martes, 29 de abril de 2014

LA VIA DE LA CREACIÓN


Hay una gran analogía entre la gracia y el genio, pues el genio es una gracia. El verdadero hombre de genio es el que actúa por arrebatos o por impulso, sin que jamás se contemple a sí mismo  y sin que jamás se diga: “¡sí, actúo por arrebatos!”

Joseph de Maistre


El tema del genio, hoy en gran medida olvidado, preocupo hondamente la conciencia intelectual del S xix y de principios del xx. Tres vías diferenciales pueden discernirse en su análisis. En primer lugar, la vía del arte, fue explorada genialmente por Balzac sobre todo a través de su trilogía, Las ilusiones perdidas, fue experimentado por Poe, Baudelaire y su cohorte de genios malditos, y perseguida hasta el destierro carcelario por Verlaine y Oscar Wilde en su esteticismo decadentista. La otra vía, la positivista, se condensa en los estudios de Lombroso y en los desarrollos de la nueva criminología por él inspirada. Esta perspectiva relaciona el genio con la locura, compartiendo, el delincuente y el hombre de genio, la filiación patológica de la común degeneración. Esta comunidad será rechazada, en nuestro medio, por la conciencia científica de José Ingenieros, no obstante lo cual, su concepción acerca de la genialidad, con destellos de luminosa claridad, no se eleva nunca a una forma superior que sea capaz de dominar el fenómeno general desde la altura requerida por la potencia de su fecundidad. La última posibilidad de abordaje habrá de ser, finalmente, la religiosa, con los tratamientos de Kierkegaard, Hello, L´isle Adam, Otto Weininger, y, ante todo, de Nicolás Berdiaev. Este último ejemplifica muy elocuentemente el núcleo religioso de la problemática en los siguientes términos:

A comienzos del siglo xix vivieron en Rusia simultáneamente el mayor de sus genios poéticos y el más grande de sus santos: Pushkin y Serafín Sarovskiu. Vivieron en mundos diferentes, nada supieron el uno del otro y nunca estuvieron en contacto. Igualmente eminentes, la grandeza de la santidad y la grandeza del genio son incomparables, inconmensurables, como si estuvieran hechas de esencias diferentes. Sólo el alma rusa puede enorgullecerse a la vez del genio de Pushkin y de la santidad de un Serafín. Ahora bien: ésta es la cuestión que planteo. Para los destinos de Rusia, para los fines de la Providencia, ¿ no hubiera valido más que al principio del siglo xix no vivieran en Rusia el santo Serafín y el genio Pushkin, sino dos santos, Serafin en el gobierno de Tambovsk y un san Alejandro en el gobierno de Pskov?

El camino de la santidad y el del genio parecen esencialmente incompatibles. La santidad se recoge, se sumerge en la interioridad, se orienta internamente y reconstruye los cimientos eternos de una vida nueva desde sí mismo; en tanto el genio, creador por esencia, objetiva su insatisfacción, proyecta su vitalidad en la dimensión del mundo, extiende su personalidad y parece afirmar, en donde la santidad niega. La conciencia religiosa oficial, negó la creación en nombre de la redención: el mundo es un lóbrego páramo de dolor que debe ser superado mediante la gracia. El hombre sufre el estigma de la caída y debe ser reintegrado, mas no por sus propias fuerzas, requiere de un auxilio extrahumano. Lo que se disputa aquí, en el fondo, es una cuestión antropológica. Es así que, para la vía ortodoxa: 

Hubiera sido, pues, más favorable para la religión que, semejante a Serafín, Pushkin hubiese abandonado el mundo para retirarse al convento, que hubiese transitado por las sendas de la ascesis espiritual. De esa manera, Rusia habría perdido su mayor genio, pero ¿ qué es la creación del genio sino uno de los rostros del pecado y de la falta de fe? Así piensan los Padres y los profesores de la religión del rescate. Para los fines de la redención, no hay necesidad de genialidad, sólo es menester ser un santo. El santo se construye a sí mismo, se convierte en otro, más perfecto de lo que era su ser primitivo. El genio edifica una obra inmensa, realiza en el mundo cosas grandes, pero, por hacerlo, no se salva a sí mismo. La creación sobrevive por sí sola, aceptando que en torno de ella valores inestimables. Un Serafin no edificó nada salvo a sí mismo; y el mundo lo aprueba por ello. Pushkin creó para Rusia y para el mundo algo grande e infinitamente precioso, pero no se creó a sí mismo. En la creación, el genio aparece como su propia víctima.



No cabe duda que el camino de la santidad, es esencialmente negativo. Pero la ascesis en tanto método, no es sino una vía, un camino, de contenido supremamente afirmativo. Siendo el genio creador eminentemente afirmativo ¿dónde se localiza la contradicción? ¿El genio afirma algo que niegue la santidad y la santidad afirma algo que niegue la creación? ¿No se trata, en el fondo, del afán de creación de un cielo nuevo y de una vida nueva, de la suprema afirmación de lo humano en Dios?


Una pregunta vuelve a plantearse: en el sacrificio del genio, en su transporte creador, ¿ no existe, en relación con Dios, una especie de santidad particular? ¿ No es una cosa religiosa, comparable a la santidad canónica? Creo profundamente que la genialidad de Pushkin, que según el vulgo perdió su alma, la salvó ante Dios, de igual manera que la santidad de un Serafín. El genio es, pues, a su manera, una vía religiosa, que vale en dignidad tanto como la vía seguida por los santos. La creación de un genio no es ‘mundana’, es espiritual

El camino del genio, en sus manifestaciones supremas pretende la transfiguración completa de la realidad. Pero su creación, a decir verdad, es eminentemente simbólica. En su impotencia genera los símbolos de la redención, pero no es capaz de realizarla. En su seno lleva el equívoco trágico entre la inercia y la creación, por un lado, y entre el símbolo y la realidad, por el otro. El genio es, en su esencia, un inadaptado mundano. El signo de la naturaleza es la sujeción, la caída. La vía del genio es la de la revuelta. Niega el dato mundanal, niega la sujeción, pero su creación se torna irrevocablemente trágica. La creación genial deviene impotencia, revela profundidades que el ojo cotidiano no puede siquiera vislumbrar, pero no se arredra, avanza y en los fondos llameantes de la caverna de su misterio, se pierde, sin poder finalmente encontrarse.

El genio posee al hombre como un demonio. La genialidad revela en él su naturaleza creadora, su vocación de creador. Y el destino de la genialidad en un período humano pre-creador es necesariamente trágico y sacrificado.

 El carácter trágico de la genialidad, así, revela la vocación creadora del hombre. Eleva el concepto del Anthropos. Dios es, eminentemente, el creador, y la genialidad en su apertura innovadora, revela el elemento creador de la humanidad divinizada por su acto. Pero la creación deviene trágica. La virtud se perfecciona en la santidad y el genio en la teurgia. El genio es una vía religiosa en la medida en que revela la humanidad y su destino esencialmente creador. La creación es la marca de la libertad y la libertad la señal de la filiación. La antropología, vía el camino del genio religioso se continúa en una cristología. La segunda persona de la divina trinidad revela su faz personalísima en la encarnación clamando por el hombre y el misterio de la redención. La salvación es eminentemente creadora, eso viene a decirnos Nicolás Berdiaev y por eso, el suyo, es un escatologismo activo, un escatologismo creador.
Ahora bien, entendido el genio de esta manera ¿no se revela, acaso, de manera acabada su substancia religiosa? Gran parte del equívoco se aclara a través de una necesaria distinción. El genio se diferencia del talento y no es opuesto a la santidad. El talento, en tanto facultad especial, revela una modalidad de desarrollo adaptado a las condiciones del mundo y de la vida. En cambio, el genio es revelador, es el acto universal de la personalidad del hombre concreto y, cómo tal, no se ajusta a cánones. El genio camina por encima de una época que no lo comprende, en tanto el talento se desliza por el mundo como en su sitio; la diferencia no es de grado sino substancial y estructural. Responden ambos a tipos espirituales y psicológicos opuestos. Es así que, de acuerdo a Berdiaev,

Del punto de vista de la cultura, el genio es heterodoxo: el talento obedece a cánones. En el genio vibra toda la naturaleza del espíritu, su sed de una esencia única. Pero en el talento se encarnan todas las funciones diferenciadas del espíritu. La naturaleza genial puede arder sin construir en el mundo nada que sea de precio. En cambio, el talento, es creador de valores y es un valor él mismo. En el talento hay siempre proporción y medida. Pero el genio es desmesurado. Su naturaleza es revolucionaria. El talento se sitúa en el centro de la cultura junto con ‘las ciencias y las artes’. El genio va hasta los extremos y no reconoce límites. El talento es obediencia. El genio es audacia. El talento es ‘de este mundo’. El genio pertenece a otro. Finalmente, en el destino del genio hay una santidad de sacrificio que el destino del talento no posee.

sábado, 19 de abril de 2014

LA VERDAD EN EL ARTE

Sépanlo Todos: este drama no es ni una ficción, ni una novela. All is true, es tan verdadero, que cada uno puede encontrar sus elementos en su propia casa, tal vez en su propio corazón.[1]




El problema de la experiencia, conjuntamente con el de la “verdad” de la idealidad, no ha sido planteado con la altura merecida. Hemos escuchado divagues epistémicos, otros se han convertido en libros con títulos que en sí mismos representan un absurdo. No hace falta recordar aquél título tan taquillero que hablaba acerca de la mendacidad de las leyes científicas, aserto fundado, precisamente, en virtud de la idealidad de acuerdo a la cual se establece su formulación.
Pero, ¿qué es la idealidad, al menos en ciencia? Por nuestra parte, no nos resignamos a encerrar el ámbito especulativo en las oxidadas tenazas de la racionalidad analítica o en los cerebros polvorosos que transitan los claustros académicos. La verdad resplandece en el arte, destella en la mente genial del creador, y abrasa la criatura caída hasta hacer de su alma toda una antorcha sagrada que consume, en su realidad esplendente, toda la vana escoria que consume la herrumbrosa substancia del curso cotidiano de nuestra vida.
La idealidad, en nuestro concepto, lejos de engañar, tiene la misión de manifestar. La idealidad, precisamente, lo que hace es desvincular los elementos enmarañados en la realidad concreta. Desarticula las fuerzas arremolinadas en el complejo juego de nuestro trato para con las cosas, desarma el remolino en su armado básico y su ordenamiento geométrico. Todo yace en todo, y una cosa en nuestro mundo refleja todo el universo. Por eso, el teórico, que quiere establecer fórmulas definidas referidas al ordenamiento simple de las cosas, debe trabajar con tipos ideales. Finalmente, éstos representan tipos simplificados, donde el juego de los principios se reduce a unos límites abarcables de interacciones mensurables. Una vez esclarecida la lógica, la inclusión de elementos puede tener lugar, con la conciencia plena de que todo en el cálculo científico tiende a la simplificación, vía la idealización, y que despreciamos las fuerzas intervinientes producto de infinidad de interacciones, precisamente porque su efecto no es significativo en relación a los fines perseguidos.
Falaz en el cálculo si se quiere, la idealización construye el armazón lógico, el esqueleto anatómico básico, que funda la fisiología de los seres concretos. La verdad resplandece a través del sueño y la idealidad que radiografía la verdad solamente puede ser reconstruida por el ojo visionario del artista. Así, la verdad ideal encuéntrase también, sobre todo, en el arte. Por eso sus creaciones trascienden las consideraciones superficiales, calando hondo en la naturaleza de las cosas. El fluir dinámico de las cosas se resuelve en capas de actividad, aquel que aprehende la matriz más honda domina el espectro y el contenido de la variación. Una vez allí, ¡qué nos importan las teorías o los detalles! Estamos de frente ante la realidad desprovista de todo atavío y ornamento, y cegados ante su humilde resplandor, comprendemos la belleza triste cantada por José Larralde:

¡Qué extraño fue todo, ya lo ves!,
La vida que pasa…
Y en la más austera desnudez,
Sobran las palabras.



En efecto, la palabra tosca del hombre de lo cotidiano no tiene cabida en estos campos, aparentemente tan yermos, donde puede sembrar la mano inspirada del artista, espigando los frutos más sabrosos y delicados. Balzac ha sido llamado vulgar, maestro de la brutalidad, genio creador que se solaza morbosamente en la degradación. Por nuestra parte, lo que nos subyuga sobre todo en su obra es su fuerza, al par de su clarividencia. La fuerza debe ser, a riesgo de no ser tal, intensa y clarividente. La naturaleza entera arde en su creación, sus personajes parecen encandilados por una voluntad enorme y ciega que los precipita a todos en el abismo común de la conflagración. La tragedia iguala las suertes de los héroes, los villanos, y de la masa anónima y más o menos despreciable que atraviesa la Comedia humana como un cortejo siniestro que se dirige hacia la tempestad, una tempestad de llamas. Y es con fuego, no con tinta, con lo que Balzac delinea los caracteres y el destino de sus personajes, con ese fuego que atraviesa la oscuridad, encendiendo un altar a la fatalidad de la noche, hasta que resplandezca finalmente el fuego aéreo del alba matinal.
La monomanía de sus héroes dirige el sino de los personajes, como una fatalidad inmanente. Finalmente, ésta crece, la personalidad pierde todo contorno, hasta convertirse en un receptáculo ciego, de esa potencia rugiente que busca su ocasión manifestadora. Por último, la potencia desbordante rompe el frágil receptáculo, un corazón se parte junto a los escombros del recipiente. El corazón late, finalmente, una última vez, desangrando la agonía que se lleva su último soplo de vida. Este es su testamento cruel, en el suelo, junto a las ruinas que contempla, se despide del mundo tortuoso con un último grito de locura.


La monomanía en Balzac, creemos, no es sino una operación por la cual los personajes expresan un tipo ideal. El mecanismo de las fuerzas convergentes, fuerzas opuestas que chocan, se debilitan y transaccionan, es esclarecido mediante la construcción de estos engendros. Los héroes en Balzac representan tipos puros. Grandet, el avaro que arrastra los aires plácidos de la provincia, arremolinando todos sus anhelos en oro. Vautrin, el diablo depurado e irredento, cuya potencia abisal conmueve las entrañas de la sociedad a la que desprecia. Finalmente, el mismo amor arrebata la vida a Goriot, amor desmesurado, ciego ante la ingratitud y la miseria de las hijas a las que había legado tantas riquezas.
El genio, calando hondo en la naturaleza de los seres en virtud de su potencia simpática, entresaca el misterio de las cosas, desarma el andamiaje de los caracteres y descubre el mecanismo de las pasiones. Balzac es, además de artista, un visionario de genio, un naturalista pero, ante todo, un zoólogo. Taxonomista genial, la jungla de la ciudad no lo arredra, con audacia viril se lanza a través de los laberintos de cemento, el París decimonónico, húmedo y mohoso encontrará al narrador que todos, en algún momento, quisimos para nosotros mismos y nuestras abrumadas almas, mucho más prosaicas.
 Ahora bien, si nuestra interpretación es correcta, ¿no debiera tener algún tipo de validación textual por parte del mismo autor? ¿No debiera el zoólogo Balzac incursionar en estas humildes faenas epistémicas? Balzac lo hace. No hace falta referir a su admiración por Cuvier, quien formuló los célebres principios de la paleontología. Ni tampoco a Saint Hilayre, quien formuló el principio de la unidad de composición. La concepción filosófica de Balzac, monista en metafísica, culmina, en lo epistémico, con una reflexión acerca de lo ideal y la relación que presenta con la realidad. En función de ello transcribimos este pasaje, transcripto, a su vez, por Jaime Torres Bodet en su biografía de Balzac y que refiere una charla entre éste último y el jefe de la policía Vidocq. El policía, tan astuto en cuestiones de pesquisas criminales, le espeta a nuestro novelista, no utilice su perspicacia eminente, casi visionaría, en el estudio de la realidad, como corresponde a un hombre de un siglo tan práctico como el XIX. Pero Balzac no es Conan Doyle (que, por otro lado, acabaría precipitado al espiritismo, fracaso del optimismo compartido con las desmesuradas esperanzas de todo un siglo), y le responde con la clarividencia y la madurez que, en sus raptos más felices, solamente le son dados al genio:

“¡Ah! ¿Usted cree aun en la realidad? No lo hubiese imaginado tan candoroso... Vamos; la realidad somos nosotros quienes la hacemos… La verdadera realidad es este hermoso durazno de Montreuil. El que usted llamaría real surge naturalmente en el bosque… No vale nada: es pequeño ácido, amargo; no se le puede comer. Éste es el verdadero… El producto de cien años de cultivos, el que se obtiene… mediante cierto trasplante en un terreno ligero o seco y gracias a algún injerto; en fin el que es exquisito es el que hemos hecho nosotros; el único real. En mi caso, el procedimiento es idéntico. Obtengo la realidad con mis novelas como Montreuil obtiene la suya con sus duraznos. Soy jardinero en libros.



[1] Balzac, El tío Goriot