martes, 17 de abril de 2018

LA ENFERMEDAD DE LA ÉPOCA Y EL MAL METAFÍSICO


Dando fe a los fantasmas evocados por Máximo de Éfeso, Juliano había creído en la existencia real de sus dioses, y estos fantasmas eran alucinaciones de la sangre. Se asegura que Juliano, debilitado por ayunos previos y tibio aún de su bautismo de sangre, vio pasar ante él todas las divinidades del antiguo Olimpo. Las vio no tales como los poetas de la antigüedad las representaban, sino tales como existían entonces en la imaginación, desencantada de las multitudes, viejas, decrépitas, miserables, abandonadas. Ya no eran las grandes divinidades de Homero, eran los dioses grotescos de Luciano, puesto que los pretendidos espíritus que se evocan no son más que espejismos o reflejos de una imaginación colectiva. Y el espiritismo visionario, es la fotografía de los sueños[1].


La historia recogida aquí de la obra de Eliphas Levi, como toda narración profunda, se presta para interpretaciones diversas. La profundidad radica en que las interpretaciones no se excluyen. Poco importa aquí si la iniciación (y lo que en ella se narra) de Juliano por parte de Máximo de Éfeso haya sido históricamente verídica. La verdad fundamental es otra. La sangre inicia, pero lo hace al establecer un corte, al herir y, por decirlo de algún modo, partir así en dos la biografía del iniciado, bañándolo en un líquido vital que es, en cierta manera, el medio misterioso de la comunión. La cuestión de la limpieza es aquí clave, y el iniciado se encuentra anegado por un baño de sangre. Sería ingenuo y estúpido creer que el simbolismo de este baño sea solo material; existe aquí una dimensión más interna, más íntima, de contacto del alma con la sustancia etérea desprendida con la vitalidad y en cuyo seno fluyen y se arremolinan infinidad de vivientes invisibles que participan de la escena. La iniciación en la sangre es un ritual y, como todo ritual, tiene la pretensión de ejercer una reactualización, un ejercicio conjunto en que a la vez participen y coincidan las potencias invisibles (divinas o abisales y demoníacas) con las terrenas y palmarias.


Juliano contempla las divinidades agotadas desfilar ante él. Ello es más que un simple simbolismo inventado por un ocultista en relación problemática con el sacerdocio católico. Lo que expresa Eliphas Levi es una realidad universal. La realidad invisible es la que conforma el entramado de acero en que habrán de inscribirse los sucesos más palpables. Y bien, es el caso que estas realidades se alimentan de nuestra fe, de nuestra energía vital condensada en una creencia definida, de nuestra voluntad; en última instancia, estas divinidades se alimentan de la sangre de nuestra alma. Por ello será, nuevamente, una ingenuidad considerar que los antiguos dioses eran inexistentes, sin más. Pensar ello es carecer por completo de toda penetración religiosa a la par de todo sentido histórico. Ellas, inexistentes para nosotros, eran, para su mundo, bien reales. Lo trágico ‒rotundamente trágico, de hecho, ya que es de divinidades de lo que en última instancia se trata‒ es que Eliphas Levi nos trae a los ojos, además de a la mente, una escena perturbadora. Los dioses, inmortales, están en trance de morir. Ese desfile espectral tiene un algo de despedida fúnebre bañada por los últimos fulgores del poniente. Ensaya algo así como una retirada hacia los abismos. Y en esta contemplación nos detiene la escena en el crepúsculo de la Antigüedad moribunda.
Nos detenemos en este análisis con un afán aclaratorio y no erudito. Nuestro fin es más humilde y, a la vez, mucho más práctico. La comprensión de ello no se le escapará a quienes, junto a nosotros, entiendan que el mal que sufre nuestra época es un mal metafísico, coincidiendo en ello con el título de la obra de Gálvez. Esta expresión puede interpretarse de muchos modos, dado que, en primer lugar, puede entenderse como que la época es incapaz de ejercitar la actividad metafísica por carecer de toda aptitud para ella, lo cual es cierto. Por otro lado, puede entenderse que las raíces fundamentales del mal que anclan en la época no se sitúan en una localización externa, periférica al contorno de nuestras vidas. Quiero aclarar ello un poco más, ya que es este el sentido más profundo en que se nos ofrece este mal.
El hombre no es, como se piensa, un ser social, un ser económico, un ser cultural. El hombre es todo ello, expresándonos mejor, pero no lo es con exclusividad. Las ideas dibujan aún el orbe de nuestros destinos. Y he aquí que esta capacidad de idear arraiga en una potencia que trasciende cada una de estas determinaciones, ya que, en última instancia, ninguna de estas existiría sin ella. Lo esencial al hombre se sitúa, por lo tanto, en otro lugar; y su análisis, para ser fecundo, deberá detenerse en una región más íntima a su propia y esencial realidad.
La posibilidad es la más pesada de las categorías, repetía con profunda agudeza el genio danés de Sören Kierkegaard, y tenía razón. La posibilidad es, finalmente, la que construye todas las dimensiones en que los pensadores a la moda extravían y agotan al ser humano. ¿Dónde radica esa capacidad de construir posibilidad que define al hombre más esencialmente que cualquier otra de sus notas? Esa posibilidad antes de la posibilidad es eminentemente metafísica. Ello parece mostrarnos en qué sentido el mal de nuestra época es tan profundo, porque es tan hondo, tan metafísico, como la realidad del propio individuo.
Nuestra época, como la mayoría de los individuos que la integran, naufraga en la desesperación. La desesperación, siguiendo nuevamente la feliz definición de Kierkegaard, es la discordancia interna de una síntesis. Esa síntesis se refiere a sí misma, dado que es un yo y en él sus actividades, como el boomerang, siempre vuelven sobre el punto de partida. Esa discordancia se puede analizar, como lo hace nuestro modelo intelectual, desde el punto de vista de la posibilidad y nos mostrará cómo la discordancia interna de la síntesis puede ser comprendida desde la perspectiva de la ausencia de la posibilidad o la ausencia de realidad, dado que la individualidad humana es también una síntesis de estos dos aspectos.
Dentro del apartado de La enfermedad mortal donde se considera La desesperación vista en relación a la doble categoría de lo posible y de la necesidad, consideremos La desesperación de lo posible o la falta de necesidad. Nuestra época, se caracteriza por una hipertrofia objetiva de la posibilidad. Es ello un rasgo evidente y que casi no requiere de más comentario. Por ejemplo, es claro que, desde el dominio técnico, se pueden hacer hoy infinidad de cosas que antes eran impensadas. Lo mismo parece referirse a lo que hace a la constitución más íntima del hombre, las posibilidades abiertas por la medicina para el combate de la enfermedad y la transformación de nuestro propio cuerpo. Hoy por hoy, esta posibilidad nuestra se amplía hasta la aptitud para ensayar una acción portentosa sobre el mundo y una virtual destrucción del globo. El mundo del pretérito era, por lo demás, más reducido; nos ofrecía menores posibilidades. A nuestros ojos, sus hombres se hallaban confinados. Y he aquí que la posibilidad encuentra en nuestra época una expansión hacia el infinito. Esta situación, que sobreviene desde el exterior, viene a encontrarse con la personificación de la desesperación, donde el individuo se extravía en la posibilidad:

Entonces el campo de lo posible no deja de agrandarse a los ojos del yo, en él halla siempre más posible, puesto que ninguna realidad se forma allí. Al final lo posible lo abarca todo, pero entonces se trata de que el abismo se ha tragado el yo. Para realizarse, el menor posible requerirá cierto tiempo. Pero ese tiempo que necesitaría para la realidad se abrevia tanto, que al fin todo se dispersa en polvo de instantes. Los posibles se hacen de más en más intensos, pero sin dejar de serlo, sin convenirse en lo real, en lo cual no hay, en efecto, intensidad, salvo dando un paso de lo posible a lo real. Apenas el instante revela un posible, y ya surge otro y, finalmente, esas fantasmagorías desfilan con tanta rapidez que todo nos parece posible y entonces tocamos ese instante extremo del yo, en el cual él mismo no es más que ilusión[2].



La expansión infinita de la posibilidad ha absorbido la realidad. El Yo desaparece en un mundo de su invención, como en la locura. Esta es la desesperación de la falta de realidad donde el equilibrio que expresa la síntesis del Yo se rompe evadiéndose completamente hacia uno de sus polos. La personalidad subsecuentemente se debilita, porque, si bien ella respira en la atmósfera de la posibilidad, se sostiene necesariamente en la realidad. Y la realidad reclama tiempo, voluntad laborante, un compromiso con lo necesario. La posibilidad, expandiéndose en diversas dimensiones y engulléndose al yo, es la causa más profunda del debilitamiento de la realidad del yo. El desarrollo de esta cuestión podría llevarnos muy lejos, ya que, en un sentido definido, la vida del sujeto perdido en la posibilidad se corresponde con el sujeto perdido en la búsqueda del placer, que se corresponde a un fraccionamiento continuo de la personalidad en el tiempo. Eso supone una dada interpretación del instante concebido, no al modo de átomo de la eternidad, sino del tiempo, y cuya sustancia se halla en un perpetuo perderse[3]. La posibilidad que ofrece el análisis kierkegaardiano, para desarrollar un estudio sistemático de los tipos humanos en relación al tema del tiempo (y el modo en que se pierden en él, se construyen en él o bien lo trascienden),  ya fue realizada por el estudioso francés Régis Jolivet y a él remitimos.
Nuestra época, por lo tanto, sufre de una carencia de realidad, debido a que la posibilidad sufrió una especie de expansión mecánica que engulló la realidad. El sujeto estético, que busca el placer, es un sujeto que abandona la sustancia (que en la vida espiritual siempre requiere de elaboración consciente y continua) para diluirse en lo efímero. De ahí esa falta de consistencia que se adivina en los caracteres que predominan en nuestro tiempo y que a cada paso nos topamos. Podría pensarse que es precisamente por esta crisis de la realidad por lo que las lumbreras de la época recitan con reiteración fatigosa y monocorde el rosario de la negación de nuestra naturaleza. Por eso se afirma que todo es cultural, no entendiendo por ello, claro está, que es un producto de nuestro espíritu, ya que de él tienen nociones muy lejanas e imprecisas. Lo que entienden por cultural es algo eminentemente histórico[4] y que, en tanto tal, se encuentra en tránsito de desaparición continua. Afirman el instante en su fugacidad sin comprender que así es aniquilada su propia realidad y reducida a cero la verosimilitud de su propia concepción teórica.
La crisis de nuestra época es una crisis de la posibilidad, que delimita el carácter de un mal metafísico. ¿Pero no nos será dado ver este mal desde el punto de vista de la realidad y no solamente de la posibilidad? Ello es completamente justo, dado que ¿qué es la posibilidad sino la posibilidad de una realidad, en otros términos, la virtualidad sostenida por un acto ontológico específico? ¿Y qué es la realidad sino la actualización de una posibilidad? Ambas, posibilidad y realidad, y a la fuerza, marchan juntas. Por lo que la crisis de la realidad apunta siempre hacia la posibilidad y ésta a aquella. Sin embargo, el problema de nuestra época incluye un ingrediente más y es un tanto distinto. Buscaremos tornar esto último más comprensible.
Una representación espacial del problema puede ofrecernos de manera distribuida una dada superficie (que es la de nuestra vida) en una región que es la de la posibilidad y otra de la realidad. Ambas se reparten la totalidad de la atención de nuestra existencia, de modo que si una crece habrá de disminuir necesariamente la otra y viceversa. Ahora bien, esta consideración espacializada simplifica la cuestión y es a la fuerza bidimensional. Existe un aspecto que se debe hacer notar y que mostrará que nuestra época ofrece la rara característica de ofrecer, al mismo tiempo, un debilitamiento de la realidad y, pese a su expansión infinita, también de la posibilidad en tanto categoría existencial.
Esto último se comprenderá si se aprecia que la posibilidad es también considerada, hasta el momento, desde una concepción bidimensional. Queremos decir, la posibilidad se nos aparecía como una superficie que experimentó una expansión hacia el infinito. En ello, no habrá quién considere otra cosa y será difícil hallar algo para objetar. La cuestión consiste en que en esta consideración le falta a la posibilidad una dimensión que no es ni el alto ni lo bajo (constituyentes de la superficie), sino la de la profundidad. En efecto, nuestra época expande la posibilidad al infinito y ofrece, a cada vida que surge a la conciencia más o menos despierta, una descomunal virtualidad de actualización. La posibilidad se ofrece hoy, más que nunca, forjada, construida socialmente, industrialmente elaborada. Quiero decir, la posibilidad se encuentra prediseñada y sus posibilidades son casi ilimitadas. Podría perderse el espíritu indefinidamente en lo disponible de esa posibilidad sin agotarla. Pero la cuestión consiste en otra cosa. El hombre, de hecho, se zambulle de lleno, entra en las profundidades de ese mar y lo sondea hasta el fondo. Pero, ¿es esa posibilidad, el conjunto de las posibilidades disponibles, la suya? ¿Se encuentra allí su posibilidad? El planteo de esta pregunta puede parecer un absurdo en tiempos que se desconoce la existencia de una verdad tan patente como la de la vocación. Esta última cuestión nos lleva, naturalmente, a la de la libertad. Y bien, con respecto a la vocación y la libertad (dos categorías del espíritu), ¿cuándo es el hombre más libre que cuando obedece y crea? ¿Quien afirma lo arbitrario no afirma, al mismo tiempo, la servidumbre a potencias e inclinaciones que se miran de soslayo? Vemos allí cómo la cuestión nos revela que la crisis de la posibilidad, al reconocer una nueva dimensión, se topa de lleno con la cuestión de lo que es “mío” y lo que no, lo que me pertenece por destino o vocación y aquello que me construye en la libertad o me arroja en la más completa de las servidumbres.
La más completa de las servidumbres será, pues, la que se ignora. Es que es ella, precisamente, la más segura. La crisis de la época se caracteriza, por lo tanto, por conjugar, en la discordancia en que ésta desespera, una crisis de la realidad en la cual ella ha sido difuminada y engullida por la posibilidad con una despersonalización de la posibilidad, que se ha vuelto una tirana omnipotente despiadada e infinita. Y aquí vemos, nuevamente, cómo a los Dioses, a los que les entregamos nuestra sustancia de espíritu y vitalidad, existen efectivamente; y con una mano férrea, aunque invisible, son fuerzas portentosas capaces de dominar por entero nuestro destino.


La personalidad diluida y agotada en la posibilidad disponible, una posibilidad manufacturada, es una personalidad vacía. Es así como ella, en función de su actividad, en lugar de construirse su propio yo, lo diluye y se contenta con la erección de una costra, un perfil del yo, oficialmente reconocida y socialmente aceptada. Esta realidad, eminentemente trágica, habrá de ser entendida por pocos. Las peores tragedias se desarrollan en el silencio más impenetrable. Del mismo modo, los peores crímenes no infringen ninguna ley ni involucran la pérdida de sangre. Hablamos aquí de la sangre materialmente entendida, ello no debe perderse de vista. Una imagen de una obra de Yeats, comentada por el estudioso italiano Roberto Tresoldi, nos servirá para ilustrar en términos tétricos, pero acertados, lo esencial de nuestra condición de iniciados a un mundo de sacrificios sin poderes sagrados ni inteligencias superiores, pero sí de fuerzas desencadenadas e invisibles que nos extenúan dejándonos en la más profunda de las inconsciencias y la más funesta de las idolatrías. Pero, llegados a este punto, permitamos que La rosa alquímica nos instruya y dejemos aquí nuestra palabra:

En una alternancia entre sueño y vigilia, el protagonista ve bajar los pétalos de la gran rosa pintada en el techo hacia el suelo y adoptar los semblantes de antiguas divinidades griegas y egipcias, que se ponen a bailar con los presentes.
Baila mucho rato con una imponente figura femenina, presa de la vorágine de la danza, hasta que de pronto intuye la terrible situación que se está produciendo: Me di cuento horrorizado de que estaba bailando con una criatura sobrehumana, o menos que humana que estaba bebiendo mi alma, igual que un buey bebe el agua de un charco; caí y la oscuridad me envolvió[5].


[1] Eliphas Levi, La ciencia de los espíritus, Traducción de María Marrales, Barcelona, Edicomunicación, 2002, p. 145.
[2] Kierkegaard, S., Tratado de la desesperación, Traducción de Enrique de Juan Holstein, Barcelona, Edicomuniccación, 1994, p. 49.
[3] Esta dualidad en la consideración del instante ha sido analizada por Jolivet en El existencialismo de Kierkegaard: “Pero, ¿de qué instante se trata? Si el instante lo es todo, no es nada; si, en el instante, no hay más que el instante, está vacío de realidad, puesto que, como átomo de tiempo, está en perpetua disolución. El hombre estético, aun por definición, hace abstracción de lo eterno, lo único que puede dar al instante estabilidad y realidad. El instante y lo inmediato, a los cuales consagra su vida, no son pues, de hecho, más que una forma de la nada” (Jolivet, R., El existencialismo de Kierkegaard, Traducción de Mercedes Bergada, Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, pp. 84-85).
[4] En sentido estricto, es absolutamente impensable la existencia de lo histórico sin la espiritualidad. La concepción que sustenten deberá, por lo mismo, cercenar también la naturaleza de lo histórico. Se ve aquí cómo todas las nociones son interpretadas desde una perspectiva donde habrán de perder toda sustancia y significatividad metafísica. Cada uno de los términos reinterpretados por los movimientos filosóficos a la moda experimentan algo así como una pérdida de densidad y peso específico.
[5] Tresoldi, R., Enciclopedia de esoterismo, Traducción de Gustau Raluy Bruguera, Barcelona, De Vecchi, 2008, p. 134.