El mundo que
pudiéramos llamar civilizado de aquél entonces, mundo bárbaro pero no salvaje
como las hordas errantes que merodeaban a su alrededor, parece salir, en aquel
siglo, de una larguísima noche de pesadillas. Es el siglo que vé al pensamiento
hebreo llegar a la cumbre de su evolución religiosa con Jeremías, Ezequiel y el
Deutero Isaías; al viejo vedantismo perfeccionarse, con el Buda, en un sistema
ético de autodisciplina; a la China producir al primero de los moralistas-sociólogos,
Confucio, y al primero de los místicos-metafísicos, Lao-Tsé,
Sin embargo, ésta
no es más que la primera apariencia. El monoteísmo hebreo, el budismo indo, el
confucionismo y el taoísmo, y, aún cuando no lo parezca, la misma filosofía
griega, en toda su radiante juventud, son el fruto de la madurez. Nacen en un
mundo ya muy viejo, en el seno de civilizaciones milenarias, después del largo,
larguísimo crepúsculo de todas sus mitologías[1].
Julio Navarro Monzó
Por una razón puramente convencional, suele datarse el comienzo de la Filosofía
en el año 585 antes del nacimiento de Cristo. La Luna interrumpe la visión del
Sol y la Tierra se oscurece, como había sucedido ya incontable cantidad de
veces. Pero, en la oscuridad momentánea resplandece la luz de la inteligencia.
Tales de Mileto, uno de los “Siete Sabios” de Grecia, había predicho el
fenómeno astronómico. La razón hace, de este modo y de manera oficial, su carta
de presentación al mundo histórico y el individuo, que soporta esta frágil
organización biológica, encuentra en sí mismo y pone a prueba de manera exitosa
una herramienta colosal como lo es el conocimiento de la realidad circundante,
fruto maduro de su inteligencia.
El fenómeno fue lo suficientemente impresionante para permitir que sea el
sitio elegido, en el seno del río temporal, para el establecimiento fijo de una
convención. La historia, en el dinamismo concreto de su realidad fáctica, es de
hecho mucho más compleja al no existir puntos evidentes de rupturas. El cambio
es la norma, pero solo es comprensible dentro de un marco de permanencia. El
cambio y la permanencia son los dos polos de un equilibrio frágil que
constituye el mundo. A veces uno de ellos se posesiona y las formas se estancan,
la sociedad languidece lentamente hasta que el ímpetu renovador de un pueblo
conquistador la incorpora al dinamismo histórico. Otras veces, es el suelo temporal
de la sociedad el que parece moverse. ¡Y con cuánta fuerza puede hacerlo!, ¡hasta
el punto de despertar la desorientación, aun en las mayores inteligencias! Pero
el cambio, sea más o menos perceptible, no por ello deja de ser continuo. Los
cortes tajantes no existen en la historia concreta. Es solo que el cambio
gradual se acelera algunas veces y puede llegar a hacerlo tanto que el hombre
que duerme o que cierra los ojos, aunque más no sea de un modo breve, al volver
a abrirlos se encuentra con otro mundo histórico, como aquel individuo que
realiza una visita breve a un sitio al atardecer, con el sol agonizante sobre
el horizonte, y al salir se encontrará iluminado con las luces artificiales del
alumbrado público y las estrellas tintineantes colgadas del firmamento obscuro.
Las convenciones que rigen en el nivel de la periodización temporal lo hacen
también desde un plano analítico. Así, es posible distinguir una historia
militar, social, artística o científica, cuando en realidad existe solamente
una historia, que es la concreta de los individuos que constituyen los pueblos.
Las otras historias, dimensiones distinguidas de la actividad del hombre,
seguirán, como expresiones naturales, la evolución de esa historia real y
concreta. En el caso del surgimiento de la Filosofía esto es por demás evidente,
dado que surge en un contexto de manifestación notable del potencial cultural,
artístico, científico y militar del pueblo griego; en otros términos, como una
más de las expresiones naturales de la madurez espiritual, en un período de
plenitud radiante y energía que se desborda.
Particularmente importante para la comprensión del momento histórico del
origen de la Filosofía es comprender sus relaciones con la evolución de la
conciencia religiosa. Ello es así porque ambas son expresiones arquetípicas (y
configuradoras) de una comprensión global del mundo y de la vida. Y bien,
respecto a esta evolución, es dado observar que se da, en el mundo griego,
alrededor del siglo VI a.C., en un período que ofrece cierta efervescencia
religiosa, como puede observarse claramente en los cultos mistéricos (los
cuales ofrecen un profundo contenido salvífico, enmarcado en un conjunto complejo
de elementos alegóricos) y, lo que es más trascendente para la Filosofía, con
un fuerte ímpetu reformador y racionalizador.
Esta clase de reformas se ofrecen en un período donde lo religioso no se desatiende
y es considerado significativo, lo suficiente como para requerir de enmienda;
ello es por demás lógico. La reforma se da, al mismo tiempo, en un período
donde la razón se expresa de un modo diferencial[2].
Es así que la inteligencia de la época, al menos en algunas personalidades
notables, se encuentra ya muy madura y no puede soportar más la permanencia de concepciones
pueriles. La reforma exhibe, de este modo, los caracteres propios de la
ilustración religiosa que, ya sea en la racionalización de la mitología, la
articulación alegórica y mística del culto (como en el Orfismo y el Pitagorismo),
o aun en la crítica de dogmas y en la pretensión de rectificación de aspectos
rituales que se consideran absurdos o ya superados, demuestra en diversos órdenes
las pretensiones omniabarcadoras de la razón, probando su potencia ante el
mundo y la vida.
En este complejo panorama de la cultura helénica, de acuerdo al estudioso
Jorge Pérez,
Sin duda se clasifica a Jenófanes entre los iniciadores
de grandes movimientos culturales. Es el primero que hace afirmaciones por las
cuales se separa de toda una concepción del mundo en materia religiosa, que
posee la jerarquía de lo muy antiguo, y por tanto, de lo intocable e inmodificable.
Su espíritu inquieto lo llevó desde su patria, en Jonia, hasta el sur de
Italia. Desterrado eterno, sus vagabundeos fueron de muchos años, y su
disconformismo quizá la causa de que no se lo aceptara bien en muchas partes.
Continuamente exilado y extraño a los lugares en donde pensaba que sería aceptada
su posición, que era no sólo de iconoclastia y heterodoxia, sino de la
prevalencia del pensamiento por encima de cualquier estructura, así fuera
antiquísima, y en virtud de la cual posición anteponía Jenófanes a todo el
pensamiento razonablemente encaminado hacia la verdad en materia religiosa[3].
Es precisamente un rapsoda, Jenófanes, nacido alrededor del 570 a.C. en
Colofón, en el Asia menor[4],
quien será uno de los protagonistas más conspicuos de este período de
ilustración religiosa.
Según el juicio de García Venturini,
Jenófanes representa, a pesar de su condición de poeta,
la primera gran reacción llevada a cabo desde la filosofía contra la mitología
tradicional; al menos, la más explícita de todas[5].
Esta rectificación racional explícita es llevada a cabo con plena
conciencia y rigurosidad crítica por un pensador-rapsoda oriundo de Jonia. La
razón filosófica, que emerge en las costas occidentales del Asia Menor con
Tales y que hallaría continuadores tan geniales como Anaximandro y Anaxímenes
dentro de la escuela de Mileto[6],
hasta entonces se había ocupado, preferentemente, de cuestiones cosmológicas.
No obstante ello, esta se encontraba ya madura, tanto en sus elaboraciones
cuanto en sus modalidades críticas, y se había extendido y permeado lo
suficiente como para bien poder ser utilizada con el afán de depurar las
concepciones religiosas tradicionales. Es así como el artista-pensador
Jenófanes siente la necesidad de reflexionar para cerciorarse de la verdad de
las expresiones contenidas en su propio canto. La razón no debe perderle pisada
al sentimiento, dado que el aspecto sencillo de la verdad expresa un valor
superior al del ornato superfluo de lo falaz, por más bello que se nos aparezca
el disfraz de la mitología.
Antes que nada, es necesario que los hombres prudentes
alaben a la divinidad con los discursos reverentes y palabras puras; y así,
habiendo hecho las libaciones y rogado poder realizar lo justo, pues esto es lo
primero de todo, no es inconveniente beber cuanto permita mantenerse y, si no
se es muy viejo, poder regresar a casa sin un guía. Pero, de entre los hombres,
hay que elogiar a aquel que, habiendo bebido, manifiesta sensatez, de modo que
los recuerdos y el vigor contribuyen a la virtud, no cantando luchas de
Titanes, ni de Gigantes, ni de Centauros ‒ficciones de los antiguos‒, o
disensiones violentas en las que no es posible nada útil; por el contrario, es
bueno tener siempre respeto a los dioses[7].
Antes que nada, es bueno tener
siempre respeto a los dioses. La crítica se dirige a los poetas y a los
miembros de su propia cofradía. Se refiere, además, a las figuras centrales y
la autoridad educativa de Homero y Hesíodo, contra los que Jenófanes lanzará
fuertes invectivas, que nos recuerdan a las que, siglo y medio más tarde, habrá
de dirigirles otro genio poético de talla colosal como lo es el platónico, en
su República. Volviendo a Jenófanes,
éste nos advierte que
Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses todo cuanto
es motivo de vergüenza y censura entre los hombres: robar, cometer adulterio y
engañarse recíprocamente[8].
Se hace nuevamente operativo el imperativo anteriormente formulado de veracidad,
moralidad reflexiva y recogimiento. El artista debe dedicarse a decir la verdad
y alabar a la divinidad. Quizás, en el fondo, una cosa no signifique más que la
otra. Según una conocida tradición, la belleza y la verdad, en Dios, no son más
que dos de sus correlativas irradiaciones. Sea de esta doctrina lo que fuere,
es así que Jenófanes, una vez reconocida como suya esta tarea, deberá rechazar
todas aquellas determinaciones y atributos que sean contrarios a su concepto de
la divinidad. Se impone, así, a través de la crítica filosófica, un rechazo no
solamente de las manifestaciones recogidas por medio de los sentidos, sino
también de los mitos y concepciones heredados de la tradición. El instrumento
único apto para lograrlo habrá de serlo la inteligencia; con lo que se ve,
claramente, el influjo que las ideas de Jenófanes en el pensamiento posterior
de Parménides y su distinción entre verdad y opinión.
Ahora bien, Jenófanes es, con respecto a las posibilidades de alcanzar un
pensamiento adecuado de la divinidad, menos extremista y un tanto más
escéptico; de manera que muchos estudiosos piensan ver algún tipo de influencia
en la sofística, sobre todo en Protágoras[9], en
la formulación de pensamientos como estos:
Y, en verdad, ningún hombre vio ni habrá alguno que sepa
lo cierto acerca de los dioses y de todas las cosas de que hablo; y aun si por
casualidad hubiese conseguido decir lo perfecto, igualmente no lo sabe él
mismo; pero es posible la opinión acerca de todas las cosas[10].
La naturaleza del asunto requiere, por lo tanto, suma circunspección. Lo
elevado de las realidades de que se trata exige andar con cuidado y aumentar al
máximo la cautela. Pero lo cierto es que la generalidad de los hombres se hace
una idea precipitada, equivocada, y hasta contradictoria, de la naturaleza de
Dios. La divinidad, por su propio carácter esencial, se encuentra bien lejos de
las realidades experimentadas por los hombres en su propio entorno vivencial:
Pero los mortales opinan que los dioses nacen y tienen
vestido, voz y aspecto como los de ellos[11].
Pero si los bueyes, los caballos o los leones tuviesen
manos y con las manos pudiesen pintar y producir obras de arte como los
hombres, los caballos dibujarían las formas de los dioses también semejantes a
los caballos, los bueyes a los bueyes, y harían los cuerpos cada cual de suerte
que tuvieran el aspecto de ellos mismos[12].
Los etíopes dicen que sus dioses son ñatos y negros, los
tracios, de ojos glaucos y pelirrojos[13].
Lo que se impugna aquí es una caracterización antropomórfica de la
divinidad. El problema de que se trata es de primera magnitud; y es importante,
por lo tanto, volver a señalar la circunspección que Jenófanes muestra al
avanzar. Los materiales presentados por los sentidos son diferentes a lo que es
en sí misma la realidad, y los dioses son también distintos a nosotros. Solo un
órgano especial puede aproximarse, en la medida en que lo permitan sus propias
limitaciones, hacia esos fundamentos limpísimos y remotos. Por ello, el
pensamiento debe comenzar por la crítica y el rechazo a las concepciones más
burdas de la divinidad, buscando alcanzar una caracterización más adecuada y
depurada:
Se ha de opinar esto por parecerse a lo verdadero…[14].
Un dios, el más grande entre los dioses y los hombres, no
semejante a los mortales ni por el aspecto ni por el pensamiento[15].
Todo entero ve, todo entero piensa, todo entero oye[16].
Pero gobierna sin fatiga todas las cosas con la voluntad
de la mente[17].
Y siempre permanece en el mismo lugar sin moverse de
ningún modo, y no le conviene pasar de una parte a otra[18].
La aproximación más adecuada a la divinidad es la que considera que existe
solamente un Dios. Es, así, Jenófanes el primer autor en desarrollar un
monoteísmo filosófico estricto. Este Dios es desemejante a los hombres, tanto
en el aspecto como en el pensamiento. En esta diferencia se fundan las
dificultades para alcanzar un concepto adecuado. Sin embargo, podemos
aproximarnos por medio de un lenguaje que, aunque positivo, no deje de expresar
un concepto negativo; y de un concepto que, a pesar de ser negativo, no deje de
apuntar hacia una realidad superpositiva. Este es el sentido de la teología negativa, que Farré encuentra
prefigurado de un modo ejemplar ya en Jenófanes:
Nos tropezamos con dificultades al restar a Dios
atributos o condiciones humanas; pero el lenguaje es pobre e insuficiente,
cuando nos aventuramos a decir lo que es o lo que podría ser. A Jenófanes le
acontece lo que a cualquier teólogo cuando, desbrozado el camino via negationis o remotionis, intenta explicarse la realidad divina[19].
De este modo, Jenófanes recurre a expresiones como Todo entero ve, todo entero piensa, todo entero oye. Ello implica que tiene la potestad elevada a
la perfección de su ejercicio, sin las limitaciones impuestas por los órganos
correspondientes. Esto es, afirma la perfección en la semejanza, pero niega los
condicionamientos; y, por lo tanto, en ese otro paso niega esa misma semejanza,
que se reconoce ahora con un sentido claramente restrictivo. El Dios tiene la
potencia, pero no tiene las limitaciones; por eso, si es capaz de ver, debe
hacerlo en cada uno de sus puntos, si es que tiene sentido expresarse de esta
manera para referirse a la realidad divina y a sus atributos.
Es este un Dios inteligente, eterno, sin nacimiento ni muerte, que no se
encuentra sujeto al imperio del tiempo. Es así que, de acuerdo a un testimonio
llegado a nosotros por Plutarco,
Jenófanes de Colofón, siguiendo una vía propia y apartada
de todos los ya mencionados (Tales, Anaximandro, Anaxímenes), no admite ni
generación ni corrupción, sino que dice que el todo es siempre igual; pues si
naciese, dice, sería necesario que no existiera antes: ahora bien, el no ser no
podría nacer ni producir algo, ni de lo que no es podría nacer algo. Además,
demuestra engañosas las sensaciones y, en general, con ellas ataca a la razón
misma[20].
Si Dios se identifica con el todo, parece que estamos en una concepción
bastante cercana al panteísmo. Sin entrar en la discusión acerca de si las
ideas de Jenófanes son o no panteístas ‒pues se puede afirmar que el todo del
universo subsiste en el ser de Dios sin por eso identificar a Dios con el ser
del universo‒, queremos mostrar cómo la argumentación de Jenófanes es racional
y consecuente. Si el Todo es, entonces se identifica con el ser, ya que no
existe posibilidad de encontrar al ser fuera del todo. Ahora bien, siendo ello
así, ¿de dónde puede provenir el todo? No puede provenir de otra cosa que de sí
mismo, ya que no hay ser fuera del todo y no existe nada fuera del ser. Por lo
tanto, si el ser naciese, nacería de la nada; pero la nada no es. Por otro
lado, provenir de sí mismo en el caso del ser, en sentido estricto, no es otra
cosa que permanecer. El todo tampoco puede perecer, ya que entonces el ser
debería dejar de ser; pero, no hay nada fuera del todo a donde podría dirigirse
o en lo que pueda transformarse, porque la nada no es. De manera que no existe
posibilidad, para el Ser de la divinidad, de dejar de ser. El ser es, por lo
tanto, inengendrado e imperecedero, como aceptará también Parménides.
Por lo pronto, cosas como estas son las que debe de creer la razón, según
Jenófanes. Ahora bien, el proceso de racionalización no se detiene en la
crítica de la mitología ni en la conceptuación de la divinidad, sino que avanza
también sobre la ritualística y la rectificación de las formas exteriores del
culto religioso. De acuerdo a un testimonio proporcionado por Aristóteles,
Por ejemplo, Jenófanes, a los eleatas que le preguntaban
si debían ofrecer sacrificios y elevar cánticos plañideros a Leucotea o no,
aconsejó que si la consideraban una divinidad no le elevaran cánticos
plañideros, y si (la consideraban) un ser humano, no le ofrecieran sacrificios[21].
La ilustración filosófica avanzó hasta un punto desde el que no podrá ya
detenerse. Pocos años después, un profundo profeta de Éfeso nos mostrará otro
noble esfuerzo por depurar las concepciones religiosas, atacando los prejuicios
antropomórficos, las concepciones de los poetas, los dogmas corrientes, las
iniciaciones mistéricas y la ritualística, de un modo aún más enérgico:
El más bello de los monos es feo si se compara con la
raza de los hombres (22 B 82)[22].
El más sabio de los hombres comparado con el Dios parece
un mono, en sabiduría, en belleza y en todas las otras cosas (22 B 83)[23].
Homero merecía ser expulsado de las competiciones y
azotado, lo mismo que Arquíloco (22 B 42)[24].
El nombre de Zeus admite y no admite proclamarse como la
única sabiduría (22 B 32)[25].
Si no fuera que hacen la procesión y cantan el himno a
las partes pudendas en honor de Dionisos, resultarían los actos más
vergonzosos. Mas por mucho que deliren y celebren, Hades y Dionisos son un
mismo dios (22 B 15)[26].
En vano tratan de purificarse manchándose con sangre. Es
como si uno que se ha metido en el fango quisiera lavarse con fango. Si un
hombre lo viera haciendo eso, creería que se había vuelto loco.
Y dirigen oraciones a las estatuas, como si alguien
pudiera hablar con los edificios; pues no conocen quiénes son los dioses y los
héroes (22 B 5)[27].
¿A quienes profetiza Heráclito el efesio? A quienes
danzan en la noche, magos, bacantes, poseídas del Dios, a los iniciados; a
éstos amenaza con lo que sucederá después de la muerte, a ésos les profetiza el
fuego; puesto que están iniciados impíamente en misterios considerados tales
sólo por los hombres (22 B 14)[28].
-
BIBLIOGRAFÍA:
Farré, L., “Estudio introductorio a Jenófanes” en: Jenófanes de
Colofón, Fragmentos y Testimonios,
Buenos Aires, Aguilar, 1964.
Gutrhie, W. K. C., Los
filósofos griegos: de Tales a Aristóteles, Trad. de Florentino M. de
Torner, México, Fondo de Cultura Económica, 1964.
Heráclito, “De la naturaleza”, en: Heráclito – Parménides –
Empédocles, Textos presocráticos,
Trad. de Matilde del Pino, Barcelona, Edicomunicación, 1995.
Jenófanes de Colofón, Fragmentos
y Testimonios, Trad. de M. H. Liberani, Buenos Aires, Aguilar, 1964.
Navarro Monzó, J., La búsqueda
presocrática, Montevideo, Federación Sudamericana de Asociaciones
Cristianas de Jóvenes, 1926.
Pérez, J., La Filosofía en la
historia de Occidente, Tomo 1, Vol. 1, Buenos Aires, Ábaco, 1975.
Protágoras – Gorgias, Fragmentos y
Testimonios, Trad. de José Barrio Gutiérrez, Barcelona, Orbis, 1980.
García Venturini, J., Historia general de la Filosofía, Tomo 1, Buenos Aires, Guadalupe,
1973.
[1] Navarro Monzó, J., La búsqueda presocrática, Montevideo,
Federación Sudamericana de Asociaciones Cristianas de Jóvenes, 1926, p. 33.
[2] En conjunto, razón y
sentimiento, inteligencia y sensibilidad, serán las responsables de diseñar el
carácter esencial de las reformas. Las diferencias de éstas podrán rastrearse,
por lo tanto, en las diferencias existentes en aquellas. Ello es por demás natural,
dado que la razón y la sensibilidad no existen por separado y, en conjunto,
configuran las modalidades de recepción y elaboración de los datos presentados
al hombre por el mundo, y ofrecen al individuo la perspectiva indispensable
para inscribir el dinamismo específico de su acción.
[3] Pérez, J., La Filosofía en la historia de Occidente, Tomo 1, Vol. 1, Buenos Aires,
Ábaco, 1975, p. 104.
[4] “Nacido en Colofón, en el Asia
Menor, alrededor del año 570 [a.C.], según las referencias más fidedignas,
Xenofanes asistió a la gran transformación sufrida por la sociedad griega, bajo
la presión de los persas, en el período que va desde la caída de la Lidia, el
año 545, y las grandes victorias de los helenos en las Termópilas y Salamina,
el año 480. La primera de las fechas indicadas corresponde al principio de su
vida errante y posiblemente la explica. La última no debe de andar lejana de su
muerte. Entre ambas se produjo el gran levantamiento de la Jonia contra Darío,
que se inició el año 510 y que éste reprimió duramente, destruyendo Mileto el
año 494” (Navarro Monzó, La búsqueda
presocrática, Op. Cit., p. 96).
[5] García
Venturini, J., Historia general de la Filosofía,
Tomo 1, Buenos Aires, Guadalupe, 1973, p. 40.
[6] “La filosofía europea, en cuanto
intento para resolver los problemas del universo sólo por la razón, que se
opone a aceptar explicaciones puramente mágicas o teológicas, comenzó en las
prósperas ciudades comerciales de Jonia, en la costa del Asia Menor, a
principios del siglo vi A. C. Fue, como dice Aristóteles, producto de una época
que ya poseía las cosas necesarias al bienestar físico y al ocio, y su motivo
fue la mera curiosidad. La escuela jonia o milesia está representada por los
nombres de Tales, Anaximandro y Anaxímenes; y está muy justificado llamarla
escuela, porque estos tres pensadores nacieron en la misma ciudad jonia de
Mileto, vivieron en la misma época, y la tradición dice que tuvieron entre sí
relaciones de maestro y discípulos” (Gutrhie, W. K. C., Los filósofos griegos: de Tales a Aristóteles, Trad. de Florentino
M. de Torner, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, p. 29).
[7] Jenófanes de Colofón, Fragmentos y Testimonios, Trad. de M. H.
Liberani, Buenos Aires, Aguilar, 1964, pp. 49-50, Fr. 1.
[8] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 53, Fr. 11.
[9] "[...] coincide con éstos Teodoro el ateo y, según algunos, también Protágoras de Abdera, por haber escrito textualmente esto: 'con respecto a los dioses no puedo saber si existen ni de qué naturaleza son, porque son mcuhas las cosas que me lo impiden'.
Por esto los atenienses le condenaron a muerte, y al huir, naufragó, muriendo en el mar. A esta historia alude también Timón de Fliunte en el libro segundos de los 'Silos':
'Como también el más ilustre de los sofistas,
de hermosa voz, de agudo y rápido ingenio, a Protágoras,
quisieron reducir a cenizas sus escritos,
porque escribió que no podía saber sobre los dioses
quiénes son y cómo son,
teniendo grandísimo cuidado de un juicio imparcial.
No le fue provechoso, y buscó la fuga para no beber también él la fría
bebida de Sócrates y bajar al Hades'" (Sexto Empírico, Fr. 11, en: Protágoras - Gorgias, Fragmentos y Testimonios, Trad. de José Barrio Gutiérrez, Barcelona, Orbis, 1980, pp. 48-49).
[9] "[...] coincide con éstos Teodoro el ateo y, según algunos, también Protágoras de Abdera, por haber escrito textualmente esto: 'con respecto a los dioses no puedo saber si existen ni de qué naturaleza son, porque son mcuhas las cosas que me lo impiden'.
Por esto los atenienses le condenaron a muerte, y al huir, naufragó, muriendo en el mar. A esta historia alude también Timón de Fliunte en el libro segundos de los 'Silos':
'Como también el más ilustre de los sofistas,
de hermosa voz, de agudo y rápido ingenio, a Protágoras,
quisieron reducir a cenizas sus escritos,
porque escribió que no podía saber sobre los dioses
quiénes son y cómo son,
teniendo grandísimo cuidado de un juicio imparcial.
No le fue provechoso, y buscó la fuga para no beber también él la fría
bebida de Sócrates y bajar al Hades'" (Sexto Empírico, Fr. 11, en: Protágoras - Gorgias, Fragmentos y Testimonios, Trad. de José Barrio Gutiérrez, Barcelona, Orbis, 1980, pp. 48-49).
[10] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 58, Fr. 34.
[11] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 54, Fr. 14.
[12] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 54, Fr. 15.
[13] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 54, Fr. 16.
[14] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 58, Fr. 35.
[15] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 56, Fr. 23.
[16] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 56, Fr. 24.
[17] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 57, Fr. 25.
[18] Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p. 57, Fr. 26.
[19] Farré, L., “Estudio
introductorio a Jenófanes” en: Jenófanes de Colofón, Fragmentos y Testimonios, Op.
Cit., pp. 20-21.
[20] Plutarco, Testimonio 32, en:
Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p.
77.
[21] Aristóteles, Testimonio 13, en:
Jenófanes de Colofón, Op. Cit., p.
64.
[22] Heráclito, “De la naturaleza”,
en: Heráclito – Parménides – Empédocles, Textos
presocráticos, Trad. de Matilde del Pino, Barcelona, Edicomunicación, 1995,
p. 42.
[23] Heráclito, Op. Cit., p. 42.
[24] Heráclito, Op. Cit., p. 34.
[25] Heráclito, Op. Cit., p. 32.
[26] Heráclito, Op. Cit., p. 28.
[27] Heráclito, Op. Cit., p. 26.
[28] Heráclito, Op. Cit., p. 28.