Tu deseo es que llegue a ser
todo lo que pueda,
que gire mil veces proyectando
tu resplandor en sombras de colores.
Alzas una valla a tu propio ser
y luego lo llamas con miles de
voces.
Ese yo, separado de tu ser, es
el que se ha encarnado en mí.
Tu penetrante canción resuena en
los cielos
con lágrimas multicolores y en
sonrisas, sobresaltos y esperanzas.
Se alzan las olas y se
precipitan,
se realizan y se frustran los
sueños.
En mí está la propia derrota de
tu yo.
Este telón que has corrido tiene
pintadas muchísimas figuras
que el pincel del día y la noche
ha ido dibujando.
Detrás de ella está tu asiento,
tejido en un maravilloso misterio de curvas
que desecha por estéril a toda
línea recta.
El gran desfile que formamos tú
y yo llena todos los cielos.
Vibra el aire contento con
nuestras melodías,
y los siglos discurren con este
mutuo escondernos los dos
y buscarnos al que jugamos[1].
“La meta es manifestar esta divinidad que
llevamos dentro, controlando la naturaleza externa e interna”[2] es el postulado
principal de la filosofía que nos presenta Vivekananda –a quien ya hemos hecho
referencia en un trabajo anterior–.
Ahora bien, ¿qué es lo que podemos
verdaderamente controlar?, y ¿en qué medida nos es dado poder hacerlo?
Uno bien podría pensar: “¿Qué mejor
manera puede haber de hacer honor a la Divinidad que llevo dentro que procurar, siempre
que pueda, hacer el bien a cuantos pueda y disminuir su mal lo más posible?”.
Y, en efecto, nada me impide comportarme de tal manera. No obstante, ¿conocemos
todas las consecuencias de ello?
Primero que nada, sabemos que cuanto
hagamos por alguien, por ejemplo, y por más bueno que esto sea, lamentablemente
no le estaremos haciendo un bien a dicha persona por siempre; sino que nuestro
acto habrá de aliviarlo, pongamos por caso, sólo por un tiempo determinado. Y
esto es algo que, hagamos cuanto hagamos, no vamos a poder remediar: todos
nuestros actos tienen efectos limitados. Así como también los momentos felices
y desdichados de nuestras vidas conocen un principio y un final. En definitiva,
podríamos decir que “Pasamos
así de un extremo a otro, arrastrados por la naturaleza, sin saber a donde
vamos. […] flotamos arrastrados por la corriente en el río de la vida, que
cambia constantemente y no tiene paradas ni descansos. […] Así oscilamos entre
el optimismo y el pesimismo”[3].
Para explicar mejor esto, imaginemos
que nos encontramos naufragando en medio del inmenso mar… y que cuando alcanzamos
encontrarnos en la cresta de una ola es el momento en que somos más felices y
nos presentamos optimistas ante la vida y el mundo. Pero, ¿es posible
encontrarnos en la cresta de la ola durante todo nuestro viaje a través del
océano? En modo alguno. Muy al contrario, resulta inevitable que a una gran ola
le siga una gran depresión en el oleaje del mar; y, es más, el grado de la
depresión varía proporcionalmente al tamaño de dicha ola. Y ¿por qué ocurre
esto? Pues la primera razón que puede argüirse es que la cantidad total de agua
que se encuentra presente en el océano permanece siempre siendo la misma y no
se altera. Así, si en algún lugar el agua ha de concentrarse en cantidades
mayores por alguna circunstancia, esto significa que al mismo tiempo en otro
lugar ésta habrá de encontrarse disminuida.
Pero, esto mismo que ocurre con el
agua de los océanos, ha de manifestarse también en otros ámbitos de la Realidad. Por ejemplo, “la ciencia ha probado que la suma
total de energía cósmica es siempre la misma”[4].
De modo que lo más que podemos hacer nosotros es meramente desplazar la pelota
de un lugar a otro: trasladar un
dolor o mal de cierto lugar hacia otro (conocido o incierto), mas no lograremos
nunca eliminarlo de la faz de la Tierra (a modo de ejemplo, “Eliminamos el dolor del plano
físico y éste va al mental”[5]).
Y lo mismo ocurrirá en el caso de la dicha: por más que lo deseemos, “No podemos añadir felicidad a este
mundo”[6]
(así como tampoco agregarle más dolor).
La suma total de las energías de placer y
de dolor desplegadas en la tierra, será siempre la misma. La empujamos de un
lado a otro y viceversa, pero nunca variará porque el permanecer así está en su
misma naturaleza. Este creciente y menguante, este subir y bajar, constituyen
la naturaleza intrínseca del mundo […] son sólo expresiones diferentes de la
misma cosa contempladas desde distintos puntos de vista; son el ascenso y el
descenso de una misma ola, y ambos, forman un todo. Quien mira el “descenso” se
vuelve pesimista, quien contempla el “ascenso” se torna optimista[7].
Pero, ¿qué podemos hacer nosotros el
respecto?, ¿cómo se supone que debemos comportarnos, entonces? No está en
nosotros conocer el por qué de estas
leyes. Pero, ya al saber que las cosas son
así, ¿qué deberíamos hacer?
A
este respecto, nos dice Vivekananda que sería un error proceder como los
agnósticos que, al encontrar que el ideal que perseguimos en la vida permanece
inalcanzable, directamente abandonan su búsqueda y se limitan a disfrutar de la
vida tal cual es. Por el contrario, aunque esta realidad se nos presente como
contradictoria y absurda (es decir, se nos presente bajo la forma de “Maya”), “No debemos luchar a favor de maya, sino
contra ella. He aquí otro hecho que hemos de aprender. No nacemos como
auxiliares de la naturaleza, sino como sus competidores”,
y si “Somos sus
esclavos, [es] […] porque nosotros mismos nos esclavizamos”[8]. En cambio, ese
‘ideal’ que perseguimos es la libertad (mukti).
Y no únicamente los seres humanos la perseguimos, sino el universo entero y
cada una de las cosas que encontramos en él, desde los átomos, los planetas,
las estrellas, etc.: “El
universo entero es, en verdad, el resultado de esta lucha por la libertad. En
todas las combinaciones cada partícula trata de seguir su propio camino y
apartarse de las demás; pero las otras la mantienen sujeta. Nuestra tierra
trata de huir del sol, y la luna de alejarse de la tierra. Todo tiende hacia la
dispersión infinita”[9].
Sin
embargo, pese a que la Tierra
luche por seguir su camino, y el Sol (mucho más poderoso que ella) la coloque a
ésta en órbita suya y así la mantenga sujeta a él, ¿acaso podría existir todo
lo que hay sobre ella, e incluso ella misma, si no siguiera luchando por
escaparse y conseguir su libertad? Lo
cierto es que, por más que no la consiga, y por más que llegara incluso a saber que no podría conseguirla nunca,
¿qué pasaría si la Tierra
simplemente se comportara como los agnósticos y dejara de perseguir su ideal?
Sencillamente, se estrellaría contra el inmenso Sol, dejándose ella misma sin
efecto y todo cuanto de ella depende.
De
modo que es el desequilibrio el principio de toda creación, pero también lo es, y en igual medida, la
lucha de cada ente (sensible o insensible) por conseguir el equilibrio perdido.
Y
una consecuencia importante que podemos extraer de ello, es el hecho de que “La igualdad absoluta, que
significa el perfecto equilibrio de las fuerzas en pugna en todos los planos,
nunca puede existir en este mundo”[10].
De
manera que “Podemos
muy bien imaginar un lugar donde sólo haya bien y no exista el mal, donde sólo
sonreiremos y nunca lloraremos, pero tal fantasía resulta absurda por causa de
la naturaleza misma de las cosas”[11].
“[…] la única
manera de acabar con el mal es acabar también con el bien. […] ninguna puede
encontrarse sola, por cuanto cada una de ellas es sólo manifestación de una
misma cosa”[12].
Y, por otra parte, “Nada
hay en este mundo que podamos clasificar como bueno y sólo bueno, ni tampoco
hay cosa alguna en este universo que se pueda clasificar como mala y sólo mala.
[…] Los mismos nervios que transmiten la sensación de malestar, transmiten la
de bienestar”[13]. En
el último de los casos, podremos consolarnos de alguna manera sabiendo que,
aunque es cierto que un mundo perfectamente bueno no es posible aquí, también
es cierto que, de igual forma, tampoco es posible un mundo absolutamente malo.
[1] Tagore, R., “Gitanjalí” en Obras
escogidas, Trad. Jorge Rotner, Barcelona, Edicomunicación, colección
Cultura, 1999, p. 50.
[2] Ashrama, A. (ed.), Selecciones
del Swami Vivekananda. Conferencias, Pláticas, Cartas, Poemas, Buenos
Aires, Kier, 1993 (4ª ed.), p. 13.
[3] Op. Cit., pp. 129-130.
[5] Op. Cit., p. 45.
[6] Op. Cit., p. 46.
[8] Op. Cit., p. 143.
[10] Op. Cit., p. 48.
[11] Op. Cit., p. 135.
[12] Op. Cit., p. 136.