
profundos de la subjetividad. Tras la claridad precisa de la objetividad se
esconde un abismo cuya profundidad deglute la historia. El tiempo existencial,
hemos dicho, es un tiempo personal. En tanto personal, subjetivo; en tanto
subjetivo, inobjetivable. Por eso no representa una continuidad, señala más
bien una irrupción disruptiva, y apunta hacia una revelación. La experiencia
del tiempo existencial es la experiencia de un fuera del tiempo dentro de
nuestra historia. En este sentido, se afirma, escapa a la misma. Porque se haya
originalmente fuera de la historia podrá señalarle sus sentidos. El sentido de
la historia, y la redención de la temporalidad será, de esta manera, la
eternidad en tanto esclarecida y realizada en la subjetividad.
La historia tiene un lado
milagroso que no se explica por la evolución histórica ni por las leyes
históricas: los milagros de la historia se deben a la irrupción de los
acontecimientos del mundo existencial en el mundo histórico, que es demasiado
limitado para contener dichos acontecimientos tal cual se producen, es decir,
en su estado completo. La revelación de Dios en la historia es una de esas
irrupciones del tiempo existencial en el tiempo histórico. Todos los
acontecimientos significativos de la vida de Cristo han evolucionado en el
tiempo existencial y no hacen sino transparentarse, traslucir, a través del
medio denso de la objetivación, en el tiempo histórico. Lo metahistórico jamás
coincide totalmente con lo histórico, pues la historia siempre hace sufrir
deformaciones a la metahistoria, con el fin de adaptarla a su propio nivel. La
victoria definitiva de la metahistoria sobre la historia, del tiempo
existencial sobre el tiempo histórico, significaría el fin de la historia. En
el plano religioso, esto significaría la coincidencia de la primera aparición
de Cristo con la segunda. Entre esas dos apariciones metahistóricas de Cristo
se halla el tiempo histórico en estado de tensión en el cual el hombre pasa por
todas las tentaciones y todas las servidumbres.
El Cristo, en tanto revelación terrena de la personalidad divina,
representa un instante de corte. La realidad humana no puede realizarse
definitivamente en la historia, sus destinos son demasiado elevados para ello.
Es así, que la historia misma nos muestra su faz de lobreguez, es un inmenso
anecdotario de nuestros fracasos, un cementerio de nuestros sueños. El fracaso
de la revelación divina en lo humano, la crucifixión del hombre Dios, señala
directamente hacia el problema escatológico y la base de justificación de la
historia. La resurrección implica una victoria sobre el tiempo objetivo
subordinado a la muerte. La redención, la compenetración definitiva de la
eternidad y el rescate del tiempo todo. De este modo, la revelación religiosa
de la divinidad, la cuestión profunda y tantas veces falseada de la
antropología, se vuelca en esta otra: el fin de la historia y la revelación de
la eternidad, la ruptura de la inmanencia y la instauración de un instante
pleno. El concepto del ánthropos
exige un nuevo tratamiento de la problemática escatológica.
Ante esta realidad, a pesar de su incuestionable interés, no será
menos cierto que:
La filosofía jamás
planteó seriamente el problema del fin de la historia y del mundo, ni los
teólogos lo tomaron nunca en serio. Se trata, en efecto, de saber si el tiempo
puede ser vencido. Puede serlo, cuando no es una forma objetiva sino el
producto de la existencia hecha extraña a sí misma. Una irrupción viniendo de
la profundidad puede poner fin al tiempo, superar la objetividad. Pero esa
irrupción proveniente de las profundidades no puede ser obra del hombre solo;
es igualmente la obra de Dios, una obra llevada a cabo por el hombre y por
Dios, una obra teoantrópica. Aquí nos hallamos en presencia del más difícil
problema: el de la acción que la
Providencia divina ejerce sobre, y en, el mundo. Todo el secreto
consiste en que la acción de Dios se ejerce, no sobre el lado determinado de la
naturaleza objetivada, sino a través de la libertad del hombre.