“Lo trágicoˮ es
equivalente a una semilla que se hunde en la humedad oscura de la tierra –la tierra nutritiva que protege de la luz excesiva‒ para germinar y reproducir, una vez más, la lucha por elevarse,
en forma vertical, hacia la superficie; una especie de desafío a la ley natural
del planeta, el esfuerzo por vencer la fuerza de la gravedad. Pero en este
ascenso, la luz debe ser el objetivo; la vida es lo que debe prevalecer, a
pesar de las múltiples transformaciones y “muertesˮ.[1]
Con placer emprendemos la tarea de
esbozar un breve análisis de Laberintos
de Ariel Pytrell; obra que ya ha sido estrenada en los teatros porteños en el
año 2012. Parte de nuestro agrado se debe a la amistad y cercanía del autor con
quienes escribimos en este espacio. Otra importante porción de él, se debe a
las cualidades intrínsecas de una obra por demás rica y cuidadosamente
elaborada, cuyo estudio, para resultar fecundo en nuestro análisis, deberá ser
acotado al trazado nítidamente definido
de unos pocos rasgos característicos. Y es que nuestro escritor, además de
Dramaturgo, es un teórico de su actividad que pone a prueba sus concepciones en
la forma más peligrosa; arriesgándose a la incomprensión del público y, acaso
también, tanto de los críticos como de aquellos mismos a los que les toque
representar la obra. La tarea, luego, nos impone avanzar con tanto celo como cuidado.
El atributo característico de la tragedia, no se cansa de repetir en uno y
otro lado nuestro autor, es una esencia, un contenido, que puede volcarse al
público de distintas formas. La forma es lo variable, lo contingente y
accesorio. Su función se agota en vehiculizar adecuadamente el contenido. La
sustancia vital de este contenido es lo “trágico”. En este sentido se torna
comprensible el intento del autor de adaptar la tragedia antigua a las
circunstancias presentes. La neotragedia
abreva no de la forma, sino del mismo contenido substancial que nutría a la tragedia
clásica, contenido consubstancial al ser humano y, como tal, eterno y válido
para todos los tiempos. Es así como lo trágico consuma la expresión deficiente
del misterio. Deficiente, por fuerza, porque se sirve de un lenguaje humano
incapaz de apresar esa realidad tejida por trazos etéreos, en el telar divino
de las Moiras, las madres de Goethe,
los antepasados mismos de los dioses de nombre y esencia inescrutables. El arte
trágico consiste en proporcionar un marco para que las realidades primordiales
y divinas se manifiesten en el mundo socialmente constituido en que habita el
ser humano. Esta epifanía de lo sobrenatural estremece naturalmente al individuo.
El fundamento profundo de este estremecimiento radica, empero, en que lo que la
tragedia comunica es algo que le es familiar e íntimo al hombre, aunque ocasionalmente
se encuentre olvidado. Es así como ese
fondo de misterio es además constitutivo intrínseco a nuestra propia realidad.
Consustancial a ella, también, la tendencia vertical, el esfuerzo de
crecimiento y el dolor que lo acompaña; toda vez que en este crecimiento
existe, también, algo sagrado y este encuentro del hombre con las realidades divinas
no puede producirse sin impacto. Y aquí se encuentra la sustancia de la manifestación
trágica, el grito de silencio, y la revelación del dolor. Dolor en el fondo de
la vida, dolor en la gestación de algo que debe conmover el universo, dolor del
nacimiento, del germinar del fondo de la realidad divina en el abismo profundo de
nuestro propio desierto.
Pytrell nos recuerda que lo trágico no
debe necesariamente ir vinculado a la muerte. Ciertamente, de lo que se trata
es de que el relato sirva para vehiculizar el contenido de lo trágico y apuntar
hacia el misterio (tal como de acuerdo a Heráclito el oscuro lo hacía el señor
cuya morada se encuentra en Delfos); esto es, hacia las entrañas abisales de
una realidad sagrada, de una esencia primordial y de un orden etéreo. En este
punto se nos torna claramente comprensible que el arte trágico pueda desprenderse
efectivamente de la sangre y de la muerte, pueda separarse de todo motivo
escabroso y efectista y, no obstante ello, no pueda nunca ser separado de la belleza y el dolor, un par de hermanos gemelos que presiden los procesos de
desarrollo espirituales. Todo esto se nos tornará mucho más comprensible si
tenemos en cuenta las siguientes expresiones de Oscar Wilde en De profundis, también conocidas y que de
una u otra forma el autor de Laberintos,
según nuestra opinión, no podrá más que compartir:
Detrás de la alegría y la risa puede
haber un temperamento grosero, duro e insensible. Pero detrás del dolor está
siempre el dolor. El dolor, al contrario que el placer, nunca lleva máscara. La
verdad en el arte no es una correspondencia entre la idea esencial y la
existencia accidental, no es tampoco la semejanza entre la forma y la sombra o
entre la forma reflejada en un espejo y la misma forma, no es tampoco el eco
que viene de una colina perforada, ni es la corriente de plata que corre en el
valle que muestra la luna a la luna y Narciso a Narciso. La verdad en el arte
es la unión de una cosa consigo misma, lo externo como expresión de lo interno,
el alma encarnada, el cuerpo animado por el espíritu. Por esta razón no hay
verdad comparable al dolor. Hay ocasiones en que me parece que el dolor es la
única verdad. Otras cosas pueden ser ilusiones del ojo o del apetito, hechas
para cegar a uno y deslumbrar al otro; pero del dolor se han edificado los
mundos y en el nacimiento de un niño o una estrella siempre hay dolor[2].
Es así como el dolor nos provee de un
vehículo expresivo de primer orden apto para cernirnos al contenido trágico. A través
de sus revelaciones entrevemos las fulguraciones de la belleza en su estado más
puro. De este modo comprendemos como, al final de la representación de la
tragedia, asistimos a una revelación primordial de las fuerzas misteriosas del
hombre y la naturaleza. La sensación que queda es, en efecto, la de una verdad
inasible, algo así como un susurro misterioso entregado secretamente a nuestros
oídos por el viento; una manifestación se ha deslizado en el aire y huido furtivamente
ante nuestros ojos. De repente nos miramos las manos dudando si seremos o no los
mismos. La experiencia estética dio claramente en el blanco. Aquí hay algo que
no comprendemos, aquí hay algo que presentimos pero que, de todas formas, aún
ignoramos. Algo así como el secreto primordial de que se encuentra grávida el
alma, y que suspira por dar a luz nuevos universos. Un lenguaje nunca oído,
extraordinario y que, por otro lado, nos es sugestivamente familiar. Y es que la
revelación trágica se consuma allí donde el lenguaje humano es incapaz de llegar. Las
palabras no logran apresar esa sutil realidad que se manifiesta. Como el relámpago
de fuego emanado del ojo de los dioses, se trata este de un saber fatal, un
saber que fluye, que devora y calcina.
Es este el impacto característico de la
irrupción tangible del misterio. Ahora bien, la característica fundamental de la esencia del misterio consiste en ser inconmensurable con los medios con que se expresa. La naturaleza manifestada en el
contenido de lo trágico corresponde a un ámbito inobjetivable por esencia. Por
ello mismo, se presenta solo a “personas” que han salido del ámbito de lo
cotidiano y genérico. Este es el ámbito que, de acuerdo a la filosofía de Sören
Kierkegaard, corresponde a una de las acepciones del concepto de lo demoníaco. Lo
trágico que comunica la tragedia, que reactualiza el mito transmitiendo un
misterio primordial, lo hace a través de las vicisitudes del protagonista, el
héroe del relato, que de una u otra forma ha sabido salir fuera del marco de lo
genérico. Aquí se explica la oposición ensayada por el autor entre Ariadna,
llamada “idiota” una y otra vez por Fedra, “la estúpida”. Todas estas
referencias no son aquí casuales toda vez que Ariadna se encuentra en trance de
acceder a un estadio divino. Y es que el arte trágico, por su función
eminentemente develadora nos impone superar el marco de la socialización
genérica. Es así que el dolor es un fenómeno (una revelación, según Oscar
Wilde) que nos individualiza y nos separa del conjunto. Solamente su dedo mágico es lo
suficientemente sensible para detectar las pulsaciones sutiles y aislarlas del resto más grosero. Es
así como el dolor nos cualifica y diferencia y, una vez separados de lo
cotidiano y genérico, nos abisma de lleno en el misterio de lo demoníaco.
Antes de proseguir debemos aclarar que utilizamos
aquí el término “demoníaco” en una acepción restringida, tal como la utilizada
por Sören Kierkegaard en Temor y temblor,
pero no por acotada creemos que resulte menos certera. Lo demoníaco alude a un
estado, abstracción hecha de la causa, por la que un individuo se encuentra
fuera del ámbito de lo genérico. El individuo demoníaco entra así en un
contacto personal con las realidades que lo trascienden, sean estas superiores
o inferiores. Los abismos interiores que presiden las potencias ascendentes y
descendentes (una dimensión ignorada que se extiende en profundidad) se tornan
manifiestos. En esta instancia todas las decisiones se tornan críticas.
El personaje que encarna, en Laberintos, el espacio de figura
demoníaca por antonomasia es claramente el Minotauro, una figura legendaria
mitad animal, mitad humana, y con un vínculo extraño con las potencias
subterráneas de la noche. Es así como, en esta obra, el escritor nos propone
una “variación” del mito. Variación que nos recuerda, en más de un punto, a las
ensayadas por Sören Kierkegaard a lo largo del libro temor y temblor, y, más específicamente, a las realizadas a
propósito del relato tradicional de Inés y el tritón.
La “variación” es un experimento
filosófico que permite echar luz sobre una verdad profunda. Tanto aquí como en
el experimento científico las variaciones permiten confrontar situaciones
imprevistas y que los fenómenos manifiesten el misterio oculto de la naturaleza
en situaciones que no suelen presentarse de manera espontánea. Aquí, en la obra, Ariel Pytrell hace suya la
idea borgiana. Asterión se encuentra en búsqueda de redención. Es más, el
desarrollo narrativo lo encuentra en un momento crítico. Lo demoníaco en Asterión,
se nos aparece, por tanto, a través de varios niveles. Ahora bien, según la
sugerencia de Kierkegaard, la representación escénica de lo demoníaco[3]
se efectúa, de un modo privilegiado, por medio de la mímica. Ello es así, toda
vez que la verdad a expresar es en todo punto inasible y, en cierta forma,
trasciende el marco cotidiano de expresión a través de un lenguaje reglado. Aquí
puede encontrarse el juego ensayado por Asterión de probar a “hablar” el
lenguaje silencioso de los elementos. También aquí podemos encontrar algún
fundamento a la separación de los dialectos hablados en Atenas y Cnosos.
Ensayos sobre la insuficiencia de la lengua y de como su efectividad,
conjuntamente con sus peculiares desarrollos concretos, dependen de la específica
naturaleza de quienes se sirven de ella como herramienta.
Ahora bien, algunas de estas ideas a
propósito de lo demoníaco de Asterión pueden encontrarse sugeridas aquí y allá
por pasajes como el siguiente:
ARIADNA− Asterión es mi hermano, hijo de mi madre, compartimos el mismo
hilo de vida.
NODRIZA− ¡Ariadna, ya basta con este
juego! ¡Es monstruoso!
ARIADNA− No, mi pobre hermano es quien
está ahí, cumpliendo una condena monstruosa. Sé que él está pagando por un
crimen que jamás cometió. [4]
Aquí el autor juega con una verdad oculta
a los protagonistas. Dicen lo verdadero aun sin quererlo. En efecto, tanto
Ariadna como Asterión se encuentran unidos por un hilo mágico: El que permite salir
del laberinto. Es más, la posibilidad misma de la comunicación se funda en que
están en trance de acceder a una especie de divinización. Ariadna, hermana del
monstruo, es así también hermana de lo demoníaco. Y en lo demoníaco, de acuerdo
a Kierkegaard, se llega a un estado crítico en el que se sale a través de la
paradoja divina o bien por la demoníaca. Como en el relato tradicional de Inés
y el tritón, el contacto de Asterión con Ariadna resulta crítico. En Laberintos, la paradoja divina está a
punto de consumarse, nuevamente a través del encuentro, en el trazado de un
drama ideal y arquetípico:
[ASTERIÓN
A ARIADNA…] También ustedes buscan laberintos…hay una parte de mí que reconoce
el principio. Hay otra parte que sabe del final. Y hay otra que quiere bailar
de alegría, ¡como un niño desnudo! (ARIADNA
sigue sin responder). ¿Sabías que todo lo que crece baila de dolor? Claro,
¿cómo pueden saber estas cosas? Pero te aseguro que desde aquí se siente el
temblor de tierra cuando la raíz de una planta se estremece.[5]
El hombre busca laberintos. Pero el
principio solamente puede ser reconocido desde el final. Todo lo que crece se
estremece de dolor y en ese dolor hay alegría. Esto lo sabía Nietzsche cuando
hacía decir a su Zaratustra que “la felicidad del espíritu consiste en ser
coronado con lágrimas, como víctima para el sacrificio”. Claramente, los
hombres no lo entenderían. Los sabios famosos mirarían para otro lado. Pero esa
verdad está aún allí, cristalina e impoluta como una fuente viva, para quienes
sean capaces de saciarse con ella y su existencia eterna. De un modo semejante
la tierra se estremece ante el crecimiento cósmico de un grano de mostaza, algo
así como la semilla del espíritu, que, en su desarrollo, es capaz de mover y
construir con montañas.
El autor de la obra nos habla, aquí, de
la alegría de los nacimientos. Ariadna puede o no saberlo. Sea como sea, no en
vano Asterión domina varios dialectos. Todos estos lenguajes han sido aprendidos
a lo largo de su tránsito y de su ascenso. Ahora se encuentra en posesión de sí
mismo y se nos aparece, en el relato, con el carácter paradojal de un
prisionero con una libertad extraña. Es así como Asterión, domina su laberinto
y puede asomarse a la salida y escuchar. En este simple hecho, se nos sugiere
algo preciso. Asterión puede ejercer naturalmente una actividad que los hombres
no pueden ejecutar. Él solo es libre de entrar y salir del laberinto, tiene la
clave y el albedrío, pero sin embargo no saldrá nunca de él hasta consumarse el
último acto de su drama existencial:
ARIADNA− Quiero entrar ahora.
ASTERIÓN−entrar o salir cuando no es tiempo puede −ser peligroso.
ARIADNA− ¿Cómo saber cuándo es el momento?
Asterión que tiene la posibilidad no está
facultado de entrar o salir del laberinto. No está autorizado a hacerlo, se nos
dice, pero al mismo tiempo se nos sugiere algo más. Cada uno de nosotros se
encuentra llamado a entrar a su debido tiempo en el laberinto. ¿Cuando? “Cuando
vibre la tierra” ¿Y cuándo habrá de suceder eso? Cuando se baile de dolor por
todo lo que crece. Cuando el fruto del espíritu caiga por su propio peso. Allí
está esa alegría melancólica que acompaña a todo lo que crece, a todo lo que,
en la oscuridad, llora de afán por las cimas, y siente hambre por las alturas.
Allí se descubre que el sol también brilla de noche. Allí están las caricias de
la luna. Allí los sueños navegan plácidamente en las inmensidades estrelladas
de un cielo oscuro.
En este punto, entendemos, que cuando el
autor habla de laberintos se refiere a algo preciso y de lo que tiene una idea
clara. El mito guarda en sí mismo un contenido significativo y eterno. Es por
ello que puede representarse y recrearse tal como Pytrell lo hace en esta obra.
En esta instancia del desarrollo de nuestra exposición se nos impone esclarecer
que cosa puede llegar a ser el “laberinto”. Dejaremos, no obstante, que sea el
autor mismo quien nos lo enseñe mostrando así la actualidad del contenido
significativo del mito que adapta:
¿Puede significar ‘laberinto’ algo así
como ‘la casa del destino’, el lugar sagrado de las dobles hachas? Los procesos
del tiempo hicieron que un término se asentara para siempre en español:
`dédalo’. Un dédalo es algo sinuoso o enredado, con muchas vueltas y meandros.
Es decir que su denominación es una especie de sinécdoque por medio de la que
se identifica a lo creado con el nombre de su creador, de modo que es también
un sinónimo de ‘laberinto’. [7]
Esta última parte es importante dado que
dédalo, castigado por Minos, nos enseñará el modo correcto de salir del
laberinto. Sea como fuere, es claro que la doble hacha señala una instancia
crítica, donde el filo corta el aire en direcciones opuestas. Es la instancia
donde todos los caminos se encuentran. En la intersección de ellos el monstruo,
el Minotauro, el demonio condenado a vagar entre los corredores sinuosos del
laberinto. El laberinto es, por tanto, la
morada donde se consuma el destino. El individuo diferenciado, solo, fuera
del marco de lo social, se encuentra en una encrucijada definitiva a la que lo
arrojo la construcción de un espacio sagrado en lo profundo de su interioridad.
Allí deberá consumarse el destino en la
determinación de su morada definitiva.
En esta última parte del trabajo,
comprendemos porqué no está el hombre autorizado a entrar o salir del laberinto
fuera de su tiempo debido. La superficie del relato mítico nos habla de un monstruo que
acecha en un laberinto. La sustancia nos habla de un monstruo preso en él que
no está autorizado a abandonar su presidio. En la oscuridad todas las
profundidades se revelan. El individuo debe aguardar su “laberinto” porqué este
llegará inexorablemente, en una jornada u otra de su existencia. El motivo
profundo de ello es que lo que el laberinto nos revela es al “destino”. Y con
el destino el último protagonista del relato entra en escena y hecha una
claridad deslumbradora a todo lo largo y ancho de la escena trágica. El
destino, ya lo sabemos, es una potencia sagrada, tejido en la oscuridad por los
antepasados inescrutables de los dioses, y es él la fuerza misteriosa que se encuentra detrás y en las profundidades
vivas de que se nutre el drama. El destino es el elemento eterno recogido por
lo trágico y que, de un modo ambiguo y típicamente trágico, no se opone a la
libertad de los protagonistas del relato. Contrariamente trabaja y acciona sus
designios trascendentes con y a través de ella articulándose ambas en el marco más
amplio de una síntesis superior.
Todo esto está dicho, de una u otra
forma, en la obra. Por lo demás, claramente, el único en el relato capaz de
conocer todo ello es Asterión, el mismo que vivencia la transmutación de la bestialidad; en camino
ascendente de la humanidad a la divinidad. El destino se nos presenta, prefigurado
ya desde el principio en extrañas sincronías que rompen el tiempo y el espacio.
Se presiente la presencia de un principio interior activo. Todo ello está
presente en la obra, pero solo Asterión, decíamos, será capaz de percibirlo de
un modo más o menos nítido. A lo largo de su proceso existencial el destino lo
encuentra confinado en el laberinto y él descubre al cielo, a la luna, al sol que
alumbra en las sombras, a la divinidad desnuda y el universo plagado de
estrellas que vuelcan algo de luz como pensamientos titilantes surgidos de las
profundidades de la noche. También descubre, como más tarde lo hará Dédalo, que
el modo correcto de salir de los laberintos consiste en arriesgarse en una
dirección vertical y arrojarse a las alturas. Pero a este conocimiento no lo adquirirá sin haberlo pagado antes con su sangre.
ASTERIÓN−No hay muerte. No hay vida. Sólo
hay lo que fluye, como una juventud sin tiempo.
ARIADNA− Entonces, ¿por qué me siento muerta? No, muerta no: vieja.
ASTERIÓN−Yo también me siento así.
Tenemos una vida breve, ¿no?
ARIADNA−Sí, breve. ¿Por qué breve?
ASTERIÓN− ¿Por qué no breve, si así he
nacido? ¿Por qué no híbrido, estrella, confusión, como este laberinto? Muchos
creen que este laberinto me pierde pero, en realidad, me encuentra.[8]
[1] Pytrell, A., “Estudio posliminarˮ en Laberintos, Buenos Aires,
Hesíodo, 2015, p. 175
[2] Wilde, O., “De Profundisˮ en Obras inmortales, Traducción de Alfonso Sastre y José Sastre,
Madrid, Edaf, 1977, p. 1582.
[3] Estas ideas de Kierkegaard son expuestas en El concepto de la
angustia y suponen un concepto algo distinto de lo demoníaco. No obstante lo
cual, en lo que hace a la revelación escénica de un contenido existencial, las
sugerencias acerca del modo de representar lo demoníaco siguen teniendo valor.
[4] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 56.
[5] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 87.
[6] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 101.
[7] Pytrell, “Introducciónˮ en Laberintos, Op. Cit., p. 25.
[8] Pytrell, Laberintos, Op. Cit., p. 105.