martes, 29 de marzo de 2016

El tema de la Mística

La absorción mística en sí es siempre una evasión de sí, una impulsión a traspasar las fronteras. Toda mística enseña que la profundidad del hombre es algo más que humano, que en ella se oculta un lazo misterioso con Dios y con el mundo. La salida auténtica de sí mismo se encuentra en uno mismo; desde adentro y no desde afuera es como se quiebran sus trabas mediante un trabajo enteramente interior. He ahí lo que enseña la mística [1].

Ensayar un esbozo de aquello de que trata la mística es tarea difícil. La principal dificultad fue señalada por Vicente Fatone, y es que la mística es una experiencia y, como tal, incomunicable, aunque no por ello sea imparticipable. No es explicable, porque no es teoría. La doctrina fundada sobre, y en virtud de, una experiencia mística es el misticismo. Existen, no obstante, caminos autorizados para llegar a esta experiencia, como existen caminos trazados por viajeros que nos precedieron, para llegar a una alta cima. No nos extenderemos, no obstante, en este punto, ya que no es este el problema que nos hemos propuesto desarrollar en este trabajo.
El estudio de la mística, como en general el de las cuestiones filosóficas más importantes, supone la presencia de una sensibilidad particularmente dotada, ya que se requiere aquí arrojar luz hacia aquel rincón que se encuentra siempre más acá de toda forma y modalidad, más allá de la oscuridad y de cualquier forma de penumbras. La inteligencia será, en esta tarea, un auxiliar que, además de la intuición, que parece precipitarse sobre nosotros desde lo alto, habrá de servirse de saberes extraños y habrá de ocuparse en consuno con las demás facultades; deberá el alma aprender a trabajar, sobre todas las cosas, en disposición de una sabia autoridad y con base en el ejemplo. Por ello, el estudioso serio no podrá hacer menos que considerar las concepciones teóricas de algunos de los grandes filósofos que lo precedieron.
Mística es un vocablo en gran medida trillado, usado generalmente de un modo equívoco y, como tal, carente de una consideración filosófica viable. Debemos precisar aun más la expresión, para superar las limitaciones impuestas por el mal empleo. Se habla de mística como una experiencia intensa y estremecedora, capaz de conmocionar la vida, pero se le otorgan frecuentemente las significaciones más diversas. Por ello debemos comenzar por aclarar, reconociendo la validez parcial de algunos de estos usos, qué es lo característico de ella:

Pero en todo esto la esfera de la mística es una esfera extrema, que sale de los límites del mundo objetivado. En el pasado existían diversos tipos de mística. El cristianismo, que empleaba esta palabra en un sentido más estricto, llamaba mística únicamente a la senda que lleva a la unión del alma con Dios [2].
Aquí aparece por primera vez una noción filosófica más estricta. La mística se sitúa por fuera de la objetivación. ¿Pero qué cosa es la objetivación y cuándo se presenta? La objetivación supone la fragmentación de la criatura humana y la pérdida de su identidad microcósmica. Allí, los constructos ideales del intelecto toman cuerpo y adquieren una consistencia ontológica que aplasta la libertad y desdibuja la imagen del sujeto. La tarea ética y metafísica del ser humano, como es por demás visible dado el carácter del planteo, pasará por superar la objetivación.  ¿Pero es ello posible de un solo modo?

Goerres, que escribió sobre la mística en la primera mitad del siglo XIX una obra de varios volúmenes, propone distinguir la mística divina, la mística natural y la mística diabólica. Yo no tengo intención de seguirle por ese camino. Puede darse de la mística una definición filosófica, donde englobar diferentes formas. Podría llamarse mística a la experiencia espiritual que sobrepase los límites de la oposición entre sujeto y objeto, es decir, que no caiga en la objetivación. En esto consiste la diferencia esencial entre la mística y la religión. En las religiones, la experiencia espiritual es objetivada, socializada y organizada [3].
Aquí delimitamos un poco más el cerco, la mística refiere, según lo dicho, a una experiencia espiritual donde se supera la distinción sujeto-objeto, donde se trasciende la objetivación. Pero esta experiencia puede alcanzarse de diversas formas. Es así que Goerres hablaba de la mística diabólica como unión del alma con la sustancia del mal, lo que supone, en un sentido eminente, la sublevación y la oposición al modelo humano conjuntamente con el mandato divino. La mística cósmica supone el hundimiento de la personalidad en las fuerzas primordiales que precedieron la aparición de la conciencia como rasgo esencial del espíritu en el mundo. Berdiaev apunta, claramente, a orientar la mística en el camino del alma hacia Dios.
Pero en este camino se encuentra la religión. La religión, no obstante ello, se sitúa en la región delimitada por la senda, y no por el objetivo. Por ello, las religiones se despliegan como modalidades abiertas de acuerdo a la apertura particular del alma, siempre y cuando apunten hacia el objetivo señalado por la fuente original y primigenia de toda realidad y creación. La religión presentará un carácter reglado, organizado y objetivado, se mueve todavía en rededor de las realidades caídas. La mística se encuentra, más allá de todo eso, del otro lado de las regiones más sutiles del cielo etéreo.
Nicolás Berdiaev comprende que el fenómeno de la aparente superación de la dualidad sujeto-objeto puede encontrarse también en otras esferas de la actividad humana. Existe una absorción del individuo en el partido, en la comunidad, en la sangre, en la historia o en el sexo. Todas ellas darán cuenta de otras tantas modalidades de místicas. Pero ellas son, sin embargo, todas falsas. ¿Por qué? ¿No se supera aquí, acaso, la dualidad sujeto-objeto? Claramente, pero se lo hace en virtud de la destrucción de la conciencia, el hundimiento del centro existencial, el desdibujamiento de aquello que nos hace sujetos y no objetos:

Igualmente falsa es la mística naturalista de tipo dionisíaco, que abolió la oposición entre el sujeto y el objeto, no por arriba, sino por abajo. No es una mística supra-racional, sino más bien irracional; no una mística supra-consciente, sino una mística inconsciente. En ella existe la atracción del abismo inferior. El engaño del colectivismo, del naturalismo y del socialismo, en los que desaparecen la persona y la imagen del hombre, pueden engendrar algunas formas variadas de mística. Pero la mística auténtica y espiritual implica una experiencia espiritual, en la que el hombre no será aplastado por la objetivación [4].
Khalil Gibrán


Objetivar, hemos dicho ya, es dar consistencia ontológica a constructos ideales o teóricos. Los conceptos, no obstante, presentan una validez funcional y operativo-teórica. Pero ello no implica que representen realidades autónomas de mayor o menor dignidad y la presencia de un centro existencial, que es aquello que distingue a los sujetos. El hombre, que se absorbe por entero en el proceso de la historia universal, en el lazo de sangre que comparte con los de su raza o comunidad, en el vínculo cultural de su sociedad o de su suelo, con la sustancia viva del mal o con las fuerzas primordiales de la naturaleza toda, desaparece en tanto sujeto. No se trata, en la mística, de destruir, sino de revelar; no se trata de diluir y obscurecer, sino de crear, en y a través de Dios, la imagen verdadera de Adán Cadmo, de la sustancia divina y del hombre eterno:

En la religión organizada, la experiencia espiritual mística está simbolizada. Y es muy importante comprender este carácter simbólico: esta comprensión lleva a un profundizamiento espiritual. El éxtasis, al que se considera como característico para ciertas formas de la mística, es un exceso de la separación entre sujeto y objeto, una participación, no en el mundo general y objetivado, sino en la realidad primera del mundo espiritual. El éxtasis es siempre una escapada más allá de los límites de lo que ahoga y avasalla; es siempre una salida hacia la libertad. La escapada mística es un estado espiritual y una experiencia espiritual. Una mística que no implicase un profundizamiento de la espiritualidad sería una falsa mística [5].



[1]  Berdiaev, N., El sentido de la creación, Traducción de Ramón Alcalde, Buenos Aires, Editorial Carlos Lohlé, 1978, p. 359.
[2] Berfiaeff, N., Reino del espíritu y reino del César, Traducción de A. de Ben, Madrid, Aguilar, 1955, p. 195.
[3] Loc. Cit.
[4] Op. Cit., p. 196.
[5] Op. Cit., pp. 196-197.

sábado, 26 de marzo de 2016

Moda, técnica y tiempo

Con respecto a la historia, observa agudamente Ortega y Gasset, ha sido siempre una norma el haber sido profetizada certeramente por algunos filósofos. Este hecho, que parece a primera vista increíble, es y ha sido un hecho evidente, para aquellos que se hayan tomado el trabajo de estudiar la historia y las ideas de los grandes pensadores del pasado. Solo en esta vía, del conocimiento humanístico, es posible situarse por encima de el curso, que a primera vista parece caótico, vislumbrando sus fuentes primitivas y los derroteros complicados que proyectan su cause hacia un futuro aun más remoto.
La historia puede ser predicha racionalmente, es esto un hecho. Pero, para ello, hay que saber atender adecuadamente a los detalles, para establecer un buen diagnóstico. El mismo Ortega hablaba de la importancia de primer orden que presenta el estudio de la moda. En el flujo continuo, que se manifiesta como un equilibrio más o menos organizado de fuerzas en pugna, existen puntos más o menos estables que regulan los usos y las pautas sociales en un determinado ámbito geográfico y que recubren exteriormente a una época. La moda, como es evidente, es un fenómeno superficial; pero toda superficie es proyección de una profundidad. Quien desconozca lo exterior será incapaz de alcanzar el interior que lo manifiesta. Por eso es necesario aprehender y entender este fenómeno, que parece tan trivial.
Reconocemos en esta época, entre otros fenómenos que podemos estudiar, cierto gusto por lo antiguo, el fenómeno de lo retro. Este fenómeno, con ser tan difundido, no parece haber sido explicado con la altura intelectual que merece. Y es que es por demás evidente que toda época se define en función de determinado pasado que rescata y que le sirve en cierto modo de modelo. Lo curioso de esta época es que los adscriptos a esta moda se remiten a un pasado que conocieron. No se encuentra, en ese sentido, dinamizado por un ideal intelectual superior, por un conocimiento histórico adecuado, ni tampoco por una cultura humanista. Se trata de un intento, o un puro ademán, de retorno o evasión a un pasado que nos resulta más habitable y ameno.


Ese pasado, casi siempre, coincide con nuestra infancia o juventud, pero se encuentra, con preferencia, en determinada época paradigmática. No todas las épocas resultan tan gratamente habitables. Una extraña coincidencia puede tornar, más o menos, entrañables determinadas circunstancias históricas. Y es difícil resistirse al atractivo de un mundo más sencillo y de una mentalidad más juvenil. Todos nosotros, aun siendo jóvenes, hemos contemplado cómo se transformaba el mundo alrededor nuestro; y las circunstancias históricas, las formas de trabajo, y las modalidades de socialización se han tornado más complejas, más turbias y mucho menos humanas. La época va perdiendo en tono afectivo y en calor humano. Los ideales, asimismo, también parecen devaluarse; y el hombre, sin cobijo, se encuentra en la necesidad de extrañarse, para encontrarse más tranquilo consigo mismo.
Pero este encontrarse tranquilo señalará, como es por demás evidente, la vía de un nuevo extrañamiento. La interioridad se encuentra vaciada; por lo tanto, todo camino de compenetración en la interioridad se encuentra obliterado. Lo mismo sucede con la capacidad de comunicación, intercambio y socialización. Los usos a la moda entrañan el extrañamiento, se resuelven en una dinámica impersonal, y suponen la recíproca permutabilidad de los sujetos. Esto no es otra cosa que la objetivación de la subjetividad, una auténtica enajenación que nos arroja a un nuevo momento de la historia.
Y la historia avanza con una fuerza avasalladora. El hombre, que se siente fragmentado a sí mismo a lo largo de su vida, hundido en este flujo, busca aferrarse a algo firme, que arrastra consigo, al modo de un guijarro. Las fuerzas creadoras del hombre modificaron la naturaleza, desarrollaron las fuerzas técnicas y expresaron la cultura. Pero la cultura es eminentemente espiritual, en tanto la técnica es mecánica. Por eso, no extraña que la cultura se debilite, en tanto que la técnica se desarrolla de manera avasalladora. Este desequilibrio involucra, nuevamente, la pérdida de un centro: en este punto de la historia, el hombre se encuentra a la intemperie y por demás desorientado.
Es así que la técnica y el mercado son los grandes constructores de la moda de la época. La cultura, en un sentido profundo, que se sitúa en las cimas del espíritu y se adueña del pasado, otorgaría un germen de estabilidad. Pero ella, en decadencia ya en pleno siglo XX, se encuentra hoy en estado ruinoso. No es una fuerza de creación ni de resistencia. Por lo tanto, la historia se acelera. Es un signo de este tiempo que todas las cosas duren poco. Y esto se asocia al mercado, a la despersonalización y a la técnica.
Ello lo ha visto muy bien Nicolás Berdiaeff, el gran pensador ruso, quien a lo largo de su producción trabajó esta temática de un modo por demás riguroso:

El poder de la técnica tiene aún otra consecuencia, que entraña grandes dificultades para el hombre, porque el alma humana no está suficientemente adaptada a ella. Asistimos a una terrible aceleración del tiempo, que el hombre no llega a alcanzar. Ningún instante tiene valor por sí mismo y no representa más que un medio para el instante siguiente. Una increíble actividad se exige del hombre, actividad que no le permite ninguna reflexión sobre sí mismo. Sin embargo, estos minutos activos hacen pasivo al hombre. Se transforma en un simple medio fuera del proceso humano, una simple función del proceso de producción. La actividad del espíritu humano se halla debilitada. El hombre está valuado desde un punto de vista utilitario, sobre la base de su rendimiento. Esto representa una enajenación de la naturaleza humana y una destrucción del hombre. Es por lo que, con razón, ha hablado Marx de enajenación de la naturaleza humana en el régimen capitalista. Pero esta enajenación subsiste bajo el régimen por el que quiere reemplazar el régimen capitalista en vías de descomposición [1].


La causa profunda de estos fenómenos es un debilitamiento de la imagen de lo humano. El centro espiritual, que se erige como un foco activo, y opuesto al curso histórico, se encuentra velado. El tiempo nos arroja a la fragmentación, el flujo acelerado, a la pérdida de la identidad. Los trozos de lo humano se superponen, siendo incapaces de recomponer el rompecabezas. Tenemos una yuxtaposición incoherente de elementos. Racionalizamos lo caótico, y eso es un signo de la tragedia humana de la época y otro síntoma de su decadencia. La tragedia de la época expresa un carácter histórico, cósmico, pero sobre todo eminentemente antropológico. Es por eso que la solución no podrá venir de fuera. El hombre debe regenerarse y adueñarse de su propio centro. Ese foco de libertad, que se apropia e integra a su vida, en un proceso de enriquecimiento continuo, a sus propias creaciones, en lugar de quedar sometido y esclavizado a ellas, es el fundamento de su ser espiritual, la única vía todavía abierta a su regeneración, al dominio y comprensión de la dinámica de la historia y del tiempo:

El desarrollo de la técnica y su poder sobre la vida humana se encuentran en relación directa con el tema del hombre y del cosmos. Ya hemos dicho que el desarrollo moral y espiritual no corresponde al progreso técnico y que ésta es la causa fundamental del desequilibrio del hombre. Sólo vinculando el movimiento social al movimiento espiritual puede el hombre salir de un estado en que se encuentra desgarrado y como perdido. Nada más que por el principio espiritual, es decir, por su vínculo con Dios, el hombre se hace independiente lo mismo de la necesidad natural que del poder de la técnica. Pero el desarrollo de la espiritualidad en el hombre debe llevarle, no a desviarse de la naturaleza y de la técnica, sino a dominarlas. En realidad, el problema que se presenta para el hombre es más complejo todavía. No puede existir comunión con una naturaleza mecanizada. Una comunión del hombre con la vida de la naturaleza, como existía en otro tiempo, no es posible más que por una aproximación espiritual; no puede ser simplemente orgánica, en el antiguo sentido de esta palabra [1].


[1] Berfiaeff, N., Reino del espíritu y reino del César, Traducción de A. de Ben, Madrid, Aguilar, 1955, p. 53. 
[1]  Op. Cit. p. 58.