jueves, 30 de noviembre de 2017

Algunas notas sobre el fanatismo y la ideología

Acallemos en lo posible este bullicio íntimo, para someternos a un mejor examen esclarecedor. Será una detención ponderativa, selectiva y a veces dubitativa. Sin una decisión moderadamente crítica, nuestra intimidad se asemejaría a un caos ideológico y sentimental, por cuya culpa pensamos, seleccionamos y realizamos aquello que por acaso emerge desde nuestra realidad caótica. Y, en consecuencia, nuestra existencia se desenvolverá sometida al arbitrio del momento, al azar de lo que nos está aconteciendo a nosotros o al impacto que hemos recibido sugestionados por la pasajera influencia de lo que en el momento observamos o que muy llamativamente ha logrado, tentándonos, apresarnos. Debemos rectificarnos para exhibir nuestra autenticidad[1].

Luis Farré


Según una aguda sugerencia de Kierkegaard resulta de lo más fructífero, para el análisis y el estudio de los fenómenos que siempre ofrecen cierta complejidad y un espectro de expresión más o menos disperso, el estudio no de la norma, sino más bien de la excepción a la misma. Este mismo principio puede ser trasladado fácilmente al estudio de la psicología ‒al menos dentro del área de la psicología filosófica, como lo haremos sumariamente nosotros‒ de manera de ser capaces de echar un poco de luz sobre la naturaleza de los procesos normales de la inteligencia, a través del estudio de expresiones típicamente desviadas. Nos detendremos brevemente, en este pequeño trabajo, en el fenómeno del fanatismo, estudio que consideramos de la mayor importancia, tanto por el valor teórico del estudio así como también por la actualidad que dicho fenómeno presenta en una época tan marcada por la precipitación, la indisciplina y el capricho intelectual como la nuestra.
Con mucha frecuencia se sugiere que el hombre es un animal político. En realidad, conviene decir que es un animal religioso, verticalmente dispuesto en dirección hacia la trascendencia. Solo que esa búsqueda, esa orientación interna, se desarrolla en el marco de un mundo compartido; de modo tal que la búsqueda, siempre personal, no se desarrolla nunca en el aislamiento. Las ideas que los individuos se forjan de la naturaleza y sus relaciones con la divinidad y la sociedad, cuando son compartidas por un grupo más o menos amplio, constituyen creencias que, cuando adquieren mayor rigidez y en cierta forma se cristalizan, admitiéndola la mayor parte de los sujetos de manera acrítica, configuran los dogmas. Creer que la existencia de los dogmas se reduce solamente a la esfera religiosa es tanto producto de una consideración superficial como un equívoco lamentable. Aquí, como en lo demás, nos es menester saber separar lo esencial de lo accesorio, y comprenderemos cómo, en la psicología personal, no es tanto lo importante el “objeto” al que apunte exteriormente el dogma cuanto la orientación interna de esa disposición psicológica. Se trata, en última instancia, de funciones psíquicas que pueden o no satisfacerse. Nada impide que una necesidad se satisfaga de una forma desviada. De este modo, se comprende cómo una teoría sociológica o económica (llamémoslas aquí ideológica) constituya, en última instancia, una creencia religiosa, dado que la función que ella cumple para el individuo es de naturaleza eminentemente religiosa.
Que el hombre en su relación con la divinidad incurra en desviaciones, supresiones y deformaciones deletéreas no es nada extraño. Donde el fenómeno es, no obstante, más manifiesto es en el fanatismo. En este fenómeno, el individuo aquejado de este mal (ya que de una auténtica enfermedad espiritual estamos hablando) deja de ser dueño de sus ideas para ser, por el contrario, su siervo. Cuando la función ideativa se escinde de la finalidad que la establece y el individuo se constituye en un apéndice o bien en un portavoz de ideas o de conjuntos de nociones mal aprendidas que lo dominan, la libertad ya se perdió. Se trata, claramente, de una hipostasiación mórbida forjada por una función religiosa indebidamente dirigida; y habrá de ser necesariamente mal orientada siempre que el individuo no sea dueño de sus ideas, no sea capaz de reflexionar y seleccionar los conceptos de una manera crítica, y no sujete su ordenamiento a las normas impuestas por la lógica, sin la cual habrá de gobernar siempre el capricho.
Hemos dicho que el fanático es un sujeto que ha perdido la libertad interior y se encuentra dominado completamente por un conjunto de nociones que constituyen un dogma. Es característico de estos dogmas el resultar impermeables tanto a la crítica racional como a la experiencia. De este modo, se comprueba cómo el sujeto acepta ese conjunto de ideas en una forma objetivamente azarosa. El contenido de ese conjunto de nociones será, por lo demás, necesariamente inconsistente y caótico, toda vez que no deja de responder a una realidad interior también enferma. En esta correspondencia y armonía entre el caos interior y exterior se sustentará la norma. Este carácter inconsistente, trivial, caprichoso y caótico es por demás manifiesto en el dominio de las ideologías. Lo cierto es que, si la dogmática religiosa ofrece dificultades para la verificación de sus enunciados, la dogmática ideológica no debería ofrecerlos de la misma forma. Pero aquí se extiende un abismo insalvable entre la teoría y la práctica. Los enunciados que componen el conjunto de afirmaciones que constituyen las dogmáticas ideológicas, el sistema conceptual que integra sus creencias, es, en la práctica, inverificable. Toda ideología, por decisión metodológica, contiene un núcleo duro infalsificable. Todo ello configura un equívoco desastroso, toda vez que ellas se establecen, la mayor de las veces, como alternativas racionales opuestas a las religiosas. Pero aquí, del mismo modo que la teoría se separa de la práctica, las afirmaciones se alejan de la realidad del fenómeno.
Un sistema ideológico se estructura, supuestamente, sobre la base de un sistema de hechos sociales, históricos, económicos y culturales, que logra explicar y de los que da cuenta. Por otro lado, sirviéndose de este sistema, las más de las veces, se pretende que se sea capaz de establecer predicciones definidas sobre el mundo. De este modo, existe algo así como un conjunto de hechos, ya sea explicados o predichos, que en principio deberían servir para controlar la verdad del sistema ideológico. De este modo, cuando una predicción no se cumple, se debería pensar que algo en el sistema no funciona. ¡Ha! ¡Pero olvidamos aquí que la epistemología y la lógica nos ofrecen otras alternativas! Así, en lugar de negar el núcleo duro del sistema ideológico, se pueden establecer variaciones en su aspecto superficial (cosa que sucede de un modo muy poco frecuente) o bien se puede recurrir a negar la verdad de hipótesis auxiliares más o menos evidentes o bien se pueden introducir hipótesis ad hoc, inadmisibles para la mayoría de la gente. De este modo, si las cosas no suceden tal como la ideología lo supone, es porque hay factores no previstos que intervienen. No hace falta mucha inteligencia para saber que hay personas y grupos con intereses definidos, comprometidas sustancialmente en mostrar la falsedad del sistema ideológico. Además, la experiencia bien puede interpretarse de modo tal de considerar que lo que es una supuesta falsación no es, en realidad, sino otra confirmación. En este punto nos detendremos brevemente, ya que lo consideramos característico de lo que hace a las concepciones dogmáticas y las diferencia nítidamente de las construcciones racionales sanas.
Las ideologías no se refutan mediante contrastación. La experiencia siempre habla a favor del sistema ideológico. Rogamos al lector, aquí, que considere su experiencia ordinaria y nos evitará, así, la necesidad de introducir ejemplos concretos obvios. Si algo que está prohibido por la ideología se produce (o bien no se produce algo que ésta pretende necesario), este hecho bien puede ser obviado. El método más usual de hacerlo es negando la validez del informe experiencial. Ese hecho no ocurrió, y el que lo dice extrajo la información de un registro o sistema de información poco fiable e interesado. Aquí, muchas veces, la negación de lo obvio es complementada con la utilización de una falacia ad hominem, esto es, la descalificación y la agresión, ya sea hacia la fuente, ya sea hacia el emisor. Si a alguien se le ocurre interrogar sobre cuál es la fuente de información a la que se permite o no recurrir en caso de controversia, es claro que se trata de unos órganos de difusión supuestamente fiables, pero, en realidad, tanto o más interesados o facciosos que los utilizados originariamente. Por lo demás, estos grupos recurren a un registro y selección de los hechos que evita que la consciencia ideológica se perturbe, ya que ésta recogerá solamente los hechos consistentes y que confirmen al sistema de creencias.
El carácter falaz de este proceder es manifiesto a todos los que presenten un carácter mínimamente reflexivo. Y es el caso de que, mediante este proceder, una vez que un individuo formula una objeción basada en hechos, ante la pregunta “¿De dónde extrajiste esa información?”, no existe modo correcto de responder a esta cuestión; y esto, independientemente de la verdad de los hechos que se enuncien. Es claro que quien formula esta pregunta acepta solamente algunos órganos de registro y difusión de ideas como legítimos y, claramente, en los medios que ellos reconocen será imposible encontrar nada que contradiga a tal sistema de ideas. Luego, se trata de un recurso falaz, con cuyo concurso se puede sostener pertinazmente cualquier cosa, y rogamos al lector no considere estas últimas expresiones de una manera metafórica.
Otro modo de evitar una refutación consiste en interpretar los hechos de manera tal que, sea cualquiera el hecho que se produzca, éste es siempre una confirmación de las ideas que en cada caso se sostengan. Así, por ejemplo, si un hecho dado se produce es porque lo predijo la teoría, y si no se produce es una confirmación más de que los enemigos intervienen y conspiran activamente contra la verdad de la misma. Otra variante bastante usual es extremar el rango de verdad de ciertas afirmaciones de manera tal de rechazar toda posibilidad de contralor experiencial. “Todo es interpretación” es una enunciación usual de estas posiciones. De este modo se rechaza de principio la posibilidad de establecer un control experiencial más o menos neutral sobre cualquier sistema de ideas. Esta actitud se complementa, generalmente, con el recurso de la utilización de posicionamientos teóricos marginales de una “legitimidad” supuestamente similar y con opiniones contrarias a la nuestra. Así, por ejemplo, si la mayoría de la comunidad médica considera que determinados conjuntos de hábitos son nocivos, es fácil encontrar algunos miembros de la comunidad médica que, por distintos motivos, consideran que no lo son. Este recurso se perfecciona, generalmente, con una falacia ad hominem, de modo tal que los profesionales médicos que sostengan una opinión diferente a la suya son ignorantes, perversos, o bien tienen motivos oscuros. Esta adjetivación se transfiere, de un modo natural, a quienes apoyen este tipo de creencias.
Es claro que el fanático, siguiendo esta pendiente natural, no puede sino trazar una separación neta entre los que sostienen una visión superior (ellos y sus secuaces) y otros que sostienen creencias erróneas y detentan posicionamientos ingenuos. Por lo demás, esta tesis suya es racionalmente incompatible con la posición bastante extendida de que es completamente imposible deslindar los hechos de las interpretaciones. Pero la crítica epistémica, sabemos, no es el fuerte de los fanáticos, de modo tal que la consistencia del sistema de ideas los tiene sin cuidado; el afán de consistencia es también un prejuicio, para ellos, de quienes se encuentran lejos de las posiciones de vanguardia. Si el lector reconoce en esta actitud algún paralelismo con la actitud religiosa que rechaza el uso de la razón y reconoce que los elegidos se caracterizan por la fe (que, además, es un don divino) no debería de extrañarse. El fanático y la víctima de un sistema ideológico son, en verdad, sujetos iluminados que se sienten con fuerzas para gritarles sus verdades al resto del mundo, sea que la muchedumbre innúmera quiera o no sepa escucharles.


La división tajante entre los superados e “iluminados”, aquellos portadores de la vanguardia intelectual, y las posiciones superadas y los “réprobos”, genera una visión claramente dicotómica. Todos los hechos, así, suelen incluirse en el marco de esta dicotomía. Cuando algo en el sistema no cierra es, claramente, culpa de los réprobos. El empobrecimiento de la realidad es algo por demás manifiesto. Aquí, todo se vuelve muy simple para el relato ideológico y adquiere algo así como un carácter omniabarcador y omnipresente. Nada queda fuera de la ideología. La idea de un uso independiente de la reflexión es un mito y una ilusión más de la razón…
Si es verdad que el fanático, ya sea religioso o ideológico, presenta una relación problemática con los hechos, de modo tal de descalificar, por principio, cualquier posibilidad de contralor experiencial, no será menos cierto que presentará también caracteres racionales y discursivos de lo más característicos. En este apartado deberemos acotar nuestra exposición, ya que seríamos capaces de discurrir in extenso sobre el tema con bastante prolijidad. Ello no habla a favor de nuestras capacidades de análisis, sino más bien de lo burdo del fenómeno y lo manifiesto de sus expresiones típicas. Nos limitaremos a incluir aquí algunas consideraciones del psiquiatra argentino Osvaldo Loudet a propósito de algunos pacientes en los que

La falsedad del juicio trae como consecuencia la desviación permanente de las facultades dialécticas. Existe una desviación “paralógica del juicio” que vicia todo razonamiento. Interpretaciones exclusivas y erróneas concernientes a sus propias relaciones con los seres y las cosas, “tendencia a ver en todo acontecimiento una alusión directa a su persona y a sus actos (simbolización). Convicción íntima y obstinada en su propia perfección”, acompañada de una actitud permanente para denigrar a los otros, atribuyéndoles falsedades y haciéndolos responsables de sus propios fracasos[2].



La división dicotómica de las realidades, la simplificación excesiva de las cuestiones y la inclusión de un componente axiológico peyorativo en todos los que adscriban a una posición contraria a la suya, da lugar a la consistencia de una interpretación del mundo de carácter conspirativa. Estas apreciaciones nuestras a propósito del fanatismo y la ideología, queremos hacer notar aquí, encuentran un paralelismo asombroso con las personalidades de tipo paranoico. Este paralelismo no debiera extrañar toda vez que el fanático es, sobre todo, un sujeto enfermo que encuentra reducida al mínimo su libertad  interior, quedando preso de los márgenes más o menos estrechos ofrecidos por su ideología. Ello es, a su vez, el paranoico; y sin este carácter peculiar, de pérdida de la libertad, no habría derecho a hablar de enfermedad. En ambos casos se da otro rasgo típico que nosotros, desde la filosofía, podemos establecer sumariamente como un límite que nos permita separar, de un modo más o menos nítido, las creencias irracionales, las perturbaciones mentales menos severas y la locura. Hablamos de la certeza con la que, tanto el fanático como el paranoico, vivencian su creencia[3]. Sin esta certeza estaríamos en presencia de una distancia reflexiva y nuestro individuo contaría con un margen de libertad que es el que, en última instancia, lo alejaría de la locura. Es a estos pacientes paranoicos a los que se refiere Osvaldo Loudet y con sus consideraciones, por demás atinentes al tema que nos ocupa, habremos de finalizar este trabajo:

Es de señalar en la alteración de su lógica: apreciaciones unilaterales, tendenciosas, egoístas, absolutamente irreductibles; “intolerante y de mala fe, no admitiendo ni contradicción ni discusión, procede por afirmaciones gratuitas, formulando reglas absolutas y dogmáticas, clasificando a las gentes en buenas y malas, según que piensen o no como él: en definitiva, el paranoico es un sujeto rebelde a todo diálogo, inaccesible a toda influencia sugestiva, hostil a toda reeducación por la razón, que nada quiere tolerar” (Neuberger).
La asociación de la desconfianza con la deformación del juicio, arrastra la mentalidad del paranoico a “la organización progresiva y durable de errores patológicos relativos a su situación en la sociedad” como lo ha notado sagazmente Dupré[4].



[1] Farré, L., Breve historia de la espiritualidad, Buenos Aires, Claridad, 1988, pp. 198-199.
[2] Loudet, O., Qué es la locura, Buenos Aires, Columba, 1955, p. 27.
[3] Este criterio es reconocido de hecho también, desde un punto de vista clínico, por los profesionales de la psiquiatría. Siempre de acuerdo a Loudet, “¿Cuáles son los rasgos diferenciales de las neurosis y las psicosis? Lo primero, lo fundamental, es la conservación en el neurópata de la conciencia del estado mórbido, la cual se encuentra por el contrario muy debilitada o es, en la mayoría de los casos, absolutamente nula en el alienado (Hesnard). El neurópata sabe que sus ideas, sus dolencias, son creaciones de su espíritu. Él sabe que su realidad es imaginativa; él sabe que si existen pequeños malestares físicos su sensibilidad mórbida los agranda hasta lo inverosímil. El psicópata proyecta, en cambio, en el mundo exterior, las perturbaciones de su mundo interior y cree irreductiblemente en ellas: ‘Él toma por un objeto extraño lo que no es otra cosa que su propio yo’” (Loudet, Op. Cit., p. 38, énfasis original).
[4] Loudet,  Op. Cit., p. 27, énfasis original.