Así,
considerando la vida de los santos, que sin duda rara vez nos es dado encontrar
y conocer por nuestra propia experiencia, pero la historia de los cuales nos
traza el arte con una verdad segura y profunda, no es preciso disipar la
tétrica impresión de esa nada que flota como último término detrás de toda
virtud, de toda santidad como el niño teme las tinieblas, en vez de tratar de
huir de ellas, como los indostánicos, por medio de mitos y palabras vacías de
sentido, tales como la reabsorción en Brahma, o el nirvana de los budistas. Lo
confesamos: lo que queda después de la supresión de la voluntad no es
absolutamente nada para todos aquellos que están ávidos aún de querer vivir: es
la nada. Pero también para aquellos en quienes la voluntad ha llegado a
apartarse de su objeto y negarse a sí misma, ¿qué es nuestro mundo, que nos
parece tan real, con todos sus soles y sus vías lácteas? Nada.
Schopenhauer, Parerga y paraliponema
Schopenhauer
es sin duda el gran teorizador de lo que se ha denominado como la negación del
mundo y de la vida. La influencia del pensamiento indostánico, por demás
manifiesta, resulta sin embargo equívoca al pretender establecer una
continuidad entre la sustancia vital de su doctrina con la de los brahmanes de la India. Tanto más errado será
pretender, como lo hacen muchos otros, que toda mística encierra en sus
entrañas un núcleo esencial de negación y hostilidad a la vida.
Este
doble equívoco merece ser aclarado y desarrollado un poco. La voluntad,
comprendida al modo de principio metafísico en Schopenhauer, queriendo salir de
su tormento, se proyecta en la realidad deficiente del mundo representado. Pero
en ella, sujeta a las condiciones necesarias que enmarcan toda posible
representación (espacio, tiempo y causación), a través del siempre renovado
sufrimiento y a una estricta determinación, la voluntad acaba por volverse
consciente de su esencialidad profunda. Al alcanzar su objetivación una estructuración
orgánica lo suficientemente compleja y desarrollada, con los canales
perceptivos abiertos a la contemplación de la verdad profunda de la vida y de
las cosas, la consciencia despierta al ojo sin pasión del genio: la vida es por
esencia sufrimiento, porque el fundamento de las cosas radica en la debilidad y
el dolor.
De
este modo, vía su particular metafísica, la impugnación del mundo en
Schopenhauer se convierte en un rechazo de la vida: el hombre debe substraer su
voluntad individual, romper con la naturaleza, y el engaño desaparecerá. De a
poco, como si despertáramos de un ensueño demasiado largo, los ojos empañados
en lágrimas despiertan a un nuevo suspiro, libre de todo ornato o engaño. El
abrazo frío de la nada, se cierne sobre el horizonte tragándose la vida y las
cosas. El abismo se ensancha hasta contener el universo entero. Desaparece el
engaño, y el hombre despierta al eterno dormir sin sueños.
En
El pensamiento de la India , Albert Schweitzer
encuentra en el mismo una confluencia de elementos afirmadores o negadores del
mundo y de la vida. Pero lo cierto es que si bien ello puede deberse a una
influencia doctrinal diferenciada, en lo que hace al substrato primitivo de
creencias y a la triunfante ideología de los Arios invasores, no es menos
cierto el que muchas veces la contradicción se debe antes que a los hechos a la
insuficiencia de los esquemas conceptuales de que nos servimos para
comprenderlos. Este es el caso, en alguna forma significativa, de lo que hace
de la apropiación llevada a cabo por Schopenhauer del pensamiento hindú. La matriz
conceptual de que parte es la del idealismo trascendental kantiano, idealismo
en principio gnoseológico, que será dotado de proyecciones ontológicas por
medio de su voluntarismo e intuicionismo metafísico. De esta manera, en el
monismo voluntarista de Schopenhauer, el Absoluto Brahma, será identificado con la “cosa en sí” kantiana, no sujeta a
las condiciones del espacio, el tiempo y la causación, esto es, lo absoluto
incondicionado. Esto le permitirá, por un lado, afirmar la necesidad inherente
a los fenómenos del mundo representado, y la libertad nouménica de la voluntad, por el otro.
Sin
embargo, en otro nivel, tal planteo producirá serias inconsecuencias teóricas.
En efecto, si el hombre se conoce a sí mismo en el cuerpo, como vehículo
expresivo en que se manifiesta objetivamente la realidad indiferenciada del
principio único, y éste corresponde al modo que le es dado a la voluntad tener
una percepción de sí a través del propio cerebro, no se entiende cómo la
voluntad individual, esencialmente igual a la universal, podría de hecho
substraerse del influjo de sí misma fuera del ámbito representacional donde
reina la identidad. En efecto, la pluralidad y la alteridad de las coordenadas
espacio-temporales es el modo en que se percibe la voluntad a través del velo
de Maya de la realidad representada.
Una vez verificada la negación de la voluntad individual, substrayendo la misma
de la rama genérica de la especie, nace a la conciencia de la unidad. Por medio
de la liberación, la voluntad se substrae a la representación cayendo
nuevamente a la realidad noumenal y
deficiente que la sostiene y origina. Por otro lado, siendo una e idéntica la
voluntad y uno entero su acto fuera de las esferas ilusorias del ser representacional,
no se entiende cómo podría existir esa contradicción de tendencias inmanentes
en el mismo acto simple. Asimismo, si tal acto de renuncia total se considera
como deseable o meritorio, no se comprende tampoco de dónde habrá de sacar la
voluntad individual la potencia suficiente, dado el carácter deficiente que lo
sostiene en sus fondos metafísicos, para desatar la liberación final. Sea de
ello lo que fuere, lo cierto será que una vez descorrido el velo del engaño y
la multiplicidad, la voluntad se contemplará a sí misma en su propio tormento.
A partir de aquí, la negación de este infierno deberá pasar, por la
identificación de la negación del mundo con la de la vida en todas sus esferas
de realización.
A
partir de lo expresado, sostenemos, la negación “del mundo” no es
necesariamente paralela a la negación de la vida, al menos no en todas sus formas.
De hecho, el concepto mismo de la negación del mundo encierra muchas
acepciones. La vida, orientada hacia determinada esfera de acción, encuentra su
significatividad en la orientación particular que se abre hacia la
trascendencia. La ascética es acción sistematizada en vías de la victoria sobre
“el mundo” inferior. Esto lo comprendió perfectamente Nicolás Berdiaev, cuando
reconoce en la filosofía yogui una especie de culto feroz por la fuerza. ¿Pero
de qué naturaleza es esta fuerza y cómo se expresa?
No existe más
que un único camino para llegar a la libertad, que es el objetivo de la
humanidad, y es el camino de la ruptura con esta vida mezquina, con este mundo
mezquino, con esta tierra, estos cielos, este cuerpo, y estos sentimientos
humanos, el camino de la ruptura con el conjunto de las cosas[1].
La
libertad, entendemos, es un contenido positivo, solo que se lo alcanza negando:
Neti, Neti (“no es eso, no es eso”). La ruptura, vía el desprendimiento,
recordemos, era el camino de aquel otro místico cristiano que “rogaba a Dios lo
libere de Dios”, porque “la separación es más perfecta que el amor”; más
adelante volveremos sobre ello. De momento, consignamos simplemente el hecho de
que la vía negativa de la purificación espiritual, paralela a la predicativa
que afirma la insuficiencia de los conceptos forjados a través de nuestro
contacto con el mundo para referirnos a la divinidad, eleva al hombre hasta las
alturas sublimes de su concepto. De este modo, se equivocan de plano quienes
reconocen en la ascética solamente un medio negativo que encierra la hostilidad
contra la vida. En efecto, siguiendo a Berdiaev, podemos afirmar que:
Existe una
especie de técnica común a todas las experiencias religiosas, aunque el
espíritu que las anima muy diferente. El fondo de toda religión auténtica y de
toda auténtica mística es el deseo de vencer al ‘mundo’ como una esencia
inferior. El ascetismo es el camino obligatoriamente trazado para llegar a esta
victoria. No hay una vida mística o religiosa concebible sin el pasaje por el
ascetismo, sin esta victoria lograda sobre una naturaleza inferior en nombre de
una naturaleza más elevada. El ascetismo (que es eminentemente tensión
espiritual) representa de manera general el método reconocido de toda
experiencia religiosa o mística, pero contenido en este método formal puede ser
infinitamente diferente.
De
este modo, el ascetismo se impone como método no en virtud de su aspecto
accidentalmente negador, sino a través de lo que su núcleo substancial afirma:
la comunidad esencial entre criatura y Creador, la superioridad del hombre
sobre las formas deficientes de la vida natural y social conjuntamente con la
necesidad de una emancipación que libere sus energías hacia la consumación
final de la dignidad propia de los destinos de lo humano. El espíritu de
Schopenhauer, prendado de la inconsecuencia íntima de su concepción, era
incapaz de alcanzar un concepto más elevado que el de la liberación del dolor,
no podía concebir en su propia doctrina un principio activo de elevación y
redención.
Es
en verdad de lamentar la insolvencia conceptual del genio, por tantas otras razones
inmenso, de este autor, tanto más lamentable dada la desfiguración frecuente del
sentido profundo experimentado por estas verdades religiosas. El Occidente,
espiritualmente ciego, es incapaz de reconocer en la negación del mundo otra
cosa que desprecio al hombre y a la vida. Este método formal, por otro lado, se
encuentra también presente en mayor o menor grado en la mística occidental. Los
yerros interpretativos resultan reveladores de la insuficiencia en los aparatos
perceptivos y del concepto implícito de lo humano que establece la norma, a
manera de constante, de su registro argumental y explicativo. La época, incapaz
de saltar sobre su sombra, le niega al cuerpo que la proyecta toda entidad,
limitándose a jugar con destellos lóbregos y figuras penumbrosas, edificando
así fastuosamente un palacio sobre su propia miseria.
En
lo que hace a la mística occidental, y de cómo la negación de la vida mundanal
no entraña tanto una negación cuanto una exaltación del concepto de lo humano y
de la vida a que el hombre se encuentra llamado, remitimos nuevamente a
Berdiaev. Así, en la introducción a El
sentido de la creación se condensa su pensamiento:
El espíritu
humano está en una prisión. Y a esta prisión, yo la llamo ‘el mundo’, el dato
mundanal, la necesidad. `Este mundo’ no es el cosmos, es el estado de desorden
y de hostilidad, de atomización y de disgregación en el que han caído las
mónadas vivientes de la jerarquía cósmica. Y la vía verdadera es la que conduce
a la evasión espiritual fuera del mundo, a la emancipación del espíritu humano
de la prisión de la necesidad. La vía verdadera no se abre mediante el movimiento
hacia la derecha o hacia la izquierda que se cumple sobre la superficie del
mundo, sino por el movimiento efectuado en altura o en profundidad, de acuerdo
con una línea interna, el movimiento en el seno del espíritu. La libertad
conquistada sobre el mundo, y sobre el conjunto de sus disposiciones y
oportunidades, es para el espíritu la señal de la efervescencia más excelsa, es
el camino que siguieron los grandes creadores espirituales, el camino de la
concentración y de la solidaridad espirituales. El cosmos es el ser auténtico,
esencial— pero el mundo es una ilusión, un dato ilusorio, que oculta a la
necesidad universal. ‘Este mundo’ ilusorio es la proyección de nuestros pecados[2].
La
oposición real entre la mística oriental y la occidental no se revela tanto en
el concepto negativo del mundo cuanto en el concepto que el hombre se hace de
sí mismo y de Dios. Lo cierto es que aun dentro de este último aserto es
necesario establecer ciertos reparos. En ambas místicas el hombre se cierne
sobre una prisión donde los condenados gimen sordamente por su redención. Pero
en cuanto al contenido profundo, el espíritu, protagonista de este drama
religioso, puede ser concebido, en líneas generales, de manera diversa dentro
del mismo corpus externo de doctrina.
Así, por un lado, las relaciones del alma humana con su Creador son
diferenciales en la advaita, donde Atma
y Brahman se identifican completamente
tras el velo de Maya, que en las
formas personalistas y devocionales. Aún en el cristianismo, la mística
mono-pluralista de Berdiaev se encuentra en oposición directa con la monista del
maestro Eckhart, quien supo descubrir el contenido de su propuesta de un modo por
demás chocante para la ortodoxia eclesial:
Si tú amas
todavía a Dios como espíritu, como Persona, como una nada que tiene una forma,
tú rechazas todo […] tú debes amar a Dios tal cual es, no Dios, ni espíritu, ni
Rostro, ni Forma, sino una pura, luminosa Unidad, muy lejos de toda dualidad. Y
en esa ‘nada’ única debemos eternamente absorbernos fuera del ser[3].