¿Qué es lo que me ata? ¿De qué estaba hecha la cadena con que ataron al lobo Fenris? Estaba hecha, para aterrorizar, de los ruidos que hacen las patas de los gatos al deslizarse por el suelo; de barbas de mujeres; de raíces de rocas; de hierbas de oso; del aliento de los peces y de la saliva de los pájaros. Así estoy también yo atado a una cadena formada de sombrías cavilaciones, sueños angustiosos, inquietos pensamientos, sugestiones medrosas y angustias inexplicables. Esta cadena es “muy flexible y suave como la seda. Diríamos que se estira y parece ceder cuando se la fuerza violentamente, pero es imposible romperla”.
(S. Kierkegaard, “Diapsalmata”)
El concepto de lo demoníaco es abordado por el filósofo danés Sören Kierkegaard desde una multiplicidad de perspectivas a lo largo de su vasta obra. Se oscila en ellas entre distintas caracterizaciones (no por diversas contradictorias) que colocan siempre, en primer término, el problema de la libertad por demás fundamental al pensamiento existencial a lo largo de su historia. El tratamiento más sistemático, preciso y desarrollado de la problemática podrá hallarla el lector en El concepto de la angustia, obra por otra parte esencial, para comprender el posicionamiento filosófico del teólogo danés. Ahora bien, dado que, en esta obra, el concepto de lo demoníaco aparece como una forma peculiar de la pérdida de la libertad, conviene comenzar precisando qué entiende Kierkegaard por ella. Para ello nos
serviremos de algunas precisiones del estudioso francés Roger Verneaux en el capítulo que, en sus Lecciones sobre Existencialismo, le
dedica a Kierkegaard:
La individualidad se da, la persona se afirma por y en la libertad.
¿Qué es, pues, el acto libre? Ante todo es un comienzo absoluto, un acto irracional, por consiguiente, en el
sentido de que no puede ser previsto ni explicado por la razón; toda la lógica
del mundo es impotente para deducir las decisiones de un hombre. Además es una elección; lo cual significa que en
presencia de una alternativa se elige uno de los miembros con exclusión del
otro […]. Por último –y esto nos hace penetrar en lo más íntimo de la
libertad−, por el hecho de elegir alguna cosa, sea lo que fuere, en el fondo se
elige uno a sí mismo. La libertad, pues, consiste en elegirse: por una parte
en consentir en ser lo que se es, en
ser uno mismo, y por otra en querer devenir lo que no se es. Pero los dos
aspectos se superponen, coinciden en realidad, puesto que el ser del hombre
consiste en devenir. La libertad aparece así como una tensión del ser hacia sí mismo[1].
El carácter irracional del acto libre hace referencia a aquel núcleo
profundo desde el que tal acto parte. Ese núcleo es por esencia inobjetivable
y, por tanto, sus expresiones típicas no podrán ser capturadas adecuadamente
por nuestros conceptos. El nuevo comienzo hace referencia a la irrupción de
este dinamismo profundo en los eventos del mundo objetivo. La elección, por lo
demás, existe en la posibilidad. En este sentido se comprende que la libertad
sea, en primer lugar, a través de la imaginación, creadora de los posibles y,
en un segundo momento, que, a través de la ordenación de la voluntad, sea quien
elija entre ellos. Elegir un posible es recortar el ser, al hacer que la
indeterminación extensa y difusa ofrecida por la virtualidad se circunscriba y
condense en un acto metafísico concreto, un estado de la realidad actual y
delimitado.
La libertad, que existe para el sujeto como un atributo de su propio
yo, es, entonces, creadora de los posibles[2].
El yo se refleja y extiende, luego, virtualmente en los posibles a los que la
imaginación constituye. ¿Y qué encuentra la libertad en lo posible? Encuentra
la indeterminación; indeterminación que se refiere tanto a los eventos del
mundo como a sí mismo. Esta virtualidad extensa, en cierta forma, crece en la
percepción con la profundidad del sujeto y se condensa cada vez con mayor
consistencia sin alcanzar nunca el ser característico de lo efectivo; no
obstante ello, la posibilidad crece y he aquí que el sujeto libre se encuentra
asediado por ella. Esta irrupción activa de la posibilidad en la actualidad del
sujeto es el fundamento de la angustia. Es
así como la angustia es la realidad de la libertad en tanto posibilidad frente
a la posibilidad. Es como si la posibilidad misma, en una extensión
indeterminada, observara fijamente al sujeto. Esta mirada de la posibilidad
indeterminada, como la de Medusa, petrifica a los sujetos paralizando sus
movimientos. De modo similar ‒y para usar la misma imagen de la que se sirve
Kierkegaard para ilustrar el fenómeno‒, el individuo inclinado sobre un abismo
sufre vértigos y se encuentra paralizado por el terror. Ahora bien, la angustia
es al espíritu lo mismo que el vértigo es al cuerpo. Y es así como la angustia,
que revela la libertad, brota continuamente de ella como una señal ambigua de
su dignidad metafísica:
Ésta es la realidad, que viene precedida por la posibilidad de la
libertad. Por cierto que esta posibilidad no consiste en poder elegir lo bueno
o lo malo. Semejante desatino no tiene nada que ver ni con la Sagrada Escritura
ni con la verdadera filosofía. La posibilidad de la libertad consiste en que se puede. En un sistema lógico es
demasiado fácil decir que la posibilidad pasa a ser la realidad. En cambio, en
la misma realidad ya no es tan fácil y necesitamos echar mano de una categoría
intermedia. Esta categoría es la angustia, la cual está tan lejos de explicar
el salto cualitativo como de justificarlo éticamente. La angustia no es una
categoría de la necesidad, pero tampoco, lo es de la libertad. La angustia es
una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está
trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma […]. Desde el
instante en que queda puesta la realidad, empieza la posibilidad a caminar a su
lado como una nada que tienta a los hombres insensatos[3].
La angustia brota del
acto libre, en la medida en que este engendra la virtualidad, y como un saber
original de la potencialidad de la libertad. De esta forma se comprende que
tanto la potencia constituyente de los posibles como el saber son lo que
engendran, de manera conjunta, el fenómeno de la angustia. ¿Angustia de qué?
Angustia de una nada que se sospecha. Esa
nada, al no estar determinada, presenta una realidad proteica. La nada
puede ser cualquier cosa y, como tal, hallar refugio en cualquier rincón del
universo. El individuo aquejado por la angustia se encuentra paralizado; luego,
en una condición ambigua: se encuentra seguro y acechado, conoce y desconoce,
se siente atraído pero también rechaza. Esta es la ambigüedad fundamental que
le servía a Kierkegaard para dar cuenta del pecado original, por medio de la
flexibilidad de una categoría intermedia[4].
Pero, ¿en qué consistió ese pecado? En el tránsito de la inocencia a un estado
de culpabilidad. La inocencia es ignorancia; por lo pronto, no es culpable ni
virtuosa[5].
Tiene en ella la potencia de serlo todo, dado que no es nada. Esto, la
inocencia, sin saberlo, lo presiente, y esta ignorancia sapiente (o bien la
presencia de esta suerte de saber ignorante) despierta angustia. La intensidad
de esta angustia se mide por la intensidad de la potencia. Como la inocencia no
ha realizado nada (en la dirección del espíritu, se entiende), su posibilidad
es infinita. Ella no es libertad aún, pero está dirigida hacia ella. Conviene,
entonces, contraponer a este estado, donde la libertad se nos ofrece con el
espacio formidable de su potencialidad, con el de lo demoníaco, en que la
libertad se encuentra perdida.
Lo demoníaco es angustia ante el bien. En el estado de inocencia no
estaba puesta la libertad en cuanto libertad y su posibilidad constituía la
angustia en la personalidad. En el estado de endemoniamiento se ha invertido
esa relación. La libertad ha quedado establecida como no-libertad, pues se ha
perdido la libertad. La posibilidad de la libertad aquí nuevamente angustia. La
diferencia no puede ser más absoluta, ya que la posibilidad de la libertad se
manifiesta aquí en relación con una esclavitud que es exactamente lo contrario
de la inocencia, pues ésta es una categoría en la dirección de la libertad[6].
Si la angustia
se manifiesta, en la inocencia, como una angustia ante el mal, entrañada en la
posibilidad del pecado; en lo demoníaco, la relación se invierte. Aquí el
sujeto se angustia no ante el mal, sino ante el bien. Por ello lo demoníaco se
manifiesta, fundamentalmente, cuando el bien se le acerca de afuera. La
libertad, por lo demás, se ha encadenado a sí misma y, se comprenderá, el
conflicto habrá de surgir cuando la libertad de fuera le abra nuevamente la
perspectiva de la posibilidad. Hechos como este se repiten en todas las esferas
de la vida del hombre, pero aquí adquiere su real dramatismo existencial. El
hombre endemoniado guarda, por tanto, una relación particular con el bien, que
es la angustia, y ello por el motivo en que su libertad se ha esclavizado. En
este momento, Kierkegaard nos conmina a separar lo accidental, en la
variabilidad de las manifestaciones, de lo sustancial, que permanece idéntico
en todos los casos:
El fenómeno siempre es el mismo, es decir, de angustia ante el bien:
pues la angustia puede expresarse con igual perfección en la mudez que en el
grito. El bien significa, como es obvio, la reintegración de la libertad, la
redención, la salvación, o como se la quiera llamar[7].
El fenómeno de lo demoníaco ha sido históricamente abordado desde
distintas esferas. Desde un punto de vista estático-metafísico, el fenómeno era
considerado como un producto del destino y como una desgracia. La perspectiva
ética, por otra parte, lo consideraba como una culpa, y en virtud de esta culpa
es que se comprenden los castigos infligidos a los endemoniados. Finalmente, el
último abordaje, es desde lo patológico. Kierkegaard reconoce, al mismo tiempo,
la legitimidad de estos tres puntos de vista. Y esta legitimidad encuentra un
fundamento en la estructura metafísica del ser humano. Es así como
La posibilidad de estos tres puntos de vista tan distintos nos viene a
demostrar la ambigüedad del fenómeno, esto es, que en alguna manera pertenece a
todas las esferas, tanto a la somática como a la psíquica y a la neumática.
Esto indica que lo demoníaco tiene un alcance mucho mayor del que se le supone
habitualmente. La explicación no es otra sino la de que el hombre constituye
una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. Por eso, la
desorganización en una de estas esferas no puede por menos de repercutir en las
otras restantes[8].
La síntesis es la reunión de una diversidad en una totalidad. Así la
concebía, por ejemplo, Kant, dado que la actividad sintética del entendimiento
reunía una multiplicidad dispersa, tanto en el espacio como en el tiempo, en
una unidad de significado proporcionada por la categoría, el concepto puro que
otorgaba unidad a la actividad sintética. El concepto más inmediato que tiene
en mente Kierkegaard en su definición es, no obstante, el hegeliano. De este
modo, Kierkegaard considera la síntesis
como una unificación operada entre opuestos que, a pesar de su posición, forman
parte de la misma totalidad. La síntesis, por ello, consiste en la negación de
la negación; en otros términos, en la superación de la contradicción. La
síntesis humana consiste en una síntesis entre elementos opuestos: el alma y el
cuerpo. La totalidad es constituida por una relación en tensión que es
establecida por el espíritu, por el Yo. El yo, de este modo, se relaciona tanto
con lo anímico como con lo corpóreo. Su naturaleza es, así, contradictoria y se
encuentra en tensión entre ambos polos. El espíritu establece, luego, una
relación peculiar con el cuerpo, y otra también peculiar con el alma. De este
modo, el alma y el cuerpo establecen también una relación particular entre sí
mismos; en la medida en que ambos forman parte de la misma totalidad y afectan
al mismo Yo, como constitutivos esenciales de la realidad del propio sujeto.
considerando la diversidad de aspectos que
incluye constitutivamente el ser humano, de acuerdo a las ideas antropológicas de Kierkegaard, comprendemos que esta diversidad
justifica el abordaje desde una multiplicidad de perspectivas diferenciales. Lo que
desde un punto de vista estático es una desgracia, desde el punto de vista de
la génesis es producto de una culpa, dado que el estado se ha ido configurando
por toda una serie de movimientos. Así, el yo libre se ha encadenado, y esa
esclavitud constituye también una patología. Sobre el carácter de esta
enfermedad no hay mucho que decir, tanto más, cuanto que es la perspectiva con
la que se considera actualmente (al menos, hasta la irrupción de las ideas
posmodernistas, con el sinsentido lógico y metafísico transformado en sistema y
método de trabajo especulativo); de modo que, siguiendo la exposición del
teólogo danés, veremos el papel de la libertad en todo el dinamismo, dado que
la libertad se ha perdido en la extensión de un proceso. El individuo se
angustia ante el bien; por lo tanto, el sujeto esclavizado por el demonismo ha
de encontrarse en el mal. Kierkegaard precisará, luego, qué entiende aquí por
“el mal”:
De ordinario, se suele emplear acerca del mal una expresión más
metafísica, diciendo que es lo negativo; la expresión ética de lo mismo es
justamente la de clausura, sobre todo si se atiende a los efectos del mal en el
individuo. Porque lo demoníaco no se encierra en su clausura con alguna otra
cosa que lo acompañe allá dentro, sino que se encierra sólo; y en esto consiste
la profundidad peculiar de la existencia, a saber, en que la propia esclavitud
se haga a sí misma prisionera. La libertad es siempre comunicativa –por cierto
que no hay ningún inconveniente en que aquí se tenga también en cuenta la
significación religiosa de este término‒. La no-libertad, por el contrario, se
encierra cada vez más dentro de sí misma y no desea tener ninguna comunicación.
Indicios de esto se pueden observar también en todas las esferas[9].
La libertad acciona realmente en el hombre según una línea de
desarrollo vertical. La comunicación de la libertad consiste en su carácter
efectivamente concreto en conjunto con su acción real. Donde la acción, el dinamismo,
se torna imaginario, el sujeto no se halla en comunicación con lo efectivamente
existente. El individuo que perdió la libertad comienza, luego, por encerrarse.
En ese encierro consiste también el mal, toda vez que no quiere ver su propia
tarea en la realidad que se le ha dado. Existe, por ende, aquí una rebeldía y
un rechazo. La esclavitud, por tanto, se encierra progresivamente y culmina en
el enclaustramiento. La falta de comunicación con la realidad se perfeccionará
en el mutismo. Es así como, el ensimismado que ha perdido la libertad, hallará
un refugio seguro en el silencio:
Pero no me parece oportuno desarrollar más este tema, pues no
acabaríamos nunca con él aunque nos ciñéramos a una simple mención algebraica
de sus rasgos principales. ¿Qué sería si lo quisiéramos describir a fondo, o si
se rompiera el silencio del ensimismado para que todos pudieran escuchar sus
monólogos? Pues el monólogo es cabalmente su lenguaje habitual; por eso se dice
del ensimismado, cuando se le quiere caracterizar, que es un hombre que habla
consigo mismo[10].
Quien rompe los vínculos con la comunicación, lo hace con una
posibilidad y se refugia en el silencio para conservar la servidumbre de su
encierro[11].
Al no comunicarse con la realidad, a la fuerza, su palabra dará vueltas
alrededor de sí mismo. Este andar en círculos es su monólogo. El monólogo es la
forma peculiar de habla del ensimismado, y se interrumpirá con la irrupción de
una nueva característica típica, como es lo súbito:
El ensimismamiento era el efecto de la negativa relación social de la
personalidad. Con lo que aquél no hacía otra cosa sino cerrarse más y más a
toda comunicación. Ahora bien, la comunicación es, a su vez, la expresión de la
continuidad, y la negación de la continuidad es lo súbito. Podría pensarse que
el ensimismamiento implicaba una extraordinaria continuidad, pero acontece
exactamente lo contrario. […] la personalidad del ensimismado siempre mantendrá
una cierta continuidad con el resto de la vida humana, a no ser que el
ensimismamiento se dispare del todo por los derroteros de la completa locura,
que es el lastimoso perpetuum mobile
de la monotonía. Precisamente en relación a esta cierta continuidad del
ensimismado con el resto de la vida humana se nos presenta ahora la aparente
continuidad del ensimismamiento, antes mencionada como lo súbito. En un momento
la tenemos ahí y en el momento siguiente ya está lejos, y cuando la creímos
desaparecida del todo hela de nuevo ahí íntegra y, plenamente. No es posible
incorporarla o transformarla en una auténtica continuidad. Ahora bien, tal
manera de manifestarse es cabalmente típica de lo súbito[12].
Lo súbito aparece, luego, como un corolario de la pérdida de la
libertad. Sin continuidad real, el ensimismado ofrece un simulacro de
permanencia, resguardado en el silencio. A decir verdad, no avanza, y en esta
falta de dirección se manifiesta el carácter ilusorio de la continuidad. La
persistencia aparente se pierde en lo súbito, esto es, una interrupción de la
continuidad, que manifiesta una realidad de naturaleza subterránea. Esta
realidad aparece, se expresa, y retorna de forma intermitente a las regiones
desde las que parte. He aquí por lo cual este acaecer tiene algo de inasible.
Todo se funda, finalmente, en la medida en que el sujeto logra aferrarse… a su
estado de servidumbre. Y el fenómeno mismo de interrupción de lo súbito es una
nueva manifestación de la sumisión interna. El demoníaco nos ofrece, en este
fenómeno, una doble faceta de una personalidad que no logra integrar su unidad.
De aquí que se exprese, ya sea un aspecto, ya sea en el otro, sin continuidad
en la expresión y sin un reconocimiento mutuo de la complejidad de sus
elementos constitutivos.
Lo súbito de las manifestaciones ofrece un cierto formato para la
expresión estética adecuada del fenómeno de lo demoníaco. Es así como
Kierkegaard nos dice que
Si se desea representar a Mefistófeles, muy bien puede dársele el
papel de la réplica. En este caso, lo que se pretende no es tanto encarnar la
idea peculiar de Mefisto, cuanto servirse de él como agente que pone en marcha
la acción dramática. Lo que quiere decir que propiamente no se representa al
mismo Mefistófeles, sino que se hace de él un bosquejo más o menos difuminado,
convirtiéndole en una cabeza intrigante y llena de ingeniosa malignidad. De
este modo, sin embargo, se volatiliza de todo su carácter, y a este propósito
tenemos una leyenda popular que ha puesto el dedo en la llaga. Cuenta esta
leyenda que el diablo estuvo sentado tres mil años cavilando cómo hacer caer al
hombre..., hasta que, al fin, se le ocurrió el modo de hacerlo. El acento recae
aquí en esos tres mil años, y la idea que sugiere este número es precisamente
la del ensimismamiento peculiar de lo demoníaco, que siempre está incubando[13].
Es así que en la representación de la obra de teatro mencionada por
Kierkegaard, Mefistófeles aparece en una habitación saltando súbitamente por la
ventana, y luego se queda estático. El movimiento se condensa en la inmovilidad
conservando el gesto. La actitud de movimiento expectante es en la que el actor
queda fijado[14].
El efecto del dinamismo peculiar a lo súbito no podría haber sido captado de
una forma más reveladora y diversa a esta. La razón de ello es que el demonismo
es de naturaleza eminentemente mímica, toda vez que se encierra en el silencio
y se expresa en lo súbito. En lo expectante del movimiento es como el individuo
da la idea de estar incubando, toda vez que está a un paso de ponerse
nuevamente en marcha y ese desequilibrio establecido, es fijado de manera
continuada.
El hombre endemoniado rompe con su dinámica típica en lo súbito, pero
es el caso que, en lo que hace a la continuidad fundamental, no existe ruptura
en lo sustantivo. El individuo continúa siempre en un movimiento ilusorio,
ensayado en el vacío. Como un hombre que pretendiera caminar y no hace más que
ensayar sus movimientos en el aire, nuestro endemoniado no hace más que mover
sus extremidades y agitarse. No existe, por tanto, ninguna continuidad real en
el dinamismo. En sentido positivo, existe, por lo tanto, una persistencia en el
vacío. Esta continuidad en el vacío, en sentido propio, es ilusoria, dado que
su contenido es negativo.
De este modo, Kierkegaard nos permite comprobar la conclusión lógica a
la que conduce la pérdida de la libertad, característica de lo demoníaco. La
libertad, que se cancela a sí misma clausurándose en la no-libertad, no es
capaz de otorgar consistencia a la personalidad, confinándola progresivamente
en el vacío de su propia sustancia interna…
El aburrimiento y la inanición son concretamente una continuidad en la
nada. Ahora podemos interpretar de un modo algo distinto la cifra que nos da la
leyenda popular anteriormente citada. Los tres mil años ya no señalan la
dirección de lo súbito, sino que ese tremendo espacio de tiempo nos evoca la
idea del vacío y de la aterradora falta de contenido del mal. La libertad
avanza tranquila siguiendo una línea de continuidad; lo contrario de esta
marcha tranquila es lo súbito, pero también lo es ese señuelo de tranquilidad
que se impone a nuestra imaginación cuando vemos a un hombre que da la
impresión de estar muerto y enterrado en vida[15].
[1] Verneaux, R., Lecciones sobre Existencialismo,
Traducción de María Mercedes Bergadá, Buenos Aires, Club de Lectores, 1957, pp.
51-52, énfasis original.
[2] “El hombre es posibilidad
siempre. No se cierra nunca para lograr una totalidad en la que pueda descansar
y decirse a sí mismo: ‘esto soy yo’. Siempre es posible el nuevo acto que dé a
la vida de ese hombre otro sentido que el que hasta entonces parecía tener, y
que nos lo muestre como siendo otra cosa. Si fuese posible ‘trazar la raya’,
como decía Kierkegaard –esa raya que en las sumas permite obtener el ‘total’‒
sería posible decir: ‘esto soy’. Pero esa raya –la raya de la muerte‒ está ya
fuera de nuestra vida. No he de ser yo quien haga la suma; no he de ser yo
quien, ante el último de mis actos, diga: ‘esto soy yo’” (Fatone, V., Introducción al Existencialismo, Buenos
Aires, Columba, 1973, p. 17).
[4] “Adán, que no es culpable, se
angustia de nada, y su inocencia se siente como perdida. Su angustia es la
realidad de la posibilidad antes de la posibilidad. Es la libertad sujeta en sí
misma: puro poder, vértigo en que la libertad mira el abismo de su propia
posibilidad. Puro poder que es al mismo tiempo impotencia, porque para la
libertad la posibilidad es lo futuro y lo futuro parece fuera de nuestro
alcance. Sujeta en sí misma, la libertad está, por eso, como extrañada de sí
misma. La angustia es la experiencia de un puro poder impotente, y a la vez un puro saber ignorante en que la realidad entera se proyecta como una
nada” (Fatone, V., La existencia humana y
sus filósofos, Buenos Aires, Raigal, 1955, p. 17, énfasis original).
[5] “La angustia que hay en la
inocencia no es, por lo tanto, ninguna culpa; y, además, no es ninguna carga
pesada, ni ningún sufrimiento que no pueda conciliarse con la felicidad propia
de la inocencia. Por ejemplo, observando a los niños atentamente, nos
encontraremos esta angustia señalada de la forma más precisa como una búsqueda
de aventuras o de cosas monstruosas y enigmáticas. El hecho de que se dé en
niños en los que no se encuentra esta angustia, no prueba nada, tampoco se da
en los animales, y cuanto menos espíritu menos angustia” (Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 51).
[9] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 145-146.
[10] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 150.
[11] Por otra parte, es típico en la disimulación de la locura de individuos paranoicos
recurrir a la estrategia del silencio: “Existe un primer grado de disimulación
que es la reticencia. En la reticencia hay un ocultamiento parcial
del tema delirante. Algo se dice, pero mucho se calla. En los interrogatorios
eludirán las respuestas directas y emplearán los circunloquios. Después vendrán
los silencios, que no se llenan con palabras, pero sí con gestos que traicionan.
La mímica es el mejor lenguaje de los silencios [Kierkegaard notaba que lo
demoníaco encuentra su expresión estética perfecta en lo mímico]. El reticente
empieza por colocarse un disfraz incompleto” (Loudet, Op. Cit.,
p. 64, énfasis original y corchetes nuestros).
[12] Kierkegaard, Op. Cit., pp. 152-153.
[13]
Kierkegaard, Op. Cit., p. 154.
[14] “Las palabras más terribles,
alzándose desde el abismo de la maldad, no son capaces de producir el efecto
que causa la subitaneidad del salto, que es uno de los factores de lo mímico.
Por horribles que puedan ser las palabras –aunque sean un Shakespeare, un
Byron, un Shelley quienes rompan el silencio‒ siempre conservarán el poder
liberador que les es propio. Porque sin duda que toda la desesperación todos
los horrores del mal reunidos en una sola palabra, nunca llegarán a ser tan
terribles como el silencio mismo. Por tanto, lo mímico puede expresar muy bien
lo súbito, sin que esto signifique que lo mímico en cuanto tal sea lo súbito.
En este sentido es bien meritoria la representación que nos ha hecho de
Mefistófeles el maestro de ballet
Bournonville. ¡Qué espanto no le sobrecoge a uno cuando ve que Mefistófeles
entra saltando por la ventana y se queda enhiesto en la posición del salto!
Este brío en el salto –que recuerda el brinco del ave de rapiña o de la fiera
salvaje‒ es de un efecto extraordinario, porque nos causa un espanto
reduplicado, una vez que por lo general siempre arranca de una perfecta
inmovilidad. Por eso Mefistófeles tendrá que andar lo menos posible, pues el
andar mismo es una especie de transición al salto y encierra como un barrunto
de la posibilidad de éste. Y por esta misma razón la entrada en escena de
Mefistófeles en el ballet aludido no
hay que tomarla como un golpe de teatro, sino como una idea muy profunda” (Kierkegaard,
El concepto de la angustia, Op. Cit., pp. 154-155, énfasis original).
[15] Kierkegaard, El concepto de la angustia, Op. Cit., p. 156.