domingo, 29 de diciembre de 2013

ACELERACIONES HISTÓRICAS


Lo que mató a Kennedy
no fue el plomo o el acero de la bala,
sino... su velocidad

Raymond Panikkar


La historia, como articulación cultural diferenciada de la dinámica natural, en tanto expresión diacrónica de un proceso, también presentará, como la naturaleza que la funda, una diversidad de ritmos correlativos. Instancias de despliegue y retorno, el círculo se cierra sobre el comienzo, pero un poco más acá, o más allá, continúa el proceso, en lo que se incluye, dentro del ciclo, una dinámica lineal sin involucrar ruptura en su desarrollo.
Del mismo modo que el golpe de un látigo, los sucesos históricos, sea de la importancia que fueren, presentan sus períodos de gestación, contracciones enérgicas y repentinas sacudidas de un ímpetu que se ha ido gestando en las entrañas ocultas, pero perceptibles para la visión escrutadora y esclarecida. La historia, por lo demás, junto a sus partos, también presentará sus abortos. Y es que los sucesos, desde la base energética que contiene toda tendencia a la acción, se desatan, se asocian los coordinables, se chocan entre ellos, dando lugar, muchas veces, a un todo neto orientado hacia una forma inestable, un organismo inviable de vida corta, llamado a representar en el teatro de la historia no más que un ser transicional, entre formas societarias señaladas para ser más estables. 

Cada época histórica presentará, en función de la transformación contextual de sus variables epocales, una diferencia intrínseca más o menos marcada con las precedentes. Estas variaciones en el medio modelan e imponen la materia de tipos humanos variables, modificando al mismo tiempo sus posibilidades de desarrollo, correlativas a los medios disponibles para su acción.
Para Ortega cada generación que entraba en la vida de la historia traía consigo una impronta personal que señalaba el destino que venía llamada a cumplir. Del conflicto entre las generaciones coexistentes en los mismos períodos epocales surge una tensión, la tensión que tensa el arco vital y que dispara la historia.
Ahora bien, ¿cuál es el período que marca una generación? En términos generales podemos definir una generación como aquella camada de individualidades modeladas bajo el mismo clima de época y que dispone de medios similares para su desenvolvimiento. En función de ello, las diferencias entre las generaciones serían, en principio, mayores o menores. Ahora bien, es el caso que la historia presenta sus ritmos de variación, y si la ruptura cultural verificada en rasgos temporales objetivamente idénticos se acentúa, el tiempo histórico se acelera y este proceso se acentúa, decimos, con la técnica.
La técnica acelera el tiempo, porque dota a los organismos de miembros artificiales para su acción de transformación del medio vital. Y si el lapso de transformaciones efectivas se contrae, la identidad epocal se disgrega en períodos cada vez menores. Las generaciones se multiplican pudiendo verificarse, con cierta facilidad hoy, diferencias ciertas entre las generaciones de los nacidos en los 70, con la de los que somos nacidos en los 80 y, al mismo tiempo, de la nuestra con la del 90. En cada caso, pareciera, la continuidad temporal se fragmenta y la cualidad deja el lugar a una serie de incrementos cuantitativos unívocamente direccionados.
Y es que la técnica no solamente acelera el tiempo, sino que también lo direcciona. El influjo técnico depende de variables sociales lo que a su vez influirá en el modo en que se privilegien las ciencias, en virtud de su utilidad tecnológica. El capitalismo burgués transformó el concepto de la teoría, eminentemente contemplativa de los griegos, en acción práctica intelectualmente medida que, para resultar efectiva, requería de articulaciones conceptuales. Bajo este molde se forja el triunfo de todo un nuevo tipo humano, hombre hábil, pero miope, utilitario pero sin profundidad ni vuelo.
Ya Hegel, en su Filosofía del derecho, había notado que el trabajo, transformando una materia natural y exterior, transforma al mismo tiempo al hombre que la modela. Por una dialéctica misteriosa, todo aquello que el hombre objetiva, queriendo con ello ejercitar su dominio, lo somete; y es así que nuestro mundo, transformado en un inmenso mecanismo de desenvolvimiento inercial, generará un nuevo tipo humano, cada vez más adaptado a un medio progresivamente más complejo, tornándolo con ello en un ser cada vez menos libre, en tanto fragmentado en un tiempo profundamente acelerado.
Y es que la aceleración del tiempo, lejos de lo que pudiera llegar a creerse siguiendo las consideraciones con que principiamos nuestro trabajo, en lugar de acentuar las rupturas generacionales al fragmentar la temporalidad en instantes en rapidísima fuga, producirá –contrariamente– una homogeneización de las personalidades en la medida en que las experiencias no tienen el tiempo de ser asimiladas y madurar al hombre que las vivencia, condición necesaria para ingresar a la vida adulta. La dispersión etárea de nuestras sociedades es, quien lo duda, inmensa, quizás mayor que en ninguna otra época; pero los modos de vida se emparientan: tanto el joven como el viejo se parecen cada vez más, y es que ni uno ni el otro son lo que sus años harían prever: ambos, con aptitudes y disposiciones variables, disgregados y modelados artificialmente bajo el mismo molde, regido por principios mecánicos autonomizados y ciegos, se precipitan en los derroteros históricos sin comprensión ni reflexión del papel que vienen llamados a representar.
De cuatro capítulos básicos se compone la desnaturalización y alienación de la persona humana en nuestras sociedades. Capitalismo con su afán productivista, burguesismo con su afán de vida cómoda y consumista, nutrirán a la técnica que, arrastrando al hombre que la crea acelerará una historia ya inhumana, y la especialización que fragmenta al individuo convirtiendo su misma alma en un instrumento más. Desde entonces, la carne humana y sus huesos serán un engranaje más, una rueda ciega socialmente aceitada, llamada a aplastar sin consciencia los cráneos de todos aquellos que se detengan, siquiera un segundo, a razonar qué estamos haciendo de nuestro mundo, por demás tan bello.


jueves, 5 de diciembre de 2013

La Filosofía ignorada



Vivimos en una época en que ni se ama la verdad ni se la busca; la verdad es, cada vez más frecuentemente, reemplazada por el interés, y la utilidad, por el deseo de poder. La desafectación hacia la verdad se manifiesta, no sólo en una actitud nihilista o escéptica respecto a ella, sino también en su sustitución por esta o aquella creencia dogmática, en nombre de las cuales se admite la mentira y se la considera, no como un mal, sino como un bien. 


Con este inquietante diagnóstico comenzaba Nicolás Berdiaev el libro Reino del espíritu y reino del César, su testamento filosófico, documento final de la profusa obra, en gran parte ignorada, de uno de los mayores pensadores del siglo XX. La verdad, que se encuentra llamada a redimir y a vencer al mundo, aquella que integrada por el alma la transfigura emancipándola de toda forma deficiente de servidumbre, el único valor que (en tanto condición de posibilidad de todos los demás) dignifica a la persona elevándola a la libertad, esta verdad se encuentra de hecho falseada. No se trata de que a la verdad no se la busque; sino que ocurre que esta bella y delicada soberana, desplazada de su trono un tanto inaccesible, se encuentra mancillada y en nombre de ella se termina honrando en realidad a cualquier bufón del reino. Este es el diagnóstico crudo de una época sórdida, con que comienza la obra del expatriado filósofo ruso.

Y bien, si esto era verdadero en la época de nuestro autor, ¿qué podríamos afirmar, con certeza, de nuestro propio tiempo? Lo cierto es que, si bien en esta época los métodos falseadores o impostadores de la verdad han experimentado cierto refinamiento, bien podríamos brindar una sentencia similar a la de Berdiaev en los inicios del pasado siglo. Ahora bien, en este contexto, nos urge más que nunca replantear la vieja problemática: ¿qué significa ser filósofo? Si en general ocurre que no se ama ni se busca la verdad, empeñarse en hacerlo ¿no es contentarse en ser un desconocido o ser crucificado en o junto a ella? Pero este nuestro presente ¿no fue la realidad misma de todos los pasados y de los correlativos futuros que gradualmente se han ido actualizando? Ha habido un filósofo, también ignorado, pero lo suficientemente agudo para reconocerlo y firmar así sus obras de este modo: El filósofo desconocido. 


Este sabio hombre era consciente de que venía a representar un pensamiento, que era en realidad el verdaderamente olvidado (y no tanto su propia persona); y la actitud que le corresponde a dicho pensamiento es la del pensamiento puro, que se esfuerza -con todas las facultades y energías del alma- por elevarse a la idea y a la forma íntegra. La cual representa a aquella filosofía perenne, que no tiene un marco histórico que la limite, y que es capaz al mismo tiempo de abstraerse a toda modalización o determinación temporal; y que procura elevarse hacia la cima misma supraesencial de aquel arquetipo en que convergen (transfiguradas) las expresiones mundanales de la verdad; redimiendo, de este modo, al hombre caído en su esencia y sustancialidad.

Y es que, fuera de lo que pueda llegar a creerse, no son solamente algunos filósofos los ignorados, sino la Filosofía misma -con todo el peso tradicional que la palabra contiene-. Ante el frío aterrador de un paisaje desolado, la caricatura usurpa el puesto de la realidad y las marionetas todas se apretujan en derredor de su simulacro espurio. Ser un filósofo, un amante de la verdad, ha de ser hoy (más que nunca) estar dispuesto a ser un guerrero de la misma; no un luchador embanderado en seguridades dogmáticas o en prejuicios y vanguardias de moda, sino más bien ser un hombre dispuesto a atravesar virilmente el gran campo ruinoso de nuestra civilización agotada, cuyos cielos -alumbrados por los fulgores siniestros de una sorda conflagración- iluminan todo el heroísmo contenido en el caos suscitado por la propia guerra interna. Ser un Filósofo es estar dispuesto a aventurarse tras el derrumbe y la hecatombe interior, ha erigir en el pecho una bella y humilde hoguera secreta. La hoguera de Sophía, afirman los venerables misterios, virgen pura que a través de todas las épocas no deja de iluminar a las almas que se desprenden de toda mentira en su sustancia y se encuentran dispuestas a incinerarse en la Sagrada Llama que está destinada a iluminar el universo en la generación eterna de su verbo.

martes, 3 de diciembre de 2013

Recensión acerca de "Ensayos sobre Hudson" de Ezequiel Ambrustolo




  
La estética de la contemplación, con ser paradigmáticamente religiosa en el sentido estricto y más elevado del término, es eminentemente afirmativa. La conciencia religiosa, no obstante ello, en cuanto  a sus expresiones concretas, es profundamente antinómica. La batalla monumental entre el bien y el mal, entre el mundo caído y enfermo y las alturas ideales de su ser reintegrado, se desata y arrastra los elementos mundanales en el torbellino universal de la  conflagración.
La belleza de la contemplación, tratada en estos ensayos por nuestro autor, se basa en una estética común, ya desarrollada en su obra: ésta es la estética de la ruptura. Ruptura que es interrupción, no es huida sino liberación, en un situarse un poco más acá de todo conflicto y determinación. Interrupción que, en sentido estricto, ni afirma ni niega, sino más bien se substrae a toda forma de ser modalizado, permaneciendo en esencia otra cosa, por completo distinta de lo que nos enseña la experiencia de nuestra dinámica cotidiana. En tanto tal, justifica la vida y el mundo, sin mencionarlos, colocándose sobre ellos, pero no por donde pudiera dominarlos o juzgarlos, sino en un más acá de la distinción, hacia las formas integrales, incontaminadas, del mundo (lógicamente) anterior a la consistencia de las cosas en su realidad y determinación:

En la teología hudsoniana la creación entera guarda la felicidad sagrada del origen, donde ningún tipo de especulación metafísica ya es posible: el cardenal es el primer cardenal, y el ombú del caserío el primero de los ombúes. Parece como si Hudson en sus libros nunca se hubiera enterado que la creación está dañada por el pecado del hombre y por su vanidad. En su teología, la Creación no gime esperando su fin, sino que alaba por el estado actual en que se despliega, virgen y perfecta.

Nuestro autor contrapone, con mucha razón, la inteligencia instrumental, producto occidental, orientada hacia la explotación práctica de los objetos del mundo circundante[1], con la contemplación que se delecta, a través de la belleza de lo sensible, en el misterio revelador subsistente en el mundo de las formas. Revelación inteligible del ser misterioso de las expresiones sensibles, maneras incompatibles de orientarse el ser inteligente hacia su objeto. La primera, eminentemente práctica y utilitaria, despuntó en Occidente con el alba de la Modernidad en el Renacimiento. La segunda, predominantemente tradicional, más allá del velo de realidad que encubre el ensueño empañado de rocío un paisaje misterioso del Oriente profundo, se eleva a la forma sublime de la plegaria:

En una ocasión, escuche decir a un sacerdote que una de las maneras mas sencillas de contemplar y de rezar, consiste en nombrar a los pájaros que se nos aparecen cuando caminamos: aquel es un jilguero, aquella una calandria, el prepotente canto que viene de la cima pertenece a un benteveo, el que camina graciosamente, cómo yéndose a caer es el hornero.

La profundidad de la crítica que delinea una nítida y particular orientación religiosa y estética, se torna inquietante cuando el trabajo de Ezequiel Ambrustolo se ocupa de la crítica histórico-social de nuestra civilización. Es en este punto donde se vuelve particularmente patente que los Ensayos sobre Hudson no son más que una excusa, en todo caso, no más que una ocasión afortunada que permite vertebrar una mensaje que se nos antoja ya como urgente. La dinámica de nuestra cultura se precipita aceleradamente hacia un abismo de deshumanización y de barbarie, pareciera decírsenos. La inteligencia instrumental, los progresos técnicos, la ultraespecialización disciplinar conjuntamente con la funcionalización de la persona configuran un panorama tenebroso donde se esparce la imagen de lo humano desintegrado. No obstante ello, la crudeza del diagnóstico no deja perder de vista la etiología espiritual, a manera de causalidad profunda, de una decadencia que parece ya irreversible, vislumbrando, sin mucha esperanza, la posibilidad de una terapéutica adecuada a la especificidad de la patología.

Quisimos dejar simplemente constancia de las riquezas de abordajes alternativos y no excluyentes a que se prestan los Ensayos sobre Hudson de Ezequiel Ambrustolo; el lector cuidadoso sabrá encontrar otros muchos e incitantes motivos de reflexión en una obra que, más allá de la prosa cuidada, la palabra clara y la brevedad del conjunto, se encuentra grávida de una gran riqueza e intrínseca complejidad sugestiva. El gusto que nos deja tan bella obra, paradójicamente, es el deseo de abandonar un rato la lectura, contemplar la naturaleza, donde la divinidad tejió con esmero el sagrado vestido superficial de las cosas, vestido que es al mismo tiempo velo, que a un tiempo oculta y manifiesta un símbolo cuyo mensaje no podrá ser contenido en palabras:

No conozco mejor argumentación de porqué siempre es más grato vivir que leer. La de Hudson es una vida dedicada a la lectura del paisaje, consagrada a cantar y salmodiar ese libro de horas infinito que es la naturaleza, el mejor regalo de Dios a los hombres, de un Creador que es, sin dudas, el mejor de todos los poetas.


[1] Esta es la clave del famoso aserto de Francis Bacon: “a la naturaleza se la somete obedeciéndola” esta es, una inteligencia que se eleva hacia el saber, para ejercer el dominio sobre lo natural, desde entonces desnaturalizado por el designio inteligente de su explotador.

lunes, 2 de diciembre de 2013

La distopía de un mundo feliz


         

Todo ideal demasiado elevado
se torna, en su momento,
demasiado pesado
para las débiles espaldas
de los hombres[1].

      La temática que nos proponemos abordar aquí no pretende más que ser una mera nota al pie (quizás de carácter más teórico y “aburrido”) a la fantástica obra de Aldous Huxley, autor de Un mundo feliz.
      En dicha novela, el autor pretende recrear lo que sería un mundo feliz. A fin de cuentas, un mundo en el cual los hombres que lo habitan no tengan la posibilidad de sentir emociones (especialmente, de carácter “negativo”), evitando así la frustración o el malestar: pues, ¿cómo podría existir el malestar en un mundo donde todo lo que uno desea tiene la posibilidad de conseguirlo y en una forma más o menos inmediata; no deseando (ni pudiendo desear), consiguientemente, nada que no se encuentre de hecho ya realizado o pueda llevarse a cabo o conseguirse con los elementos ya existentes y sin implicar el mayor esfuerzo?
    Ahora bien, ¿es posible la realización de una utopía como esta? ¡Desde luego! Lo único que se requiere es que el Estado que rige determinada sociedad se encargue, mediante un ‘proceso de adaptación’ (que se inicia con los primeros minutos de existencia del embrión y que llega, por lo menos, hasta la edad infante del niño; logrando efectos a largo plazo y para toda la vida), de inducir en las personas los deseos que puedan realizarse incrementando del mayor modo posible la productividad y la economía de dicha sociedad; y desestimando, al mismo tiempo, todo posible querer que no concuerde con dicha “máxima” de crecimiento económico.
     Y, hecho esto, ¿hay algo que pueda incrementar aún más la felicidad de una sociedad? ¡Claro que sí!: tener la certeza de que la sociedad a la cual se pertenece se encuentra situada en la cúspide misma de la pirámide que esquematiza los diferentes estadios de posibilidades[2]. Es decir, creyendo que no existe un nivel de posibilidades mayor (aún no concretado) que el que de hecho se encuentra realizado.
    De este modo, podríamos hablar de dos conceptos básicos, que encontramos centrales para la comprensión de tan maravilloso relato: determinadas “posibilidades” (ubicadas en una suerte de escala ascendente) y la “efectivización” (de cada uno de los peldaños de dicha escalera de “posibilidades”). De manera que podríamos decir que la ‘idea central’ que vemos reflejada en dicho libro es que pareciera como si en dicha sociedad la efectivización se hubiese estancado en determinado punto de la escala de posibilidades (un punto totalmente definido por el Estado); pero no sólo eso, sino haciendo al mismo tiempo que la gente no pueda ser consciente de la existencia de un “más arriba” en dicha escala; creyendo, en consecuencia, encontrarse en la cima de la misma. De modo tal que las personas no tengan consciencia de ningún grado de ‘posibilidad superior’ a lo que está efectivamente dado en ellos y en el mundo que los rodea.
Así, y saliéndonos ya del mero análisis del texto para pasar a examinar la importancia de las ideas expresadas en el mismo, podemos decir que “El trágico destino de toda época, así como de cada persona, es conducir ineluctablemente hasta la parodia todos los ideales y sentimientos elevados que alguna vez encendieron su pecho e inflamaron su alma de ambiciones nobles”[3].
    Y, de hecho, ocurre que aún hoy en día “los términos corrientes se encuentran mal planteados y encadenan al hombre en sus palabras”[4]. Porque –y tomémonos un momento para analizarlo con el debido detenimiento–, ¿acaso no resulta particularmente difícil realizar siquiera el intento de elevarse por encima de los hombros de la enana sociedad que nos cobija? A su modo, cada Estado hace lo posible por conseguir algo de la felicidad mencionada por Huxley; y, aunque a nosotros no nos “hipnopedien” (o inculquen determinados proverbios y máximas mientras dormimos, como en Un mundo feliz), no dejan de existir otras fuerzas moralizadoras y socializadoras lo suficientemente poderosas como para ser también efectivas. Y, un modo de lograr semejante propuesta, consiste en ir inculcando (y distorsionando) determinadas definiciones de ‘palabras clave’ (como podrían serlo “igualdad” o “libertad”) para así ir moldeando no sólo el vocabulario, sino también el modo de pensar de la sociedad en su conjunto, con el fin de conducirla (de la forma menos “violenta” pero más eficaz posible) hacia el abismo espiritual y la mecanización integral.
     Finalmente, cuando cada uno se halle convencido de encontrarse efectivizando el último peldaño de la escala de posibilidades, todo aquello que escape a lo socialmente aceptado en dicho “mundo utópico” sin duda pasará a ser menospreciado a causa de ser considerado como perteneciente a un estadio inferior dentro de dicha escala, y ello sin mayores titubeos.
   De modo que lo más que se puede lograr en un “mundo feliz” es construir una diferenciación meramente superficial de las diversas “personalidades”, primando siempre la absoluta homogeneidad y la tan venerada “igualdad” (la cual fue constituida en la sustancia de cada uno). Y si bien el individuo no deja de agitarse desde dentro, su inquietud más lo mantiene precisamente lejos de sí, al ser constantemente expulsado centrífugamente hacia la periferia desde su centro (homogéneamente formado). Así, el núcleo interior de la persona, apresado en el océano social, no es capaz de asomarse desde sus profundidades, encontrándose atrapado allí por la tensión superficial de la frontera de un fluido social (homogéneo)[5]. Y, de este modo, “la igualdad, en tanto ideal, se torna homogeneización en la despersonalización”[6]. Nótese, a su vez, cómo en Un mundo feliz se considera como un gran progreso el hecho de que puedan nacer hasta noventa y seis individuos exactamente iguales (gemelos) de un mismo óvulo.
   Por lo que, casi inevitablemente, terminamos encontrándonos ante una cuestión angustiosa (ya marcada por el epígrafe de Nicolai Alexandrovich Berdiaeff que muy bien escogió Huxley para, de alguna manera, darle inicio y sentido a su novela): ¿cómo evitar la realización definitiva de las utopías (las cuales, sin duda, son realizables), siendo que la vida siempre parece caminar en pro de verlas concretadas?
    Pero, ¡Dios quiera que aún no nos hayamos vuelto lo suficientemente ingenuos!; y aún podamos confiar, al menos, en que “El poder de las palabras no es capaz de crear un nuevo mundo cuando éstas no se encuentran alumbradas por las llamas sagradas del verbo eterno”[7].


[1] “El fin de la Modernidad”.
[3] Op. Cit.
[4] Op. Cit.
[5] Cf.: Op. Cit.
[6] Op. Cit.
[7] Op. Cit.

El fin de la modernidad


Y, sin embargo, cada hombre mata lo que ama.
Que todos oigan esto:
Unos lo hacen con mirada torva, otros con la palabra halagadora;
El cobarde lo hace con un beso,
Con la espada el valiente.

Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading”


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Lanzan una mirada a los cielos, desde unas ruinas desoladas, que alguna vez fueron imperios


El trágico destino de toda época, así como de cada persona, es conducir ineluctablemente hasta la parodia todos los ideales y sentimientos elevados que alguna vez encendieron su pecho e inflamaron su alma de ambiciones nobles. Respecto a la modernidad, como época histórica diferenciada, no representa más que un caso particular dentro de la norma general que inscribe los desarrollos históricos, marco universal de los productos humanos.
El redescubrimiento antropológico y el sueño del hombre universal arrojaron al hombre por las sendas del humanismo renacentista. La independencia metafísica del hombre que se sabe libre, y quiere ejercer su privilegio como un derecho, lanzo al hombre por los acelerados derroteros de la modernidad. Los ideales de la época serán, desde entonces, la igualdad del hombre en tanto individualidad portadora de libertad.
 La gran tragedia de los máximos problemas filosóficos radica en el hecho de estar mal planteados. Así Berdiaeff nos recuerda, respecto al amor, que su problema no radica tanto en la cuestión de la libertad, sino más bien en la de su esclavitud. El amor, como el ser, se dice de muchas maneras, algunas de las cuales pueden entrar en conflicto, por lo que requiere ser desarrollado de acuerdo a una clara estructura jerárquica de imperio y subordinación de los principios diferenciados que caen dentro de su dominio. En sentido estricto, no hay amor donde no se encuentre ni fomente la libertad; los términos corrientes se encuentran mal planteados y encadenan al hombre en sus palabras. Otro tanto sucede respecto al problema metafísico de la independencia de la criatura humana y la libertad.
En efecto, quisiera alguien me explique qué se entiende hoy por libertad e igualdad, y a qué se refieren concretamente quienes la reivindican. Respecto a la igualdad, no existe ni natural ni convencionalmente, en uno de cuyos casos hay injusticia. En efecto, la injusticia radica en no dar aquello que corresponde, y dados términos naturalmente desiguales, la desigualdad convencional lesiona el derecho, tanto o más que la igualdad formal, ya que esta última nivela lo que la otra, en la mayoría de los casos, invierte.
De hecho, nuestro sistema social es incompatible con la igualdad, en sentido profundo. El ideal de la independencia personal arrojó al hombre hacia su realización mundana. La articulación social de los logros supone la existencia del mercado donde los individuos transaccionen. El sistema de las necesidades hegeliano implica una funcionalización social de la personalidad y la subordinación subsiguiente de la misma al precio de mercancía con potencial de intercambio. El valor de intercambio corresponde al mundo objetivado, y en esa escisión respecto al núcleo interior de sustancialidad radica un desdoblamiento trágico, donde el hombre es lanzado a realizarse en los caminos de la dinámica correspondiente a un mundo acelerado donde se extravía sin hallar salida.
El bien de mercado explota las tendencias humanas más básicas; entre ellas la vanidad superficial con su correspondiente afán de diferenciación asociado, extrañamente, al de pertenencia. Pero ella misma es solamente capaz de construir una diferenciación superficial, un ornato vulgar apto solamente para adornar la absoluta homogeneidad constituida en la sustancia de cada uno de los particulares. El individuo se agita desde dentro, inquieto, pero se inquietud lo mantiene precisamente lejos de sí al ser constantemente expulsada centrífugamente hacia la periferia desde su centro. El núcleo interior de la persona, apresado en el océano social, no es capaz de asomarse desde sus profundidades, atrapado allí por la tensión superficial de la frontera de un fluido social homogéneo, que hace las veces de su límite con el exterior.
Con la aptitud para explotar la diferencia desapareció el genio. El genio, efectivamente, es un producto occidental, cuya naturaleza en otra ocasión conviene tratar con más cuidado. Pero su misma existencia supone la existencia de un caos interior, de contradicciones internas que abren abismos en la corteza de la sustancia social, desde cuyas profundidades emergen, como revelaciones fulgurantes a manera de lenguas de fuego, figuras reveladoras. El genio representa una diferencia distinta, no intelectual ni de ninguna forma superficial, representa una nueva articulación de la conciencia, como quería Otto Weinninger, que apunta hacia la revelación, en la contradicción, de los secretos interiores.
El núcleo más profundo de la verdad es la libertad. Sed libres, es un mandato evangélico, y el Cristo nos exhorta a serlo a través de él y de la integración de la universalidad de su sustancia. Esta es la comunión en la verdad y la vida. Pero aquí la igualdad, en tanto ideal, se torna homogeneización en la despersonalización. Ahora bien, en el caso de la libertad, como en el del amor, el problema no será tanto el de la libertad y el del derecho a su ejercicio, sino más bien el de las exigencias planteadas por su original esclavitud. El hombre ha de construirse libre, he aquí el sentido profundo de su existencia, debe formarse a sí mismo bajo el modelo de las estrellas, con la luz creadora otorgada por Dios a su alma, como marca de filiación.
Pero el hombre por doquier quiere ser libre ¿libre de qué? ¡Que importa eso! Derecho mezquino reclamado por patanes, como bien enseñaba Zaratustra en la magnifica revelación lanzada por el desafío nietzscheano. La cuestión a responder ante la esfinge de la libertad es otra ¿libre para qué? De la respuesta dependerá o no el derecho a ejercitarse en la misma, auténtico privilegio de los dioses, ya que no de las criaturas encadenadas de este mundo.
Hasta el hombre no sea capaz de responder claramente a este interrogante, todas sus determinaciones, supuestamente libres, serán en realidad resultado de la ignorancia que desconoce los designios secretos en la oculta fuente de su causalidad interna. La libertad inquieta reclamada por el adolescente o la figura burdamente idealizada del rebelde, no es sino fruto de la idolatría de una época incapaz de creer y pensar de modo adulto. Del mismo modo que el rebelde, la piedra arrojada por el niño ignora su determinación a raíz del desconocimiento del impulso impreso a cuya dinámica responde, inercialmente, en su movimiento.
La reivindicación universalizada de la libertad y la consideración de la misma como un derecho, antes bien que como un privilegio, no hizo sino destruirla en cuanto a su concepto. Si antes era raro encontrar un hombre libre, hoy lo mismo resulta imposible. Del mismo modo que con la igualdad, el término de la modernidad, nos trajo la figura impostada de los ideales que en sus principios cronológicos la nutrieron.
Mediante una dialéctica interior ineluctable, la modernidad destruyó la idea original cuya misión venía llamada a materializar. Todo ideal demasiado elevado se torna, en su momento, demasiado pesado para las débiles espaldas de los hombres. Así, a manera de un nuevo Atlas, busca descargar el peso de sus hombros en un mundo de fachada. No es extraño que una época vulgar, que desconoce la grandeza, se encuentre inmersa en los derroteros de la intratextualidad que confía ingenuamente en el poder mágico de las palabras y en su aptitud completa para construir la realidad. La independencia del Renacimiento soñó crear el gran templo donde ardan los ideales sagrados de la libertad y la igualdad y, en lugar de ello, solo fue capaz de construir su maqueta. El poder de las palabras no es capaz de crear un nuevo mundo cuando éstas no se encuentran alumbradas por las llamas sagradas del verbo eterno. Ante las primeras tormentas de la verdad, el plástico, el cartón y la cartulina del simulacro idólatra de construcción empieza a resquebrajar, y no hay sortilegio que resulte capaz de mantener, ante los hechos, el derrumbe completo de su impostura.

Semejante tragedia, que asedia históricamente los destinos humanos como una fatalidad, requiere al menos intentar ser aclarada. De momento, no nos encontramos en posición de hacerlo, aunque ello no obsta a esbozar aquí una sospecha. En esto tenemos mucho que aprender de los poetas y creemos que, quizás, como la conmovedora balada de Wilde nos enseña, todos los hombres matan lo que aman, en algún momento de su existencia. Su presencia ha de ser un testigo perturbador y siempre molesto del fracaso y de la traición a la que los integrantes de la humanidad parecieran estar destinados. Otro tanto ha de pasar con las sociedades y las culturas a través de las generaciones, en ese tribunal del mundo que, según Hegel, constituye la historia. Su juicio inapelable arde en nuestra conciencia y pesa en nuestra carne.