Hay lecturas que nos instruyen,
otras que nos marcan y otras que nos modelan y nos forman. Entre estás últimas,
a veces, tórnase gradualmente difícil discriminar que hay de originalmente
nuestro en nosotros mismos. Pasan a formar parte de nuestra carne y las
asimilamos a la sustancia vital. Aprendemos a pensar y escribir, cada cuál,
bajo el modelo ejemplar de una Pléyade variable de autores. Los clásicos
infaltables y los ilustres, más o menos desconocidos del público en general,
aunque no por ello, para nosotros menos valiosos y entrañables. El modo en que
nos acercamos a ellos, casi siempre fortuito, marca una especie de fatalidad.
Recuerdo, hace ya años, en un viejo bar de San Cristóbal, tomar una copa con mi
amigo Ezequiel Ambrustolo a quien había encontrado a la salida de su trabajo en
Epifania, librería de anticuario. Tanto la librería como el bar, cerraron. A
uno lo clausuro una fría ordenanza municipal, al otro, las leyes inexorables
del mercado y la lógica del mundo actual. Lo que queda hoy, luego de tantos
años, es el sentimiento de amistad, el recuerdo de un trago en un atardecer
dorado por el sol crepuscular, y un ejemplar que el poeta le presto al
estudiante de filosofía, en medio del barullo cotidiano del centro de nuestro
desierto metropolitano.
El artículo que me permito transcribir fue publicado originalmente en el Boletin Anual de la sociedad Ramakrishna de General Madariaga en 1965. El autor, Don José Malmooth, esoterista argentino, nacido en la provincia de Buenos Aires, en el año 1897, es, entre nosotros, prácticamente un desconocido. A combatir esta injusticia se orienta, nuestra humilde contribución.
LAS INICIACIONES PORLA
SANGRE Y EL FIN DEL MUNDO ANTIGUO.
El artículo que me permito transcribir fue publicado originalmente en el Boletin Anual de la sociedad Ramakrishna de General Madariaga en 1965. El autor, Don José Malmooth, esoterista argentino, nacido en la provincia de Buenos Aires, en el año 1897, es, entre nosotros, prácticamente un desconocido. A combatir esta injusticia se orienta, nuestra humilde contribución.
LAS INICIACIONES POR
¿A
quienes profetiza Heráclito el efesio? A quienes danzan en la noche, magos,
bacantes, poseídas del Dios, a los iniciados; a éstos amenaza con lo que
sucederá después de la muerte, a ésos les profetiza el fuego; pues están
iniciados impíamente en misterios considerados tales sólo por los hombres.
Heráclito
Heráclito, un auténtico
hierofante de los misterios más sagrados, censura con razón a los poseídos y
nigromantes que encantaban las auroras somnolientas del amanecer del
pensamiento griego. Ya nos hemos ocupado de refutar las divagaciones de Allan
Kardec y de censurar las prácticas de sus secuaces. No debemos confundirnos,
miles de larvas pululan en las regiones más sombrías del astral inferior y se
arrojan sobre los cerebros debilitados por el vicio y la deformación del error.
En conjunto se aglomeran, fríos y sedientos de sangre, y arrebatan la fuerza
vital, conjuntamente con la razón, a los desgraciados enajenados en su locura.
El hombre de poder, no se presta a quedar a merced de formas ruines, y no se
satisface con fenómenos de bajo magnetismo ni mesas parlantes.
El celebre doctor Encausse
consideraba al médium y al naturalista como un caso de suicidio de los
elementos masculinos del alma. Las formas de muerte voluntaria de los
femeninos, no serán menos censurables. La magia, salvo contadas excepciones, es
una forma perversa de arrancar a la naturaleza un poder inmerecido. Sus
peligros se transforman en realidades siniestras. Por demás, es de esperar, el
pasado sea superado, y es de lamentar, perennemente nos ejercitemos en la misma
clase de errores.
La sangre, desde el punto de
vista fisiológico, concentra el oxígeno y los nutrientes y los distribuye hacia
todo el organismo animal. La sangre es así el agente vital activo que
presentará, en negativo, su contraparte astral. La fuerza vital se concentra en
la quintaesencia del fluido. Las entidades evocadas, que pululan sedientas de
materialidad, son así atraídas por el sacrificio. No debemos confundir la carnicería
con religión, religión significa, sensu stricto, religación. Su forma ideal es la compenetración con las
realidades divinas. Pero la religión institucionalizada, como forma colectiva
que informa una sociedad, requiere de una mediación autorizada. Los mediadores
con el mundo invisible serán los sacerdotes. Son ellos quienes ejercen el
ministerio de la mediación, con la función de elevar las realidades inferiores
y caídas hacia su origen.
Particularmente ilustrativo, respecto
a la cuestión que nos ocupa, resulta el trabajo de Eliphas Levi acerca de la ciencia de los espíritus. Respecto a
ese texto, nos detendremos en la exposición magistral que hace del carácter del
sacerdocio antiguo y de la iniciación. En primer lugar, Eliphas Levi nos
informa que:
Los misterios del
mundo antiguo eran de dos clases. Los pequeños misterios atañían a la
iniciación, al sacerdocio, los mayores eran la iniciación a la gran obra
sacerdotal, es decir a la teurgia: la teurgia,
palabra terrible para el doble sentido, que quiere decir creación de Dios. Sí, en la teurgia se enseñaba al sacerdote cómo
debe crear los dioses a su imagen y semejanza, sacándolos de su propia carne y
animándolos con su propia sangre. Era la ciencia de las evocaciones por medio
de la espada y la teoría de los fantasmas sanguinolentos. Era cuando el
iniciado debía matar al iniciador; cuando Edipo se convertía en rey de Tebas
dando muerte a Layo. Trataremos de explicar estas oscuras expresiones
alegóricas. Lo que desde luego se puede colegir es que no había iniciación a
los misterios mayores sin derramamiento de sangre; más aún, sin derramamiento
de la sangre más noble y más pura.
El sacerdote era así el
sacrificador. Su tarea principal, se concentra en la pira y se ejecuta en el
holocausto. Se inicia por la sangre y en ella muere su ideal. Tras la sangre,
descienden legiones de espíritus, enturbian la percepción y confunden el
cerebro. Los Dioses antiguos tenían sed perenne de sangre. Su vicio era humano,
demasiado humano, pero también, quizás por ello, profundamente demoníaco. Caín
presenta su sacrificio incruento al Dios antiguo, pero este prefiere los
animales muertos de Abel y sobre todo su sangre. Caín sacrifica a Abel y con
ello se convierte en el primer sacerdote. Esta es la religión antigua, salvo
depuradas excepciones, desnuda, en sus caracteres más brutales, que no se
circunscriben a los sacrificios al Moloch de los fenicios. La sangre llama a la
sangre, porque la sangre derramada clama ser vengada y el auxiliar del ministro
son la espada y el hacha.
En oposición a estas formas que
identifican al ministro religioso con el mago y el sacrificador, se nos ha
dicho, aunque lamentablemente sin verdad histórica, dados los derroteros del
cristianismo institucionalizado, que la
iglesia tiene horror a la sangre. En esa imborrable máxima se resume todo el
espíritu del cristianismo.
Y es que, siempre de acuerdo a
Levi:
Jesús, único
iniciador que no ha matado a nadie, muere para abolir los sacrificios
sangrientos. Por eso es más grande que todos los pontífices y ¿qué sería, pues,
si no fuera Dios? Se hizo Dios sobre el calvario, pero al renegar de él y
venderlo, sus discípulos se han convertido en sacerdotes y han continuado el
antiguo mundo, que durará mientras el sacerdote tenga que vivir del altar, es
decir, de comer la carne de las víctimas.
A este Dios que se hace hombre,
el antiguo mundo declinante quiso oponer un nuevo ideal en la figura Apolonio
de Tiana. Éste, taumaturgo, asceta y mago, realiza milagros inmensos, resucita
muertos, sanea ciudades. Pero pertenece todavía al mundo antiguo. Consciente en
sacrificios y se enaltece en el derramamiento de la sangre. Así continua
languideciendo ese mundo en una muerte lenta hasta los tiempos de Constantino.
Luego de él, el paganismo renace en el emperador Juliano. Una aurora tardía que
no tardaría en apagarse, consumida por la hecatombe universal que arrasaba los
cimientos de la antigüedad.
Juliano, emperador filósofo, fue
también un iniciado del mundo antiguo.
Era, en efecto,
mediante un bautismo de sangre, que Máximo de Efeso lo había consagrado a los
antiguos dioses. Juliano fue introducido en la cripta del templo de Diana medio
desnudo y con los ojos vendados. Máximo le entregó un cuchillo y una voz
misteriosa le ordenó asestar el golpe a una figura humana pálida que se le dejó
entrever solamente; se colocó otra vez la venda sobre los ojos del neófito, y
guiando la mano de Juliano se le hizo tocar la carne caliente y viva; allí
sumió la espada sagrada; después, obligado a prosternarse ante la fuente que
acababa de abrir, una aspersión caliente y nauseabunda le hizo estremecer, pero
guardó silencio y recibió hasta el fin la consagración de la sangre vertida. “por
esta sangre — decía Máximo—, te limpio de la mácula del bautismo: eres hijo de
Mitra y has sumido la espada en el flanco del toro sagrado ¡que la ablución del
tauróbolo te purifique!”
Con Juliano, se asiste al último
acto de la antigüedad, con su muerte, se derrumba el mundo antiguo:
Dando fe a los
fantasmas evocados por Máximo de Efeso, Juliano había creído en la existencia
real de sus dioses, y estos fantasmas eran alucinaciones de la sangre. Se
asegura que Juliano, debilitado por ayunos previos y tibio aún de su bautismo
de sangre, vio pasar ante él todas las divinidades del antiguo Olimpo. Las vio
no tales como los poetas de la antigüedad las representaban, sino tales como
existían entonces en la imaginación, desencantada de las multitudes, viejas,
decrépitas, miserables, abandonadas.
Las brumas descienden sobre el dorado
horizonte de la antigüedad, el Dios solar se eclipsa, los oráculos callan. ¿Qué
ha sucedido? Algo que todavía nosotros no comprendemos. Anclados, en espíritu,
en la antigüedad. Vivimos entre dos mundos, y no terminamos de elevarnos sobre
el primero. El fin de una gran época tiene algo de sombrío, tiene algo de
trágico y crepuscular. Los templos y camposantos claman por el mundo que se
precipita desde dentro del panteón, en una especie de oración, que revela todo
el desgarro de lo que se acaba:
Se asegura que
después de su muerte se abrieron las puertas de un pequeño templo que había hecho
amurallar antes de emprender su expedición de Persia, y que allí se encontró el
cadáver de una mujer desnuda colgada por los cabellos y con el vientre abierto.
¿Es esto una invención del odio o la revelación de un misterio? ¿Era esa mujer
una mártir o una víctima voluntaria? Aceptamos lo último. Tal vez una joven
fanática que quiso oponer su sacrificio al de Cristo, por la prosperidad del
reinado de Juliano y el regreso de los antiguos dioses. El emperador habría
cerrado los ojos y sólo el gran pontífice habría asistido al holocausto. El
templo amurallado, la víctima sangrienta suspendida entre el cielo y la tierra
como una oración palpitante, se asemeja a una parodia de la crucifixión.
Pero el manto de la noche se
precipita sobre el horizonte cargado de llamas. La noche, la larga noche
medieval, aparece como un retorno al seno maternal. En él se gestará la nueva
civilización. La ley del ritmo y la compensación. Deberá esperar otra ocasión
el estudio de nuestra época encanecida. Volviendo a Juliano y al fin del viejo
mundo, este es herido de muerte en un campo de batalla en cercano oriente.
Expira, y con él, todo un mundo. En medio de la oscuridad que se cierne sobre
sus ojos, en medio del terror de los circunstantes, de la derrota y de la
sangre, proclama, aun, unas veladas palabras: “Tu venciste Galileo”
Una leyenda que parece revelar obstinación. Se
repite el episodio en la demencia del filósofo alemán que quiso resucitar a
Dionisio, sin entender que si los muertos resucitan en el cristianismo no
podrán hacerlo en el nihilismo. Ahora bien ¿ qué quiso decirnos Juliano con
estás últimas palabras? De acuerdo a Levi, o tal como éste quería creer, con ellas
expresaba su derrota y su arrepentimiento el emperador iniciado en el
tauróbolo. Con estas confesión, reasumía el cristiano sacrificio de sí, como el
más elevado y modesto, el único capaz de dignificar a la criatura caída, y
elevarla las esferas más sagradas del cielo más secreto. En las alturas
sublimes, tras el denso velo que separa las espaldas del cielo astral, del
eterno cielo inengendrado de la realidad espiritual, arde una estrella
solitaria. En la soledad del infinito desierto de lo innominable, allí solo reina
la unidad. Es por eso, que todo crimen es un asesinato a nosotros mismos y a la
esencia escondida que todavía somos. Es por eso, que la iniciación por medio de
la sangre, engendra demonios, que todavía incitan crímenes, levantando nuevas
hogueras que anteponen una jerarquía satánica, a la celeste que asciende desde
las formas más groseras de materialidad hasta las sublimes riberas del espíritu
puro. Allí, en aguas ígneas, habremos de bañarnos, transfigurando en fuego
nuestras impurezas, para que el alquimista eterno, extraiga el mineral precioso
en toda su pureza.
Los necios, por el mundo,
seguirán su camino. Su nombre es legión. Pero las formas del error se repiten.
Le daremos la palabra, para cerrar este apartado, nuevamente a un auténtico
iniciado, el oscuro de Éfeso, para que condene
nuevamente (¡mil veces serán siempre pocas!), las formas inferiores de
la religiosidad.
En vano tratan de purificarse manchándose con
sangre. Es como si uno que se ha metido en el fango, quisiera lavarse con
fango. Si un hombre lo viera haciendo eso, creería que se había vuelto loco.
Y dirigen oraciones
a las estatuas, como si alguien pudiera hablar con los edificios; pues no
conocen quienes son los dioses y los héroes.