lunes, 25 de agosto de 2014

La iniciación por la sangre y el fin del mundo antiguo





Hay lecturas que nos instruyen, otras que nos marcan y otras que nos modelan y nos forman. Entre estás últimas, a veces, tórnase gradualmente difícil discriminar que hay de originalmente nuestro en nosotros mismos. Pasan a formar parte de nuestra carne y las asimilamos a la sustancia vital. Aprendemos a pensar y escribir, cada cuál, bajo el modelo ejemplar de una Pléyade variable de autores. Los clásicos infaltables y los ilustres, más o menos desconocidos del público en general, aunque no por ello, para nosotros menos valiosos y entrañables. El modo en que nos acercamos a ellos, casi siempre fortuito, marca una especie de fatalidad. Recuerdo, hace ya años, en un viejo bar de San Cristóbal, tomar una copa con mi amigo Ezequiel Ambrustolo a quien había encontrado a la salida de su trabajo en Epifania, librería de anticuario. Tanto la librería como el bar, cerraron. A uno lo clausuro una fría ordenanza municipal, al otro, las leyes inexorables del mercado y la lógica del mundo actual. Lo que queda hoy, luego de tantos años, es el sentimiento de amistad, el recuerdo de un trago en un atardecer dorado por el sol crepuscular, y un ejemplar que el poeta le presto al estudiante de filosofía, en medio del barullo cotidiano del centro de nuestro desierto metropolitano.
El artículo que me permito transcribir fue publicado originalmente en el Boletin Anual de la sociedad Ramakrishna de General Madariaga en 1965. El autor, Don José Malmooth, esoterista argentino, nacido en la provincia de Buenos Aires, en el año 1897, es, entre nosotros, prácticamente un desconocido. A combatir esta injusticia se orienta, nuestra humilde contribución.

 LAS INICIACIONES POR LA SANGRE Y EL FIN DEL MUNDO ANTIGUO.


 ¿A quienes profetiza Heráclito el efesio? A quienes danzan en la noche, magos, bacantes, poseídas del Dios, a los iniciados; a éstos amenaza con lo que sucederá después de la muerte, a ésos les profetiza el fuego; pues están iniciados impíamente en misterios considerados tales sólo por los hombres.

   Heráclito

Heráclito, un auténtico hierofante de los misterios más sagrados, censura con razón a los poseídos y nigromantes que encantaban las auroras somnolientas del amanecer del pensamiento griego. Ya nos hemos ocupado de refutar las divagaciones de Allan Kardec y de censurar las prácticas de sus secuaces. No debemos confundirnos, miles de larvas pululan en las regiones más sombrías del astral inferior y se arrojan sobre los cerebros debilitados por el vicio y la deformación del error. En conjunto se aglomeran, fríos y sedientos de sangre, y arrebatan la fuerza vital, conjuntamente con la razón, a los desgraciados enajenados en su locura. El hombre de poder, no se presta a quedar a merced de formas ruines, y no se satisface con fenómenos de bajo magnetismo ni mesas parlantes.
El celebre doctor Encausse consideraba al médium y al naturalista como un caso de suicidio de los elementos masculinos del alma. Las formas de muerte voluntaria de los femeninos, no serán menos censurables. La magia, salvo contadas excepciones, es una forma perversa de arrancar a la naturaleza un poder inmerecido. Sus peligros se transforman en realidades siniestras. Por demás, es de esperar, el pasado sea superado, y es de lamentar, perennemente nos ejercitemos en la misma clase de errores.
La sangre, desde el punto de vista fisiológico, concentra el oxígeno y los nutrientes y los distribuye hacia todo el organismo animal. La sangre es así el agente vital activo que presentará, en negativo, su contraparte astral. La fuerza vital se concentra en la quintaesencia del fluido. Las entidades evocadas, que pululan sedientas de materialidad, son así atraídas por el sacrificio. No debemos confundir la carnicería con religión, religión significa, sensu stricto, religación. Su forma ideal es la compenetración con las realidades divinas. Pero la religión institucionalizada, como forma colectiva que informa una sociedad, requiere de una mediación autorizada. Los mediadores con el mundo invisible serán los sacerdotes. Son ellos quienes ejercen el ministerio de la mediación, con la función de elevar las realidades inferiores y caídas hacia su origen.
Particularmente ilustrativo, respecto a la cuestión que nos ocupa, resulta el trabajo de Eliphas Levi acerca de la ciencia de los espíritus. Respecto a ese texto, nos detendremos en la exposición magistral que hace del carácter del sacerdocio antiguo y de la iniciación. En primer lugar, Eliphas Levi nos informa que:

Los misterios del mundo antiguo eran de dos clases. Los pequeños misterios atañían a la iniciación, al sacerdocio, los mayores eran la iniciación a la gran obra sacerdotal, es decir a la teurgia: la teurgia, palabra terrible para el doble sentido, que quiere decir creación de Dios. Sí, en la teurgia se enseñaba al sacerdote cómo debe crear los dioses a su imagen y semejanza, sacándolos de su propia carne y animándolos con su propia sangre. Era la ciencia de las evocaciones por medio de la espada y la teoría de los fantasmas sanguinolentos. Era cuando el iniciado debía matar al iniciador; cuando Edipo se convertía en rey de Tebas dando muerte a Layo. Trataremos de explicar estas oscuras expresiones alegóricas. Lo que desde luego se puede colegir es que no había iniciación a los misterios mayores sin derramamiento de sangre; más aún, sin derramamiento de la sangre más noble y más pura.


El sacerdote era así el sacrificador. Su tarea principal, se concentra en la pira y se ejecuta en el holocausto. Se inicia por la sangre y en ella muere su ideal. Tras la sangre, descienden legiones de espíritus, enturbian la percepción y confunden el cerebro. Los Dioses antiguos tenían sed perenne de sangre. Su vicio era humano, demasiado humano, pero también, quizás por ello, profundamente demoníaco. Caín presenta su sacrificio incruento al Dios antiguo, pero este prefiere los animales muertos de Abel y sobre todo su sangre. Caín sacrifica a Abel y con ello se convierte en el primer sacerdote. Esta es la religión antigua, salvo depuradas excepciones, desnuda, en sus caracteres más brutales, que no se circunscriben a los sacrificios al Moloch de los fenicios. La sangre llama a la sangre, porque la sangre derramada clama ser vengada y el auxiliar del ministro son la espada y el hacha.  
En oposición a estas formas que identifican al ministro religioso con el mago y el sacrificador, se nos ha dicho, aunque lamentablemente sin verdad histórica, dados los derroteros del cristianismo institucionalizado, que la iglesia tiene horror a la sangre. En esa imborrable máxima se resume todo el espíritu del cristianismo.
Y es que, siempre de acuerdo a Levi:

Jesús, único iniciador que no ha matado a nadie, muere para abolir los sacrificios sangrientos. Por eso es más grande que todos los pontífices y ¿qué sería, pues, si no fuera Dios? Se hizo Dios sobre el calvario, pero al renegar de él y venderlo, sus discípulos se han convertido en sacerdotes y han continuado el antiguo mundo, que durará mientras el sacerdote tenga que vivir del altar, es decir, de comer la carne de las víctimas.

A este Dios que se hace hombre, el antiguo mundo declinante quiso oponer un nuevo ideal en la figura Apolonio de Tiana. Éste, taumaturgo, asceta y mago, realiza milagros inmensos, resucita muertos, sanea ciudades. Pero pertenece todavía al mundo antiguo. Consciente en sacrificios y se enaltece en el derramamiento de la sangre. Así continua languideciendo ese mundo en una muerte lenta hasta los tiempos de Constantino. Luego de él, el paganismo renace en el emperador Juliano. Una aurora tardía que no tardaría en apagarse, consumida por la hecatombe universal que arrasaba los cimientos de la antigüedad.  
Juliano, emperador filósofo, fue también un iniciado del mundo antiguo.

Era, en efecto, mediante un bautismo de sangre, que Máximo de Efeso lo había consagrado a los antiguos dioses. Juliano fue introducido en la cripta del templo de Diana medio desnudo y con los ojos vendados. Máximo le entregó un cuchillo y una voz misteriosa le ordenó asestar el golpe a una figura humana pálida que se le dejó entrever solamente; se colocó otra vez la venda sobre los ojos del neófito, y guiando la mano de Juliano se le hizo tocar la carne caliente y viva; allí sumió la espada sagrada; después, obligado a prosternarse ante la fuente que acababa de abrir, una aspersión caliente y nauseabunda le hizo estremecer, pero guardó silencio y recibió hasta el fin la consagración de la sangre vertida. “por esta sangre — decía Máximo—, te limpio de la mácula del bautismo: eres hijo de Mitra y has sumido la espada en el flanco del toro sagrado ¡que la ablución del tauróbolo te purifique!”


Con Juliano, se asiste al último acto de la antigüedad, con su muerte, se derrumba el mundo antiguo:

Dando fe a los fantasmas evocados por Máximo de Efeso, Juliano había creído en la existencia real de sus dioses, y estos fantasmas eran alucinaciones de la sangre. Se asegura que Juliano, debilitado por ayunos previos y tibio aún de su bautismo de sangre, vio pasar ante él todas las divinidades del antiguo Olimpo. Las vio no tales como los poetas de la antigüedad las representaban, sino tales como existían entonces en la imaginación, desencantada de las multitudes, viejas, decrépitas, miserables, abandonadas.

Las brumas descienden sobre el dorado horizonte de la antigüedad, el Dios solar se eclipsa, los oráculos callan. ¿Qué ha sucedido? Algo que todavía nosotros no comprendemos. Anclados, en espíritu, en la antigüedad. Vivimos entre dos mundos, y no terminamos de elevarnos sobre el primero. El fin de una gran época tiene algo de sombrío, tiene algo de trágico y crepuscular. Los templos y camposantos claman por el mundo que se precipita desde dentro del panteón, en una especie de oración, que revela todo el desgarro de lo que se acaba:

Se asegura que después de su muerte se abrieron las puertas de un pequeño templo que había hecho amurallar antes de emprender su expedición de Persia, y que allí se encontró el cadáver de una mujer desnuda colgada por los cabellos y con el vientre abierto. ¿Es esto una invención del odio o la revelación de un misterio? ¿Era esa mujer una mártir o una víctima voluntaria? Aceptamos lo último. Tal vez una joven fanática que quiso oponer su sacrificio al de Cristo, por la prosperidad del reinado de Juliano y el regreso de los antiguos dioses. El emperador habría cerrado los ojos y sólo el gran pontífice habría asistido al holocausto. El templo amurallado, la víctima sangrienta suspendida entre el cielo y la tierra como una oración palpitante, se asemeja a una parodia de la crucifixión.

Pero el manto de la noche se precipita sobre el horizonte cargado de llamas. La noche, la larga noche medieval, aparece como un retorno al seno maternal. En él se gestará la nueva civilización. La ley del ritmo y la compensación. Deberá esperar otra ocasión el estudio de nuestra época encanecida. Volviendo a Juliano y al fin del viejo mundo, este es herido de muerte en un campo de batalla en cercano oriente. Expira, y con él, todo un mundo. En medio de la oscuridad que se cierne sobre sus ojos, en medio del terror de los circunstantes, de la derrota y de la sangre, proclama, aun, unas veladas palabras: “Tu venciste Galileo”
 Una leyenda que parece revelar obstinación. Se repite el episodio en la demencia del filósofo alemán que quiso resucitar a Dionisio, sin entender que si los muertos resucitan en el cristianismo no podrán hacerlo en el nihilismo. Ahora bien ¿ qué quiso decirnos Juliano con estás últimas palabras? De acuerdo a Levi, o tal como éste quería creer, con ellas expresaba su derrota y su arrepentimiento el emperador iniciado en el tauróbolo. Con estas confesión, reasumía el cristiano sacrificio de sí, como el más elevado y modesto, el único capaz de dignificar a la criatura caída, y elevarla las esferas más sagradas del cielo más secreto. En las alturas sublimes, tras el denso velo que separa las espaldas del cielo astral, del eterno cielo inengendrado de la realidad espiritual, arde una estrella solitaria. En la soledad del infinito desierto de lo innominable, allí solo reina la unidad. Es por eso, que todo crimen es un asesinato a nosotros mismos y a la esencia escondida que todavía somos. Es por eso, que la iniciación por medio de la sangre, engendra demonios, que todavía incitan crímenes, levantando nuevas hogueras que anteponen una jerarquía satánica, a la celeste que asciende desde las formas más groseras de materialidad hasta las sublimes riberas del espíritu puro. Allí, en aguas ígneas, habremos de bañarnos, transfigurando en fuego nuestras impurezas, para que el alquimista eterno, extraiga el mineral precioso en toda su pureza.
Los necios, por el mundo, seguirán su camino. Su nombre es legión. Pero las formas del error se repiten. Le daremos la palabra, para cerrar este apartado, nuevamente a un auténtico iniciado, el oscuro de Éfeso, para que condene  nuevamente (¡mil veces serán siempre pocas!), las formas inferiores de la religiosidad.

 En vano tratan de purificarse manchándose con sangre. Es como si uno que se ha metido en el fango, quisiera lavarse con fango. Si un hombre lo viera haciendo eso, creería que se había vuelto loco.
Y dirigen oraciones a las estatuas, como si alguien pudiera hablar con los edificios; pues no conocen quienes son los dioses y los héroes.