lunes, 30 de diciembre de 2019

LABERINTOS, MITO Y DESTINO: un análisis de la obra de Ariel Pytrell



Lo trágicoˮ es equivalente a una semilla que se hunde en la humedad oscura de la tierra la tierra nutritiva que protege de la luz excesiva para germinar y reproducir, una vez más, la lucha por elevarse, en forma vertical, hacia la superficie; una especie de desafío a la ley natural del planeta, el esfuerzo por vencer la fuerza de la gravedad. Pero en este ascenso, la luz debe ser el objetivo; la vida es lo que debe prevalecer, a pesar de las múltiples transformaciones y muertesˮ.[1]
               
Con placer emprendemos la tarea de esbozar un breve análisis de Laberintos de Ariel Pytrell; obra que ya ha sido estrenada en los teatros porteños en el año 2012. Parte de nuestro agrado se debe a la amistad y cercanía del autor con quienes escribimos en este espacio. Otra importante porción de él, se debe a las cualidades intrínsecas de una obra por demás rica y cuidadosamente elaborada, cuyo estudio, para resultar fecundo en nuestro análisis, deberá ser acotado al trazado nítidamente definido de unos pocos rasgos característicos. Y es que nuestro escritor, además de Dramaturgo, es un teórico de su actividad que pone a prueba sus concepciones en la forma más peligrosa; arriesgándose a la incomprensión del público y, acaso también, tanto de los críticos como de aquellos mismos a los que les toque representar la obra. La tarea, luego, nos impone avanzar con tanto celo como cuidado.
El atributo característico de  la tragedia, no se cansa de repetir en uno y otro lado nuestro autor, es una esencia, un contenido, que puede volcarse al público de distintas formas. La forma es lo variable, lo contingente y accesorio. Su función se agota en vehiculizar adecuadamente el contenido. La sustancia vital de este contenido es lo “trágico”. En este sentido se torna comprensible el intento del autor de adaptar la tragedia antigua a las circunstancias presentes. La neotragedia abreva no de la forma, sino del mismo contenido substancial que nutría a la tragedia clásica, contenido consubstancial al ser humano y, como tal, eterno y válido para todos los tiempos. Es así como lo trágico consuma la expresión deficiente del misterio. Deficiente, por fuerza, porque se sirve de un lenguaje humano incapaz de apresar esa realidad tejida por trazos etéreos, en el telar divino de las Moiras, las madres de Goethe, los antepasados mismos de los dioses de nombre y esencia inescrutables. El arte trágico consiste en proporcionar un marco para que las realidades primordiales y divinas se manifiesten en el mundo socialmente constituido en que habita el ser humano. Esta epifanía de lo sobrenatural estremece naturalmente al individuo. El fundamento profundo de este estremecimiento radica, empero, en que lo que la tragedia comunica es algo que le es familiar e íntimo al hombre, aunque ocasionalmente se encuentre olvidado.  Es así como ese fondo de misterio es además constitutivo intrínseco a nuestra propia realidad. Consustancial a ella, también, la tendencia vertical, el esfuerzo de crecimiento y el dolor que lo acompaña; toda vez que en este crecimiento existe, también, algo sagrado y este encuentro del hombre con las realidades divinas no puede producirse sin impacto. Y aquí se encuentra la sustancia de la manifestación trágica, el grito de silencio, y la revelación del dolor. Dolor en el fondo de la vida, dolor en la gestación de algo que debe conmover el universo, dolor del nacimiento, del germinar del fondo de la realidad divina en el abismo profundo de nuestro propio desierto.


Pytrell nos recuerda que lo trágico no debe necesariamente ir vinculado a la muerte. Ciertamente, de lo que se trata es de que el relato sirva para vehiculizar el contenido de lo trágico y apuntar hacia el misterio (tal como de acuerdo a Heráclito el oscuro lo hacía el señor cuya morada se encuentra en Delfos); esto es, hacia las entrañas abisales de una realidad sagrada, de una esencia primordial y de un orden etéreo. En este punto se nos torna claramente comprensible que el arte trágico pueda desprenderse efectivamente de la sangre y de la muerte, pueda separarse de todo motivo escabroso y efectista y, no obstante ello, no pueda nunca ser separado de la belleza y el dolor, un par de hermanos gemelos que presiden los procesos de desarrollo espirituales. Todo esto se nos tornará mucho más comprensible si tenemos en cuenta las siguientes expresiones de Oscar Wilde en De profundis, también conocidas y que de una u otra forma el autor de Laberintos, según nuestra opinión, no podrá más que compartir:

Detrás de la alegría y la risa puede haber un temperamento grosero, duro e insensible. Pero detrás del dolor está siempre el dolor. El dolor, al contrario que el placer, nunca lleva máscara. La verdad en el arte no es una correspondencia entre la idea esencial y la existencia accidental, no es tampoco la semejanza entre la forma y la sombra o entre la forma reflejada en un espejo y la misma forma, no es tampoco el eco que viene de una colina perforada, ni es la corriente de plata que corre en el valle que muestra la luna a la luna y Narciso a Narciso. La verdad en el arte es la unión de una cosa consigo misma, lo externo como expresión de lo interno, el alma encarnada, el cuerpo animado por el espíritu. Por esta razón no hay verdad comparable al dolor. Hay ocasiones en que me parece que el dolor es la única verdad. Otras cosas pueden ser ilusiones del ojo o del apetito, hechas para cegar a uno y deslumbrar al otro; pero del dolor se han edificado los mundos y en el nacimiento de un niño o una estrella siempre hay dolor[2].
Es así como el dolor nos provee de un vehículo expresivo de primer orden apto para cernirnos al contenido trágico. A través de sus revelaciones entrevemos las fulguraciones de la belleza en su estado más puro. De este modo comprendemos como, al final de la representación de la tragedia, asistimos a una revelación primordial de las fuerzas misteriosas del hombre y la naturaleza. La sensación que queda es, en efecto, la de una verdad inasible, algo así como un susurro misterioso entregado secretamente a nuestros oídos por el viento; una manifestación se ha deslizado en el aire y huido furtivamente ante nuestros ojos. De repente nos miramos las manos dudando si seremos o no los mismos. La experiencia estética dio claramente en el blanco. Aquí hay algo que no comprendemos, aquí hay algo que presentimos pero que, de todas formas, aún ignoramos. Algo así como el secreto primordial de que se encuentra grávida el alma, y que suspira por dar a luz nuevos universos. Un lenguaje nunca oído, extraordinario y que, por otro lado, nos es sugestivamente familiar. Y es que la revelación trágica se consuma allí donde el lenguaje humano es incapaz de llegar. Las palabras no logran apresar esa sutil realidad que se manifiesta. Como el relámpago de fuego emanado del ojo de los dioses, se trata este de un saber fatal, un saber que fluye, que devora y calcina.
Es este el impacto característico de la irrupción tangible del misterio. Ahora bien, la característica fundamental de la esencia del misterio consiste en ser inconmensurable con los medios con que se expresa. La  naturaleza manifestada en el contenido de lo trágico corresponde a un ámbito inobjetivable por esencia. Por ello mismo, se presenta solo a “personas” que han salido del ámbito de lo cotidiano y genérico. Este es el ámbito que, de acuerdo a la filosofía de Sören Kierkegaard, corresponde a una de las acepciones del concepto de lo demoníaco. Lo trágico que comunica la tragedia, que reactualiza el mito transmitiendo un misterio primordial, lo hace a través de las vicisitudes del protagonista, el héroe del relato, que de una u otra forma ha sabido salir fuera del marco de lo genérico. Aquí se explica la oposición ensayada por el autor entre Ariadna, llamada “idiota” una y otra vez por Fedra, “la estúpida”. Todas estas referencias no son aquí casuales toda vez que Ariadna se encuentra en trance de acceder a un estadio divino. Y es que el arte trágico, por su función eminentemente develadora nos impone superar el marco de la socialización genérica. Es así que el dolor es un fenómeno (una revelación, según Oscar Wilde) que nos individualiza y nos separa del conjunto. Solamente su dedo mágico es lo suficientemente sensible para detectar las pulsaciones sutiles y aislarlas del resto más grosero. Es así como el dolor nos cualifica y diferencia y, una vez separados de lo cotidiano y genérico, nos abisma de lleno en el misterio de lo demoníaco.



Antes de proseguir debemos aclarar que utilizamos aquí el término “demoníaco” en una acepción restringida, tal como la utilizada por Sören Kierkegaard en Temor y temblor, pero no por acotada creemos que resulte menos certera. Lo demoníaco alude a un estado, abstracción hecha de la causa, por la que un individuo se encuentra fuera del ámbito de lo genérico. El individuo demoníaco entra así en un contacto personal con las realidades que lo trascienden, sean estas superiores o inferiores. Los abismos interiores que presiden las potencias ascendentes y descendentes (una dimensión ignorada que se extiende en profundidad) se tornan manifiestos. En esta instancia todas las decisiones se tornan críticas.



El personaje que encarna, en Laberintos, el espacio de figura demoníaca por antonomasia es claramente el Minotauro, una figura legendaria mitad animal, mitad humana, y con un vínculo extraño con las potencias subterráneas de la noche. Es así como, en esta obra, el escritor nos propone una “variación” del mito. Variación que nos recuerda, en más de un punto, a las ensayadas por Sören Kierkegaard a lo largo del libro temor y temblor, y, más específicamente, a las realizadas a propósito del relato tradicional de Inés y el tritón.
La “variación” es un experimento filosófico que permite echar luz sobre una verdad profunda. Tanto aquí como en el experimento científico las variaciones permiten confrontar situaciones imprevistas y que los fenómenos manifiesten el misterio oculto de la naturaleza en situaciones que no suelen presentarse de manera espontánea.  Aquí, en la obra, Ariel Pytrell hace suya la idea borgiana. Asterión se encuentra en búsqueda de redención. Es más, el desarrollo narrativo lo encuentra en un momento crítico. Lo demoníaco en Asterión, se nos aparece, por tanto, a través de varios niveles. Ahora bien, según la sugerencia de Kierkegaard, la representación escénica de lo demoníaco[3] se efectúa, de un modo privilegiado, por medio de la mímica. Ello es así, toda vez que la verdad a expresar es en todo punto inasible y, en cierta forma, trasciende el marco cotidiano de expresión a través de un lenguaje reglado. Aquí puede encontrarse el juego ensayado por Asterión de probar a “hablar” el lenguaje silencioso de los elementos. También aquí podemos encontrar algún fundamento a la separación de los dialectos hablados en Atenas y Cnosos. Ensayos sobre la insuficiencia de la lengua y de como su efectividad, conjuntamente con sus peculiares desarrollos concretos, dependen de la específica naturaleza de quienes se sirven de ella como herramienta.
Ahora bien, algunas de estas ideas a propósito de lo demoníaco de Asterión pueden encontrarse sugeridas aquí y allá por pasajes como el siguiente:

ARIADNA Asterión es mi hermano, hijo de mi madre, compartimos el mismo hilo de vida.        
NODRIZA− ¡Ariadna, ya basta con este juego! ¡Es monstruoso!
ARIADNA− No, mi pobre hermano es quien está ahí, cumpliendo una condena monstruosa. Sé que él está pagando por un crimen que jamás cometió. [4]
Aquí el autor juega con una verdad oculta a los protagonistas. Dicen lo verdadero aun sin quererlo. En efecto, tanto Ariadna como Asterión se encuentran unidos por un hilo mágico: El que permite salir del laberinto. Es más, la posibilidad misma de la comunicación se funda en que están en trance de acceder a una especie de divinización. Ariadna, hermana del monstruo, es así también hermana de lo demoníaco. Y en lo demoníaco, de acuerdo a Kierkegaard, se llega a un estado crítico en el que se sale a través de la paradoja divina o bien por la demoníaca. Como en el relato tradicional de Inés y el tritón, el contacto de Asterión con Ariadna resulta crítico. En Laberintos, la paradoja divina está a punto de consumarse, nuevamente a través del encuentro, en el trazado de un drama ideal y arquetípico:

 [ASTERIÓN A ARIADNA…] También ustedes buscan laberintos…hay una parte de mí que reconoce el principio. Hay otra parte que sabe del final. Y hay otra que quiere bailar de alegría, ¡como un niño desnudo! (ARIADNA sigue sin responder). ¿Sabías que todo lo que crece baila de dolor? Claro, ¿cómo pueden saber estas cosas? Pero te aseguro que desde aquí se siente el temblor de tierra cuando la raíz de una planta se estremece.[5]
El hombre busca laberintos. Pero el principio solamente puede ser reconocido desde el final. Todo lo que crece se estremece de dolor y en ese dolor hay alegría. Esto lo sabía Nietzsche cuando hacía decir a su Zaratustra que “la felicidad del espíritu consiste en ser coronado con lágrimas, como víctima para el sacrificio”. Claramente, los hombres no lo entenderían. Los sabios famosos mirarían para otro lado. Pero esa verdad está aún allí, cristalina e impoluta como una fuente viva, para quienes sean capaces de saciarse con ella y su existencia eterna. De un modo semejante la tierra se estremece ante el crecimiento cósmico de un grano de mostaza, algo así como la semilla del espíritu, que, en su desarrollo, es capaz de mover y construir con montañas.



El autor de la obra nos habla, aquí, de la alegría de los nacimientos. Ariadna puede o no saberlo. Sea como sea, no en vano Asterión domina varios dialectos. Todos estos lenguajes han sido aprendidos a lo largo de su tránsito y de su ascenso. Ahora se encuentra en posesión de sí mismo y se nos aparece, en el relato, con el carácter paradojal de un prisionero con una libertad extraña. Es así como Asterión, domina su laberinto y puede asomarse a la salida y escuchar. En este simple hecho, se nos sugiere algo preciso. Asterión puede ejercer naturalmente una actividad que los hombres no pueden ejecutar. Él solo es libre de entrar y salir del laberinto, tiene la clave y el albedrío, pero sin embargo no saldrá nunca de él hasta consumarse el último acto de su drama existencial:

ARIADNA Quiero entrar ahora.
ASTERIÓNentrar o salir cuando no es tiempo puede ser peligroso.
ARIADNA ¿Cómo saber cuándo es el momento?
ASTERIÓNCuando vibre la tierra[6].
Asterión que tiene la posibilidad no está facultado de entrar o salir del laberinto. No está autorizado a hacerlo, se nos dice, pero al mismo tiempo se nos sugiere algo más. Cada uno de nosotros se encuentra llamado a entrar a su debido tiempo en el laberinto. ¿Cuando? “Cuando vibre la tierra” ¿Y cuándo habrá de suceder eso? Cuando se baile de dolor por todo lo que crece. Cuando el fruto del espíritu caiga por su propio peso. Allí está esa alegría melancólica que acompaña a todo lo que crece, a todo lo que, en la oscuridad, llora de afán por las cimas, y siente hambre por las alturas. Allí se descubre que el sol también brilla de noche. Allí están las caricias de la luna. Allí los sueños navegan plácidamente en las inmensidades estrelladas de un cielo oscuro.
En este punto, entendemos, que cuando el autor habla de laberintos se refiere a algo preciso y de lo que tiene una idea clara. El mito guarda en sí mismo un contenido significativo y eterno. Es por ello que puede representarse y recrearse tal como Pytrell lo hace en esta obra. En esta instancia del desarrollo de nuestra exposición se nos impone esclarecer que cosa puede llegar a ser el “laberinto”. Dejaremos, no obstante, que sea el autor mismo quien nos lo enseñe mostrando así la actualidad del contenido significativo del mito que adapta:

¿Puede significar ‘laberinto’ algo así como ‘la casa del destino’, el lugar sagrado de las dobles hachas? Los procesos del tiempo hicieron que un término se asentara para siempre en español: `dédalo’. Un dédalo es algo sinuoso o enredado, con muchas vueltas y meandros. Es decir que su denominación es una especie de sinécdoque por medio de la que se identifica a lo creado con el nombre de su creador, de modo que es también un sinónimo de ‘laberinto’. [7]
Esta última parte es importante dado que dédalo, castigado por Minos, nos enseñará el modo correcto de salir del laberinto. Sea como fuere, es claro que la doble hacha señala una instancia crítica, donde el filo corta el aire en direcciones opuestas. Es la instancia donde todos los caminos se encuentran. En la intersección de ellos el monstruo, el Minotauro, el demonio condenado a vagar entre los corredores sinuosos del laberinto. El laberinto es, por tanto, la morada donde se consuma el destino. El individuo diferenciado, solo, fuera del marco de lo social, se encuentra en una encrucijada definitiva a la que lo arrojo la construcción de un espacio sagrado en lo profundo de su interioridad. Allí deberá consumarse el destino en la determinación de su morada definitiva.
En esta última parte del trabajo, comprendemos porqué no está el hombre autorizado a entrar o salir del laberinto fuera de su tiempo debido. La superficie del relato mítico nos habla de un monstruo que acecha en un laberinto. La sustancia nos habla de un monstruo preso en él que no está autorizado a abandonar su presidio. En la oscuridad todas las profundidades se revelan. El individuo debe aguardar su “laberinto” porqué este llegará inexorablemente, en una jornada u otra de su existencia. El motivo profundo de ello es que lo que el laberinto nos revela es al “destino”. Y con el destino el último protagonista del relato entra en escena y hecha una claridad deslumbradora a todo lo largo y ancho de la escena trágica. El destino, ya lo sabemos, es una potencia sagrada, tejido en la oscuridad por los antepasados inescrutables de los dioses, y es él la fuerza misteriosa  que se encuentra detrás y en las profundidades vivas de que se nutre el drama. El destino es el elemento eterno recogido por lo trágico y que, de un modo ambiguo y típicamente trágico, no se opone a la libertad de los protagonistas del relato. Contrariamente trabaja y acciona sus designios trascendentes con y a través de ella articulándose ambas en el marco más amplio de una síntesis superior.
Todo esto está dicho, de una u otra forma, en la obra. Por lo demás, claramente, el único en el relato capaz de conocer todo ello es Asterión, el mismo que vivencia  la transmutación de la bestialidad; en camino ascendente de la humanidad a la divinidad. El destino se nos presenta, prefigurado ya desde el principio en extrañas sincronías que rompen el tiempo y el espacio. Se presiente la presencia de un principio interior activo. Todo ello está presente en la obra, pero solo Asterión, decíamos, será capaz de percibirlo de un modo más o menos nítido. A lo largo de su proceso existencial el destino lo encuentra confinado en el laberinto y él descubre al cielo, a la luna, al sol que alumbra en las sombras, a la divinidad desnuda y el universo plagado de estrellas que vuelcan algo de luz como pensamientos titilantes surgidos de las profundidades de la noche. También descubre, como más tarde lo hará Dédalo, que el modo correcto de salir de los laberintos consiste en arriesgarse en una dirección vertical y arrojarse a las alturas. Pero a este conocimiento no lo adquirirá sin haberlo pagado antes con su sangre.

ASTERIÓN−No hay muerte. No hay vida. Sólo hay lo que fluye, como una juventud sin tiempo.
ARIADNA Entonces, ¿por qué me siento muerta? No, muerta no: vieja.
ASTERIÓN−Yo también me siento así. Tenemos una vida breve, ¿no?
ARIADNA−Sí, breve. ¿Por qué breve?
ASTERIÓN− ¿Por qué no breve, si así he nacido? ¿Por qué no híbrido, estrella, confusión, como este laberinto? Muchos creen que este laberinto me pierde pero, en realidad, me encuentra.[8]




[1] Pytrell, A., Estudio posliminarˮ en Laberintos, Buenos Aires, Hesíodo, 2015, p. 175
[2] Wilde, O., De Profundisˮ en Obras inmortales, Traducción de Alfonso Sastre y José Sastre, Madrid, Edaf, 1977, p. 1582.
[3] Estas ideas de Kierkegaard son expuestas en El concepto de la angustia y suponen un concepto algo distinto de lo demoníaco. No obstante lo cual, en lo que hace a la revelación escénica de un contenido existencial, las sugerencias acerca del modo de representar lo demoníaco siguen teniendo valor.
[4] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 56.
[5] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 87.
[6] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 101.
[7] Pytrell, Introducciónˮ en Laberintos, Op. Cit., p. 25.
[8] Pytrell,  Laberintos, Op. Cit., p. 105.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

EL AFÁN DE TRASCENDENCIA O UN DIÁLOGO A TRAVÉS DE LOS SIGLOS





Dijo el Maestro:“La escritura no puede expresar las palabras totalmente. Las palabras no pueden expresar los pensamientos totalmente”.
¿De modo que no pueden verse, entonces, los pensamientos de los santos y sabios?
Dijo el Maestro: “Los santos y sabios establecieron las imágenes con el fin de expresar totalmente sus pensamientos; representaron signos con el fin de expresar totalmente lo verdadero y lo falso. Luego agregaron además juicios y así pudieron expresar sus palabras totalmente”[1].

Ta Chuan, Gran Tratado


Esta antigua reflexión puede encontrarse contenida en el Ta Chuan (Gran Tratado) que forma parte, generalmente, de la segunda parte de las ediciones del I Ching basadas en la traducción canónica del sinólogo alemán Richard Wilhelm. ¿De qué se trata, finalmente, esta pequeña controversia? El pensamiento es más amplio y elevado que las palabras; por tanto, estas últimas no pueden contenerlos y expresarlos de manera plena. Las palabras son más amplias y elevadas que las formas simbólicas en que se expresa la escritura; por lo tanto, esta última no puede manifestar el lenguaje hablado en toda su riqueza. ¿Qué recurso tendremos, entonces, para conocer el pensamiento de los santos y los sabios? Aquí el maestro (Confucio) nos refiere un sistema de traducción. Y es que el I Ching pretende ser precisamente eso: un sistema de traducción por el cual el consultante pueda cerciorarse del entramado invisible que, en su idealidad, otorga consistencia real a los sucesos percibidos. Este lenguaje se funda en una especie de sistema binario formado por líneas continuas y discontinuas, que se asocian finalmente en trigramas, combinándose estos, a su vez, en hexagramas. El lenguaje así formado se expresa de manera simbólica en una serie de relaciones entre elementos (el cielo, la tierra, el fuego, el viento…) en consonancia con otra serie de atributos y resonancias anexos a ellos. De este modo, en cada una de las posibilidades, a lo declarado por el dictamen le sigue lo expresado por las imágenes. La ambigüedad y la multiplicidad de las relaciones atribuibles permiten, finalmente, cargar lo expresado simbólicamente de una carga significativa infinitamente amplia y adaptada a una multitud de circunstancias. Es así como el consultante, el lector, es quien queda a cargo, en último término, de reconstruir el lenguaje de los sabios expresado en su escritura y, a través del lenguaje, de comprender su pensamiento. De este modo, a través de una multiplicidad y un entrecruzamiento de referencias y alusiones más o menos directas, resultará posible superar la limitación de los signos.
El estudio del libro que nos ocupa, Prosas y trazos de Javier Santos, creemos que puede ser abordado partiendo de esta problemática. En realidad, no deja de ser el nuestro un sistema de interpretación arbitrario (uno más entre los posibles), dado que estamos ante una obra que, a semejanza de los Pequeños poemas en prosa (El spleen de París), del poeta francés Charles Baudelaire, no tiene un sólo par de pies y una cabeza sino que, más bien, se fragmenta en una multitud de pequeñas obras, cada una con dos pies y una cabeza. Es de este modo como cada pequeño trozo literario permite ser abordado por el lector de manera independiente a los otros. Con todo, creemos existe aquí una unidad, si no temática en un sentido específico, sí, en forma clara, en el espíritu que las informa desde el interior de su sustancia. Tornando a la cuestión del principio, creemos que este espíritu se condensa y se debate, de manera bastante nítida, con la difícil e incierta relación del pensamiento, de la vida del alma y del sentimiento, con el medio expresivo de la palabra. Esta cuestión adquiere, en uno de los primeros desarrollos del libro, una forma explícita cuando el autor reflexiona frontalmente con la problemática exponiéndonos su particular punto de vista sobre un problema filosófico tan complejo:
                                                                                                                  
Hay quienes piensan que el lenguaje es por excelencia el medio por el que el pensamiento se manifiesta; que a través del lenguaje es como la psiquis se desarrolla y se inscriben las ideas, a posteriori. Pero, por mi parte, considero que el pensamiento es anterior al lenguaje, o que por lo menos el lenguaje es uno de los varios tipos de pensamiento manifestado […].
El pensamiento es ante todo ‒si es lógico‒ una forma sin contenido, un marco donde el lenguaje puede llenarlo de sí. Incluso los conceptos son independientes del lenguaje. ¿Cómo es que un niño pequeño sabe distinguir un perro de un caballo aun cuando no tiene adquirido el habla?
Se trata de nada menos que de la escritura como arte, como instrumento de pensamiento y como pasión, expresada esta misma con el material que ladrillo a ladrillo, palabra a palabra, construye discurso, poesía, expresión.



Esta posición es apoyada por ejemplos de gran valor teórico. En efecto, ¿no vemos cómo el niño, antes de saber utilizar el lenguaje, se sirve del reconocimiento de las semejanzas y las diferencias? Así, es capaz de reconocer determinados patrones comunes y, a falta del uso de la palabra, puede acaso señalar y hacer comprender sus propósitos. El poeta, según creemos, claramente transita la senda correcta. En efecto, ¿acaso no requiere el aprendizaje del lenguaje, y la correcta utilización de las palabras que reconozcamos, la identidad formal del sonido articulado en que genéricamente se expresa un vocablo? Es este mismo reconocimiento de la diferencia y las semejanzas el que está a la base del uso mismo de las palabras y, como tal, no podría depender de ellas. Este reconocimiento es el mismo que permite agrupar los objetos, en virtud de determinadas semejanzas y diferencias estructurales, en diversas categorías, en un principio, de naturaleza inmediatamente utilitaria. Luego, con el progreso de la vida psíquica y del uso de las palabras, claramente, este sistema de relaciones habrá de irse desarrollando, alcanzando articulaciones progresivamente más complejas y organizadas. Con todo, este pensar sin palabras, este reconocimiento de diferencias y semejanzas, ese atinar a percibir más de lo que se es capaz de hacer comprender, se presenta a lo largo de todo el proceso de adquisición de la lengua y también, como es por demás evidente, en la evolución de la historia de las ideas, de la filosofía y la ciencia.

Una vez reconocida y certificada la existencia de este impedimento lingüístico, ¿cómo superar las limitaciones anexas al uso de la palabra, tanto hablada como escrita? La respuesta, creemos, es similar a la ofrecida por los santos y los sabios de la antigua China: por medio de la elaboración de un sistema de referencias casi infinito. De este modo, en el concepto se desvanecen los límites precisos y sus contornos se abren a una serie de referencias y una multiplicidad de sentidos. Esa multiplicidad es la misma en que se despliega Prosas y trazos y, de este mismo modo, esa diversidad queda subordinada a la expresión de una unidad. ¿Qué hay, pues, en esa unidad? La vida de un alma (un alma de poeta) que quiere hacerse comprender a través del uso de una palabra mágica, de una palabra cargada de poesía.
Ya hemos dicho que, a lo largo del libro, el alma del poeta se expresa en la multiplicidad de las voces distintivas, que toman la palabra en cada uno de los parágrafos de que consta la obra. A veces, esta riqueza constitutiva del poeta implica un afán de trascender la naturaleza propiamente poética. De este modo adquieren muchas veces voz otros personajes imaginarios o reales que tienen, también, su propia historia para referirnos. Decimos que en esos momentos la naturaleza del poeta se supera a sí misma, dado que los personajes son constituidos y vivenciados con una profundidad real, acaso más propia del novelista. En ese punto nos salen al encuentro mundos “imaginarios”, con todo el anecdotario de un pasado fenecido, que, a través de la palabra, adquiere algo así como una mayor densidad en los modos concretos de su expresión. De este modo, las vidas hace tiempo agotadas, los cuerpos modelados en el aire, la sombra, el polvo y el barro, emergen nuevamente a nuestro mundo cotidiano. Allí se presentan esas formas humanas casi fantasmales y nos hablan de sus penas, sus alegrías, sus esperanzas, sus nostalgias; pero nos hablan también de nuestros olvidos. El suelo que ellos pisaron, el aire que respiraron, el paisaje en que vivieron, se nos presenta nítidamente, vive unos instantes, flotando con claridad en nuestro horizonte, antes de disolverse y reabsorberse en la atmósfera fatal en que se ven arrastrados los años…

Existe en la obra de nuestro poeta, de esta forma, algo así como un deseo de inmortalizar lo ya desaparecido. Lo real es capturado, luego, por medio de un sistema de referencias dinámico, flexible y adaptado a formas frágiles y a las exigencias de un medio elusivo. Se presiente la idea del devenir constante, de los procesos perpetuos de generación y disgregación de los seres del universo. Es natural, luego, que el escritor nos hable de sus impresiones del mundo en los siguientes términos:

Se siente el movimiento de las cosas como un devenir necesario, un fuego que no acaba, un río que fluye y cambia de color, con nosotros. Y en ese cambio universal e incesante, en esa metamorfosis que se desplaza hacia algún punto delante de mis fantasías, y ahora, detrás de tus pensamientos, dibujo ideas fijas, imposibles, como si del mismo devenir pudiésemos sacar fotografías de lo real e imponer así un mundo capaz de asirse, de medirse, de ser dominado.

La idea del flujo, del devenir constante de los ritmos de la realidad, es exaltada hasta incluir en el flujo al propio sujeto. De este modo, el poeta siente, a veces, a su propio yo como formado por retazos, por agrupaciones accidentales de trozos fragmentarios. El Yo se siente, de este modo, descentrado, constituido, ensamblado por la concurrencia fortuita de elementos disímiles. Por esta vía, junto a la complejidad constitutiva de la realidad, se encuentra en trance de hacernos oír una gran verdad, tal como el antiguo profeta y sabio Heráclito de Éfeso lo hiciera hace aproximadamente 2500 años en el marco del mundo griego:

En los mismos ríos nos bañamos y no nos bañamos; somos y no somos[2].



De este modo, por la vía heraclítea, comprendemos el devenir y la multiplicidad. La diversificación de las voces expresan, en cierta forma, partes constitutivas de la misma realidad; acaso posibles “yoes” a integrar, en un futuro, nuestra propia realidad. El yo, de este modo, es también alguien trascendente a sí mismo y, desde ese marco difuso, que es su propia realidad, es capaz de establecer un diálogo. Ese diálogo se entabla, así, a lo largo de todo el libro, en formas diversas. El autor habla con el lector en un nivel al que corresponden, por ejemplo, las reflexiones teóricas. Se habla, se dialoga, en el libro, en el interior de los personajes que toman voz en la obra. El entrecruzamiento de referencias y sentidos se completa, pues, en un intercambio de voces. Cierto que cada uno de estos personajes se presenta a sí mismo y toma su palabra prescindiendo del resto. Pero esto es algo que hace a ellos ‒depositados en la vida fragmentaria de la intratextualidad‒ y no al lector, que es capaz de dominar la totalidad del paisaje humano. ¿Qué encuentra quien analiza con un sentido filosófico este libro? El diálogo; a diferencia del monólogo, se abre, finalmente, en un esfuerzo de trascender los límites del propio espíritu.
¿Trascendencia de quién hacia qué? La comunicación es, de hecho, una forma de trascendencia del espíritu fuera de los límites de su realidad efectiva. En el diálogo, el yo se extiende fuera de sí, se expresa para ser comprendido por otros sujetos. La trascendencia es una dilatación del yo fuera de sí mismo, fuera de la sustancia de su propia inmanencia. El sujeto se trasciende a sí mismo en la apertura que supone el diálogo. Podemos hablar aquí de una trascendencia ‒si se quiere‒ horizontal, que permite la comunicación con los otros sujetos. Pero, ¿es este el único tipo de trascendencia ofrecida al espíritu humano? Existe una trascendencia fundamental, que podríamos denominar como vertical, que es la trascendencia del espíritu para consigo mismo, en consideración a sus virtualidades más excelsas. De este modo, el hombre, saliendo fuera de sí, es capaz de perderse en la actualidad, para volver a encontrarse en una forma más elevada y depurada.
Sean admitidas o no estas ideas sobre la comunicación y la trascendencia, la cuestión consiste en saber si el autor de la obra presenta en el libro algo así como lo expresado aquí con este afán vertical de trascendencia. Nosotros creemos que sí y que este sentimiento puede rastrearse en ciertos presentimientos, acaso en algunos desgarros, en la plegaria que se eleva, a veces entre delirios, al trono derruido de dioses derrumbados. El afán de trascender se encuentra en la nostalgia, se cobija en la sombra, y resplandece con el claro de luna:

A vos, rayo de luna, que mojas con azul estrellas estas rocas de la noche; a vos, frío rayo del insomnio, que desvistes mi alma hasta desnudar el corazón; a vos, luna de la blanca luna noche, que regalas desde el cielo negro esta imagen luminosa; a vos, astro brillante que a un hombre guías con esmero por sus ciegos caminos y senderos; oh, diosa de mis sueños, fábula de mis deseos, terrón de azúcar en el cielo: reza por mí, llora por mí, sueña por mí. Que de tanta mala noche parece que dios padre se ha borrado, y en mi orfandad te adopto como Musa, como imagen, como dios. Oh, Luna, oh rayo de la luna, acaricia estas páginas vacías, dales tinta china con tus manos y con un garabato construiré mi ofrenda sencilla e impar. Bella luna, hermosa mi luna mía. Dios Madre de los caminos de la noche. Impoluto espejito del mundo que duerme. Dame un sueño, un deseo, que el tiempo pasa y se acerca el día.



El contacto lírico con la sustancia misteriosa de la realidad, la aspiración hacia el ideal, se desborda en una plegaria. La noche es oscura y, en el silencio y la oscuridad, el poeta nos ofrece un poema, una palabra, condensación de una aspiración, expresión de una idea y un sentimiento. En esta instancia de su obra, el autor se nos aparece como poseedor de un vuelo lírico muy elevado. Su plegaria a la luna se encuentra a la misma altura de lirismo que aquella otra que integra Los cantos del gran poeta italiano Leopardi:

          Aunque tú, solitaria, eterna peregrina,
Que eras tan pensativa, tú tal vez entiendas
Este vivir terreno,
Nuestro pesar, y suspirar qué significa:
Qué es este morir, esta suprema
Palidez del semblante
Y faltar de la tierra y apartarse
De toda usual y amante compañía.
Y tú ciertamente comprendes
El porqué de las cosas, y ves el fruto
De la mañana, de la noche,
Del callado, infinito andar del tiempo.
Tú ciertamente sabes a qué dulces amores
Ríe la primavera,
A quien ayuda el verano, y qué consigue
El invierno con sus hielos[3].


A través de la comparación, el crítico reconoce algo de lo que el autor acaso no se haya cerciorado. El poeta vive de la subjetividad exaltada y derramada en la confección sensible de las palabras volcadas al público en vuelo de lirismo. El crítico, por su parte, aspira a la perspectiva neutral y omnicomprensiva de la objetividad. Por ello, nosotros, que hacemos aquí las veces de teóricos y de críticos, creemos estar en condiciones de revelar al poeta una verdad que acaso él mismo ignora con respecto a su propia tarea y la trascendencia de su destino. El poeta dice:

Me miro las manos y pienso otra vez, pero ya distinto y diferente. Me miro las manos y creo pensar que ya no habrá en mí ideas vacías de practicidad y significación: porque la vida no es un concepto; no hay, ni habrá ni hubo, no lo hay, digo, no hay una manera de ser y de vivir en este mundo. Mi idea no es una esfera absoluta ni tampoco una línea hacia el infinito. Quiero vivir con un vaso de vino en la mesa y un trozo de pan en la mano.

El poeta, decimos, que quiere el pan y el vino, la sustancia para vivir y para alegrarse en sus tareas diarias, para conservarse en pie y persistir a través del derrumbe del universo de su propia fe, desconoce ‒acaso‒ los destinos a que se encuentra llamada su propia potencia creativa. ¿Podrá o no hallarla? ¿Podrá o no reconocerla? Caso de hacerlo, ¿será capaz de integrarla? De lograrlo, el “yo” del poeta comprenderá que la conversión ascendente y lineal hacia el principio y fundamento de todo lo que hay, abraza también la realidad y no abandona aquí a ninguno de los seres que, junto a nosotros, han transitado, respirado y transcurrido en los ritmos perpetuos de la manifestación corpórea. Para lo eterno no hay contradicción entre el futuro, el presente y el pasado; tampoco la hay entre aquí y allí, propios de la espacialidad. En ella y para ella, el poeta eleva una palabra, que se extiende en una plegaria y se transforma en vida.
En el silencio sagrado, donde la palabra es recibida por el Solo en la soledad, todas las realidades son transfiguradas en poesía.  


[1]Ta Chuan, Gran Tratado” en I Ching, Traducción de la edición alemana de Richard Wilhelm por D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Sudamericana, 2016, p. 410.
[2] Heráclito, “De la naturaleza” en: Heráclito ‒ Parménides ‒ Empédocles, Textos presocráticos, Traducción de Matilde del Pino, Barcelona, Edicomunicación, 1995, p. 35, Fragmento XLIXa.
[3] Leopardi, G., Los cantos, Traducción de Juan Bautista Beltrán, Barcelona, Ediciones 29, 2000, pp. 101-102.

jueves, 29 de agosto de 2019

Sören Kierkegaard y el concepto de lo demoníaco




¿Qué es lo que me ata? ¿De qué estaba hecha la cadena con que ataron al lobo Fenris? Estaba hecha, para aterrorizar, de los ruidos que hacen las patas de los gatos al deslizarse por el suelo; de barbas de mujeres; de raíces de rocas; de hierbas de oso; del aliento de los peces y de la saliva de los pájaros. Así estoy también yo atado a una cadena formada de sombrías cavilaciones, sueños angustiosos, inquietos pensamientos, sugestiones medrosas y angustias inexplicables. Esta cadena es muy flexible y suave como la seda. Diríamos que se estira y parece ceder cuando se la fuerza violentamente, pero es imposible romperla.

   (S. Kierkegaard, Diapsalmata)


El concepto de lo demoníaco es abordado por el filósofo danés Sören Kierkegaard desde una multiplicidad de perspectivas a lo largo de su vasta obra. Se oscila en ellas entre distintas caracterizaciones (no por diversas contradictorias) que colocan siempre, en primer término, el problema de la libertad por demás fundamental al pensamiento existencial a lo largo de su historia. El tratamiento más sistemático, preciso y desarrollado de la problemática podrá hallarla el lector en El concepto de la angustia, obra por otra parte esencial, para comprender el posicionamiento filosófico del teólogo danés. Ahora bien, dado que, en esta obra, el concepto de lo demoníaco aparece como una forma peculiar de la pérdida de la libertad,  conviene comenzar precisando qué entiende Kierkegaard por ella. Para ello nos serviremos de algunas precisiones del estudioso francés Roger Verneaux en el capítulo que, en sus Lecciones sobre Existencialismo, le dedica a Kierkegaard:

La individualidad se da, la persona se afirma por y en la libertad. ¿Qué es, pues, el acto libre? Ante todo es un comienzo absoluto, un acto irracional, por consiguiente, en el sentido de que no puede ser previsto ni explicado por la razón; toda la lógica del mundo es impotente para deducir las decisiones de un hombre. Además es una elección; lo cual significa que en presencia de una alternativa se elige uno de los miembros con exclusión del otro […]. Por último –y esto nos hace penetrar en lo más íntimo de la libertad−, por el hecho de elegir alguna cosa, sea lo que fuere, en el fondo se elige uno a sí mismo. La libertad, pues, consiste en elegirse: por una parte en consentir en ser lo que se es, en ser uno mismo, y por otra en querer devenir lo que no se es. Pero los dos aspectos se superponen, coinciden en realidad, puesto que el ser del hombre consiste en devenir. La libertad aparece así como una tensión del ser hacia sí mismo[1].

El carácter irracional del acto libre hace referencia a aquel núcleo profundo desde el que tal acto parte. Ese núcleo es por esencia inobjetivable y, por tanto, sus expresiones típicas no podrán ser capturadas adecuadamente por nuestros conceptos. El nuevo comienzo hace referencia a la irrupción de este dinamismo profundo en los eventos del mundo objetivo. La elección, por lo demás, existe en la posibilidad. En este sentido se comprende que la libertad sea, en primer lugar, a través de la imaginación, creadora de los posibles y, en un segundo momento, que, a través de la ordenación de la voluntad, sea quien elija entre ellos. Elegir un posible es recortar el ser, al hacer que la indeterminación extensa y difusa ofrecida por la virtualidad se circunscriba y condense en un acto metafísico concreto, un estado de la realidad actual y delimitado.
La libertad, que existe para el sujeto como un atributo de su propio yo, es, entonces, creadora de los posibles[2]. El yo se refleja y extiende, luego, virtualmente en los posibles a los que la imaginación constituye. ¿Y qué encuentra la libertad en lo posible? Encuentra la indeterminación; indeterminación que se refiere tanto a los eventos del mundo como a sí mismo. Esta virtualidad extensa, en cierta forma, crece en la percepción con la profundidad del sujeto y se condensa cada vez con mayor consistencia sin alcanzar nunca el ser característico de lo efectivo; no obstante ello, la posibilidad crece y he aquí que el sujeto libre se encuentra asediado por ella. Esta irrupción activa de la posibilidad en la actualidad del sujeto es el fundamento de la angustia. Es así como la angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente a la posibilidad. Es como si la posibilidad misma, en una extensión indeterminada, observara fijamente al sujeto. Esta mirada de la posibilidad indeterminada, como la de Medusa, petrifica a los sujetos paralizando sus movimientos. De modo similar ‒y para usar la misma imagen de la que se sirve Kierkegaard para ilustrar el fenómeno‒, el individuo inclinado sobre un abismo sufre vértigos y se encuentra paralizado por el terror. Ahora bien, la angustia es al espíritu lo mismo que el vértigo es al cuerpo. Y es así como la angustia, que revela la libertad, brota continuamente de ella como una señal ambigua de su dignidad metafísica:

Ésta es la realidad, que viene precedida por la posibilidad de la libertad. Por cierto que esta posibilidad no consiste en poder elegir lo bueno o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura ni con la verdadera filosofía. La posibilidad de la libertad consiste en que se puede. En un sistema lógico es demasiado fácil decir que la posibilidad pasa a ser la realidad. En cambio, en la misma realidad ya no es tan fácil y necesitamos echar mano de una categoría intermedia. Esta categoría es la angustia, la cual está tan lejos de explicar el salto cualitativo como de justificarlo éticamente. La angustia no es una categoría de la necesidad, pero tampoco, lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma […]. Desde el instante en que queda puesta la realidad, empieza la posibilidad a caminar a su lado como una nada que tienta a los hombres insensatos[3].


 


            La angustia brota del acto libre, en la medida en que este engendra la virtualidad, y como un saber original de la potencialidad de la libertad. De esta forma se comprende que tanto la potencia constituyente de los posibles como el saber son lo que engendran, de manera conjunta, el fenómeno de la angustia. ¿Angustia de qué? Angustia de una nada que se sospecha. Esa nada, al no estar determinada, presenta una realidad proteica. La nada puede ser cualquier cosa y, como tal, hallar refugio en cualquier rincón del universo. El individuo aquejado por la angustia se encuentra paralizado; luego, en una condición ambigua: se encuentra seguro y acechado, conoce y desconoce, se siente atraído pero también rechaza. Esta es la ambigüedad fundamental que le servía a Kierkegaard para dar cuenta del pecado original, por medio de la flexibilidad de una categoría intermedia[4]. Pero, ¿en qué consistió ese pecado? En el tránsito de la inocencia a un estado de culpabilidad. La inocencia es ignorancia; por lo pronto, no es culpable ni virtuosa[5]. Tiene en ella la potencia de serlo todo, dado que no es nada. Esto, la inocencia, sin saberlo, lo presiente, y esta ignorancia sapiente (o bien la presencia de esta suerte de saber ignorante) despierta angustia. La intensidad de esta angustia se mide por la intensidad de la potencia. Como la inocencia no ha realizado nada (en la dirección del espíritu, se entiende), su posibilidad es infinita. Ella no es libertad aún, pero está dirigida hacia ella. Conviene, entonces, contraponer a este estado, donde la libertad se nos ofrece con el espacio formidable de su potencialidad, con el de lo demoníaco, en que la libertad se encuentra perdida.

Lo demoníaco es angustia ante el bien. En el estado de inocencia no estaba puesta la libertad en cuanto libertad y su posibilidad constituía la angustia en la personalidad. En el estado de endemoniamiento se ha invertido esa relación. La libertad ha quedado establecida como no-libertad, pues se ha perdido la libertad. La posibilidad de la libertad aquí nuevamente angustia. La diferencia no puede ser más absoluta, ya que la posibilidad de la libertad se manifiesta aquí en relación con una esclavitud que es exactamente lo contrario de la inocencia, pues ésta es una categoría en la dirección de la libertad[6].




Si la angustia se manifiesta, en la inocencia, como una angustia ante el mal, entrañada en la posibilidad del pecado; en lo demoníaco, la relación se invierte. Aquí el sujeto se angustia no ante el mal, sino ante el bien. Por ello lo demoníaco se manifiesta, fundamentalmente, cuando el bien se le acerca de afuera. La libertad, por lo demás, se ha encadenado a sí misma y, se comprenderá, el conflicto habrá de surgir cuando la libertad de fuera le abra nuevamente la perspectiva de la posibilidad. Hechos como este se repiten en todas las esferas de la vida del hombre, pero aquí adquiere su real dramatismo existencial. El hombre endemoniado guarda, por tanto, una relación particular con el bien, que es la angustia, y ello por el motivo en que su libertad se ha esclavizado. En este momento, Kierkegaard nos conmina a separar lo accidental, en la variabilidad de las manifestaciones, de lo sustancial, que permanece idéntico en todos los casos:

El fenómeno siempre es el mismo, es decir, de angustia ante el bien: pues la angustia puede expresarse con igual perfección en la mudez que en el grito. El bien significa, como es obvio, la reintegración de la libertad, la redención, la salvación, o como se la quiera llamar[7].
                                                                      
El fenómeno de lo demoníaco ha sido históricamente abordado desde distintas esferas. Desde un punto de vista estático-metafísico, el fenómeno era considerado como un producto del destino y como una desgracia. La perspectiva ética, por otra parte, lo consideraba como una culpa, y en virtud de esta culpa es que se comprenden los castigos infligidos a los endemoniados. Finalmente, el último abordaje, es desde lo patológico. Kierkegaard reconoce, al mismo tiempo, la legitimidad de estos tres puntos de vista. Y esta legitimidad encuentra un fundamento en la estructura metafísica del ser humano. Es así como

La posibilidad de estos tres puntos de vista tan distintos nos viene a demostrar la ambigüedad del fenómeno, esto es, que en alguna manera pertenece a todas las esferas, tanto a la somática como a la psíquica y a la neumática. Esto indica que lo demoníaco tiene un alcance mucho mayor del que se le supone habitualmente. La explicación no es otra sino la de que el hombre constituye una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. Por eso, la desorganización en una de estas esferas no puede por menos de repercutir en las otras restantes[8].

La síntesis es la reunión de una diversidad en una totalidad. Así la concebía, por ejemplo, Kant, dado que la actividad sintética del entendimiento reunía una multiplicidad dispersa, tanto en el espacio como en el tiempo, en una unidad de significado proporcionada por la categoría, el concepto puro que otorgaba unidad a la actividad sintética. El concepto más inmediato que tiene en mente Kierkegaard en su definición es, no obstante, el hegeliano. De este modo, Kierkegaard considera la síntesis como una unificación operada entre opuestos que, a pesar de su posición, forman parte de la misma totalidad. La síntesis, por ello, consiste en la negación de la negación; en otros términos, en la superación de la contradicción. La síntesis humana consiste en una síntesis entre elementos opuestos: el alma y el cuerpo. La totalidad es constituida por una relación en tensión que es establecida por el espíritu, por el Yo. El yo, de este modo, se relaciona tanto con lo anímico como con lo corpóreo. Su naturaleza es, así, contradictoria y se encuentra en tensión entre ambos polos. El espíritu establece, luego, una relación peculiar con el cuerpo, y otra también peculiar con el alma. De este modo, el alma y el cuerpo establecen también una relación particular entre sí mismos; en la medida en que ambos forman parte de la misma totalidad y afectan al mismo Yo, como constitutivos esenciales de la realidad del propio sujeto.

considerando la diversidad de aspectos  que incluye constitutivamente el ser humano, de acuerdo a las ideas antropológicas de Kierkegaard, comprendemos que esta diversidad justifica el abordaje desde una multiplicidad de perspectivas diferenciales. Lo que desde un punto de vista estático es una desgracia, desde el punto de vista de la génesis es producto de una culpa, dado que el estado se ha ido configurando por toda una serie de movimientos. Así, el yo libre se ha encadenado, y esa esclavitud constituye también una patología. Sobre el carácter de esta enfermedad no hay mucho que decir, tanto más, cuanto que es la perspectiva con la que se considera actualmente (al menos, hasta la irrupción de las ideas posmodernistas, con el sinsentido lógico y metafísico transformado en sistema y método de trabajo especulativo); de modo que, siguiendo la exposición del teólogo danés, veremos el papel de la libertad en todo el dinamismo, dado que la libertad se ha perdido en la extensión de un proceso. El individuo se angustia ante el bien; por lo tanto, el sujeto esclavizado por el demonismo ha de encontrarse en el mal. Kierkegaard precisará, luego, qué entiende aquí por “el mal”:

De ordinario, se suele emplear acerca del mal una expresión más metafísica, diciendo que es lo negativo; la expresión ética de lo mismo es justamente la de clausura, sobre todo si se atiende a los efectos del mal en el individuo. Porque lo demoníaco no se encierra en su clausura con alguna otra cosa que lo acompañe allá dentro, sino que se encierra sólo; y en esto consiste la profundidad peculiar de la existencia, a saber, en que la propia esclavitud se haga a sí misma prisionera. La libertad es siempre comunicativa –por cierto que no hay ningún inconveniente en que aquí se tenga también en cuenta la significación religiosa de este término‒. La no-libertad, por el contrario, se encierra cada vez más dentro de sí misma y no desea tener ninguna comunicación. Indicios de esto se pueden observar también en todas las esferas[9].




La libertad acciona realmente en el hombre según una línea de desarrollo vertical. La comunicación de la libertad consiste en su carácter efectivamente concreto en conjunto con su acción real. Donde la acción, el dinamismo, se torna imaginario, el sujeto no se halla en comunicación con lo efectivamente existente. El individuo que perdió la libertad comienza, luego, por encerrarse. En ese encierro consiste también el mal, toda vez que no quiere ver su propia tarea en la realidad que se le ha dado. Existe, por ende, aquí una rebeldía y un rechazo. La esclavitud, por tanto, se encierra progresivamente y culmina en el enclaustramiento. La falta de comunicación con la realidad se perfeccionará en el mutismo. Es así como, el ensimismado que ha perdido la libertad, hallará un refugio seguro en el silencio:

Pero no me parece oportuno desarrollar más este tema, pues no acabaríamos nunca con él aunque nos ciñéramos a una simple mención algebraica de sus rasgos principales. ¿Qué sería si lo quisiéramos describir a fondo, o si se rompiera el silencio del ensimismado para que todos pudieran escuchar sus monólogos? Pues el monólogo es cabalmente su lenguaje habitual; por eso se dice del ensimismado, cuando se le quiere caracterizar, que es un hombre que habla consigo mismo[10].

Quien rompe los vínculos con la comunicación, lo hace con una posibilidad y se refugia en el silencio para conservar la servidumbre de su encierro[11]. Al no comunicarse con la realidad, a la fuerza, su palabra dará vueltas alrededor de sí mismo. Este andar en círculos es su monólogo. El monólogo es la forma peculiar de habla del ensimismado, y se interrumpirá con la irrupción de una nueva característica típica, como es lo súbito:

El ensimismamiento era el efecto de la negativa relación social de la personalidad. Con lo que aquél no hacía otra cosa sino cerrarse más y más a toda comunicación. Ahora bien, la comunicación es, a su vez, la expresión de la continuidad, y la negación de la continuidad es lo súbito. Podría pensarse que el ensimismamiento implicaba una extraordinaria continuidad, pero acontece exactamente lo contrario. […] la personalidad del ensimismado siempre mantendrá una cierta continuidad con el resto de la vida humana, a no ser que el ensimismamiento se dispare del todo por los derroteros de la completa locura, que es el lastimoso perpetuum mobile de la monotonía. Precisamente en relación a esta cierta continuidad del ensimismado con el resto de la vida humana se nos presenta ahora la aparente continuidad del ensimismamiento, antes mencionada como lo súbito. En un momento la tenemos ahí y en el momento siguiente ya está lejos, y cuando la creímos desaparecida del todo hela de nuevo ahí íntegra y, plenamente. No es posible incorporarla o transformarla en una auténtica continuidad. Ahora bien, tal manera de manifestarse es cabalmente típica de lo súbito[12].

Lo súbito aparece, luego, como un corolario de la pérdida de la libertad. Sin continuidad real, el ensimismado ofrece un simulacro de permanencia, resguardado en el silencio. A decir verdad, no avanza, y en esta falta de dirección se manifiesta el carácter ilusorio de la continuidad. La persistencia aparente se pierde en lo súbito, esto es, una interrupción de la continuidad, que manifiesta una realidad de naturaleza subterránea. Esta realidad aparece, se expresa, y retorna de forma intermitente a las regiones desde las que parte. He aquí por lo cual este acaecer tiene algo de inasible. Todo se funda, finalmente, en la medida en que el sujeto logra aferrarse… a su estado de servidumbre. Y el fenómeno mismo de interrupción de lo súbito es una nueva manifestación de la sumisión interna. El demoníaco nos ofrece, en este fenómeno, una doble faceta de una personalidad que no logra integrar su unidad. De aquí que se exprese, ya sea un aspecto, ya sea en el otro, sin continuidad en la expresión y sin un reconocimiento mutuo de la complejidad de sus elementos constitutivos.
Lo súbito de las manifestaciones ofrece un cierto formato para la expresión estética adecuada del fenómeno de lo demoníaco. Es así como Kierkegaard nos dice que

Si se desea representar a Mefistófeles, muy bien puede dársele el papel de la réplica. En este caso, lo que se pretende no es tanto encarnar la idea peculiar de Mefisto, cuanto servirse de él como agente que pone en marcha la acción dramática. Lo que quiere decir que propiamente no se representa al mismo Mefistófeles, sino que se hace de él un bosquejo más o menos difuminado, convirtiéndole en una cabeza intrigante y llena de ingeniosa malignidad. De este modo, sin embargo, se volatiliza de todo su carácter, y a este propósito tenemos una leyenda popular que ha puesto el dedo en la llaga. Cuenta esta leyenda que el diablo estuvo sentado tres mil años cavilando cómo hacer caer al hombre..., hasta que, al fin, se le ocurrió el modo de hacerlo. El acento recae aquí en esos tres mil años, y la idea que sugiere este número es precisamente la del ensimismamiento peculiar de lo demoníaco, que siempre está incubando[13].




Es así que en la representación de la obra de teatro mencionada por Kierkegaard, Mefistófeles aparece en una habitación saltando súbitamente por la ventana, y luego se queda estático. El movimiento se condensa en la inmovilidad conservando el gesto. La actitud de movimiento expectante es en la que el actor queda fijado[14]. El efecto del dinamismo peculiar a lo súbito no podría haber sido captado de una forma más reveladora y diversa a esta. La razón de ello es que el demonismo es de naturaleza eminentemente mímica, toda vez que se encierra en el silencio y se expresa en lo súbito. En lo expectante del movimiento es como el individuo da la idea de estar incubando, toda vez que está a un paso de ponerse nuevamente en marcha y ese desequilibrio establecido, es fijado de manera continuada.
El hombre endemoniado rompe con su dinámica típica en lo súbito, pero es el caso que, en lo que hace a la continuidad fundamental, no existe ruptura en lo sustantivo. El individuo continúa siempre en un movimiento ilusorio, ensayado en el vacío. Como un hombre que pretendiera caminar y no hace más que ensayar sus movimientos en el aire, nuestro endemoniado no hace más que mover sus extremidades y agitarse. No existe, por tanto, ninguna continuidad real en el dinamismo. En sentido positivo, existe, por lo tanto, una persistencia en el vacío. Esta continuidad en el vacío, en sentido propio, es ilusoria, dado que su contenido es negativo.

De este modo, Kierkegaard nos permite comprobar la conclusión lógica a la que conduce la pérdida de la libertad, característica de lo demoníaco. La libertad, que se cancela a sí misma clausurándose en la no-libertad, no es capaz de otorgar consistencia a la personalidad, confinándola progresivamente en el vacío de su propia sustancia interna…

El aburrimiento y la inanición son concretamente una continuidad en la nada. Ahora podemos interpretar de un modo algo distinto la cifra que nos da la leyenda popular anteriormente citada. Los tres mil años ya no señalan la dirección de lo súbito, sino que ese tremendo espacio de tiempo nos evoca la idea del vacío y de la aterradora falta de contenido del mal. La libertad avanza tranquila siguiendo una línea de continuidad; lo contrario de esta marcha tranquila es lo súbito, pero también lo es ese señuelo de tranquilidad que se impone a nuestra imaginación cuando vemos a un hombre que da la impresión de estar muerto y enterrado en vida[15].




[1] Verneaux, R., Lecciones sobre Existencialismo, Traducción de María Mercedes Bergadá, Buenos Aires, Club de Lectores, 1957, pp. 51-52, énfasis original.
[2] “El hombre es posibilidad siempre. No se cierra nunca para lograr una totalidad en la que pueda descansar y decirse a sí mismo: ‘esto soy yo’. Siempre es posible el nuevo acto que dé a la vida de ese hombre otro sentido que el que hasta entonces parecía tener, y que nos lo muestre como siendo otra cosa. Si fuese posible ‘trazar la raya’, como decía Kierkegaard –esa raya que en las sumas permite obtener el ‘total’‒ sería posible decir: ‘esto soy’. Pero esa raya –la raya de la muerte‒ está ya fuera de nuestra vida. No he de ser yo quien haga la suma; no he de ser yo quien, ante el último de mis actos, diga: ‘esto soy yo’” (Fatone, V., Introducción al Existencialismo, Buenos Aires, Columba, 1973, p. 17).
[3] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 58-59, énfasis original.
[4] “Adán, que no es culpable, se angustia de nada, y su inocencia se siente como perdida. Su angustia es la realidad de la posibilidad antes de la posibilidad. Es la libertad sujeta en sí misma: puro poder, vértigo en que la libertad mira el abismo de su propia posibilidad. Puro poder que es al mismo tiempo impotencia, porque para la libertad la posibilidad es lo futuro y lo futuro parece fuera de nuestro alcance. Sujeta en sí misma, la libertad está, por eso, como extrañada de sí misma. La angustia es la experiencia de un puro poder impotente, y a la vez un puro saber ignorante en que la realidad entera se proyecta como una nada” (Fatone, V., La existencia humana y sus filósofos, Buenos Aires, Raigal, 1955, p. 17, énfasis original).
[5] “La angustia que hay en la inocencia no es, por lo tanto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas. El hecho de que se dé en niños en los que no se encuentra esta angustia, no prueba nada, tampoco se da en los animales, y cuanto menos espíritu menos angustia” (Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 51).
[6] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 144-145.
[7] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 140.
[8] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 143.
[9] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 145-146.
[10] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 150.
[11] Por otra parte, es típico en la disimulación de la locura de individuos paranoicos recurrir a la estrategia del silencio: “Existe un primer grado de disimulación que es la reticencia. En la reticencia hay un ocultamiento parcial del tema delirante. Algo se dice, pero mucho se calla. En los interrogatorios eludirán las respuestas directas y emplearán los circunloquios. Después vendrán los silencios, que no se llenan con palabras, pero sí con gestos que traicionan. La mímica es el mejor lenguaje de los silencios [Kierkegaard notaba que lo demoníaco encuentra su expresión estética perfecta en lo mímico]. El reticente empieza por colocarse un disfraz incompleto” (Loudet, Op. Cit., p. 64, énfasis original y corchetes nuestros).
[12] Kierkegaard, Op. Cit., pp. 152-153.
[13] Kierkegaard, Op. Cit., p. 154.
[14] “Las palabras más terribles, alzándose desde el abismo de la maldad, no son capaces de producir el efecto que causa la subitaneidad del salto, que es uno de los factores de lo mímico. Por horribles que puedan ser las palabras –aunque sean un Shakespeare, un Byron, un Shelley quienes rompan el silencio‒ siempre conservarán el poder liberador que les es propio. Porque sin duda que toda la desesperación todos los horrores del mal reunidos en una sola palabra, nunca llegarán a ser tan terribles como el silencio mismo. Por tanto, lo mímico puede expresar muy bien lo súbito, sin que esto signifique que lo mímico en cuanto tal sea lo súbito. En este sentido es bien meritoria la representación que nos ha hecho de Mefistófeles el maestro de ballet Bournonville. ¡Qué espanto no le sobrecoge a uno cuando ve que Mefistófeles entra saltando por la ventana y se queda enhiesto en la posición del salto! Este brío en el salto –que recuerda el brinco del ave de rapiña o de la fiera salvaje‒ es de un efecto extraordinario, porque nos causa un espanto reduplicado, una vez que por lo general siempre arranca de una perfecta inmovilidad. Por eso Mefistófeles tendrá que andar lo menos posible, pues el andar mismo es una especie de transición al salto y encierra como un barrunto de la posibilidad de éste. Y por esta misma razón la entrada en escena de Mefistófeles en el ballet aludido no hay que tomarla como un golpe de teatro, sino como una idea muy profunda” (Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 154-155, énfasis original).
[15] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 156.