P.—
Quisiera que se explicase usted mejor, míster Vankirk.
V.
— También lo querría yo; pero eso requiere un esfuerzo mayor del que soy capaz
de hacer. No me pregunta usted adecuadamente.
P.
— ¿Cómo he de interrogarle, entonces?
V.
— Debe usted empezar por el comienzo
P.
— ¡El comienzo! Pero ¿dónde está el comienzo?
V.
— Ya sabe que el comienzo es Dios[1].
La metafísica tiene que
vérselas, fundamentalmente, con el tema del comienzo. Ese comienzo sin comienzo
de donde todas las cosas, de una u otra forma, proceden, obsesionó la mente de
los filósofos y desveló sus conciencias en una búsqueda perpetua. ¿Quién sabe
qué misterio se esconde en el origen? El artista superior tiene su palabra en
este debate varias veces milenario. Quizás la índole misma del problema exija
de la naturaleza el concurso de otra facultad, además de la simple inteligencia
discursiva. Será la intuición la que penetre en profundidad y con su visión
global sea capaz de esclarecer la naturaleza de unos vínculos tenues y
racionalmente imprecisos. En esa visión el misterio estalla en un océano de
luminosidad donde nos enceguecemos.
Las limitaciones de la
racionalidad Edgar A. Poe las supera literariamente con el recurso de la
influencia mesmérica. Ésta, según sus palabras, al limitar la acción de los
sentidos burdos, guarda un parentesco extraordinario con la muerte. Las
potencias mentales se repliegan y el alma, sola consigo misma, se esconde en su
núcleo más etéreo. En este punto, su visión intuitiva se tornará posible. El
alma separada de la materialidad retrasa el efecto de la muerte, precisamente
porque el influjo mesmérico permite la interlocución con una conciencia
desencarnada. Eso explica la trama de El
caso del Señor Valdemar y también explica el final de la Revelación mesmérica. En esta especie de
substracción vivencial de las tramas de la materialidad, las limitaciones
discursivas se debilitan y es posible alcanzar una visión sincrónica y sinóptica,
siempre y cuando la voluntad sea interrogada del modo adecuado.
Las
abstracciones pueden ser una diversión y un ejercicio, pero no se adueñan del espíritu.
Por último, mientras permanezcamos sobre la Tierra, la filosofía, estoy
persuadido de ello, nos mandará siempre en vano que consideremos las cualidades
como cosas. La voluntad puede asentir; el alma, el intelecto, nunca. Repito,
pues, que he sentido tan sólo a medias, y nunca he creído intelectualmente.
Pero en una época reciente hubo en mí cierta mayor profundidad de pensamiento
hasta hacerle adquirir tan extraña semejanza con la aquiescencia de la razón,
que fue difícil distinguir entre los dos. Tengo motivos para atribuir la huella
de ese efecto a la influencia mesmérica. No podría explicar mejor mi idea que
por la hipótesis de que la exaltación mesmérica me hace ser capaz de percibir
un sistema de razonamiento que en mi existencia anormal me convence, pero que,
por una plena concordancia con el fenómeno mesmérico, no se extiende, excepto
por su efecto, hasta mi existencia
normal. En el estado hipnótico, el razonamiento y su conclusión (la causa y su
efecto) están presentes simultáneamente[2].
Siendo estas las
posibilidades ofrecidas por el sueño hipnótico, emerge la posibilidad de
utilizar ese recurso para el conocimiento relativo a las realidades primeras.
El comienzo es Dios, eso ya lo sabemos. La sana filosofía enseña que antes del
movimiento está el pensamiento, y que antes del pensamiento se encuentra Dios.
¿Pero cuál es la naturaleza de ese Dios que se expresa mediante el pensamiento
y cuya providencia gobierna, desde el principio al final, el curso del universo
entero?
P.—
¿No es Dios inmaterial?
V.—
No hay inmaterialidad; es ésta una simple palabra. Lo que no es materia, no es
nada en absoluto, a menos que las cualidades sean cosas.
P.—
¿Es Dios, pues, material?
V.—
No. (Esta respuesta me dejó muy asombrado.)
P.—
Entonces, ¿qué es Él?
V.—
(Después de una larga pausa, y balbuciente.) Le veo; pero es una cosa difícil
de decir. (Otra larga pausa.) Él no es espíritu, pues existe. No es materia,
“como usted la entiende”. Pero hay “gradaciones” de materia que los hombres no
conocen; la densa empuja a la ligera, la ligera penetra a la densa. La
atmósfera, por ejemplo, empuja al principio eléctrico, mientras el principio
eléctrico pasa a través de la atmósfera. Estas gradaciones de materia aumentan
en tenuidad o en ligereza hasta que llegamos
a una materia “imparticulada” — sin partículas—, indivisible, “una”; y aquí
se modifica la ley de impulsión y penetración. La materia esencial o
imparticulada no sólo penetra las cosas, sino que las impele, y “es”, por ende,
todas las cosas en una misma. Esta materia es Dios. Lo que los hombres intentan
corporeizar en la palabra “pensamiento” es esa materia en movimiento[3].
Todo lo que existe
supone la existencia de un soporte. Dios no es inmaterial, ya que él mismo es
ese soporte. Luego debe ser material. Pero la materia, como todo lo demás, nos
ofrece un caso donde se aplica la universal ley de las gradaciones. Existen
formas de materialidad más densas y otras más tenues. Desde las manifestaciones
más groseras ofrecidas por nuestros sentidos mundanos, nos elevamos
gradualmente, nos espiritualizamos, hacia el origen mismo de toda otra
determinación, el substrato fundamental y único, una physis viva y original, que él denomina “materia imparticulada”:
P.—
¿Puede usted darme una idea más precisa de lo que es para usted el término
materia imparticulada?
V.—
Las materias que los hombres conocen escapan a los sentidos poco a poco.
Tenemos, por ejemplo, un metal, un trozo de madera, una gota de agua, la
atmósfera, el gas, el calórico, la electricidad, el éter luminoso. Ahora
llamamos materia a todas esas cosas y abarcamos toda materia en una definición
general; pero, a despecho de eso, no hay dos ideas más esencialmente diferentes
que la que asignamos al metal y la que asignamos al éter luminoso. Cuando nos
fijamos en este último, sentimos una tendencia casi irresistible a clasificarle
con el espíritu o con la nada. La única consideración que nos contiene es
nuestra concepción de su constitución atómica, y aun aquí, tenemos necesidad de
pedir a nuestra noción de un átomo, como algo poseyendo, en una infinita exigüidad,
solidez, tangibilidad, peso. Suprimida la idea de la constitución atómica, no
seremos capaces mucho tiempo de considerar el éter como una entidad, o, al
menos, como materia. A falta de una palabra mejor, podríamos llamarle espíritu.
Demos ahora un paso más allá del luminoso éter; concibamos una materia mucho
más rara que el éter, como el éter es mucho más raro que el metal, y llegaremos
al fin (a despecho de todos los dogmas escolásticos) a una masa única, a una
materia imparticulada. Pues aunque podamos admitir una infinita pequeñez en los
átomos mismos, la infinitud de la pequeñez en los espacios entre ellos es un
absurdo. Habrá un punto, habrá un grado de rareza, en donde, si los átomos son
bastante numerosos, los interespacios deberán desaparecer, y la masa, juntarse.
Pero habiendo quedado ahora apartada la consideración de la constitución
atómica, la naturaleza de la masa se desliza inevitablemente dentro de lo que
concebimos como espíritu[4].
Conjuntamente con el
grado de sutileza, nos hundimos gradualmente en el ámbito de lo infinitesimal.
En un extremo ideal, no existirá el espacio vacío. Existe, sí, una especie de
velo de materia muy sutil, cuyas agitaciones de pensamiento se extienden en
forma de movimiento generador, adquiriendo gradualmente una forma más densa. La
manifestación de la naturaleza aparece, así, como un continuo formado por el
pensamiento en su proyección fuera de sus fuentes luminosas y perfectas. La
diferencia entre espíritu y materia, términos usados en el curso del diálogo
por Poe, debe ser, no obstante el rechazo de la distinción ofrecida
anteriormente, precisada, dado que en esos términos se comprende generalmente
la naturaleza de lo humano, que busca esclarecerse:
V.—
Sí, para evitar una confusión. Cuando digo “espíritu”, quiero decir materia
imparticulada o suprema; por “materia” entiendo todo lo demás.
P.—
Ha dicho usted que “para las nuevas individualidades la materia es necesaria”.
V.—
Sí, pues existiendo el espíritu incorpóreo, es simplemente Dios. Para crear
seres individuales, pensantes, era necesario encarnar porciones del espíritu
divino. Por eso el hombre está individualizado. Despojado de la vestidura
corporal, sería Dios. Ahora el movimiento especial de las porciones encarnadas
de la materia imparticulada es el pensamiento del hombre, como el movimiento
conjunto es el de Dios[5].
La materia, a semejanza
de los filósofos escolásticos, hace las veces de principio de individuación en
la concepción de Poe. El núcleo de lo humano, desprovisto de toda materialidad,
coincidiría con la divinidad. Pero hasta ese grado de despojamiento es imposible
llegar. El motivo es que no puede haber una causa sin consecuencia. Y la
creación, en su regreso completo y homogéneo a la divinidad original, se
perdería. La acción del pensamiento, manifestado en la creación de las
individualidades y el universo, no alcanzaría resultado. Existe entonces, un
pequeño límite, que siempre separará al hombre de la pureza de Dios, un velo tenue,
que los luminosos rayos de la divinidad pueden traspasar, transfigurando la
esencia de la humanidad.
El hombre, por lo
tanto, se compone de un núcleo de naturaleza semejante a la de Dios, y de
diversas capas de materia más o menos densa. El hombre no puede desprenderse,
finalmente, del cuerpo, porque hacerlo sería desprenderse de su individualidad.
¿Pero acaso no nos muestra la muerte esa disgregación de los elementos
materiales? ¿Qué significa, entonces, la liberación del espíritu de la prisión
del tabernáculo de la materia? ¿Es la muerte el fin de todo?
P.—
No comprendo. ¿Dice usted que el hombre no podrá desprenderse nunca del cuerpo?
V.—
He dicho que no podrá estar nunca sin cuerpo.
P.—
Explíquese.
V.—
Hay dos cuerpos: el rudimentario y el cabal, correspondientes a las dos
condiciones de la oruga y de la mariposa. Lo que llamamos “muerte” no es sino la
metamorfosis dolorosa. Nuestra encarnación actual es progresiva, preparatoria,
temporal. Nuestra encarnación futura es perfecta, suprema, inmortal. La vida
final es el objetivo supremo.
P.—
Pero tenemos una noción palpable de la metamorfosis de la oruga.
V.—
“Nosotros”, ciertamente, pero no la oruga. La materia de que está compuesto
nuestro cuerpo rudimentario está al alcance de los órganos de ese cuerpo, o,
más claro, nuestros órganos rudimentarios son apropiados a la materia de que
está formado el cuerpo rudimentario, pero no a la de que está formado el
supremo. El cuerpo supremo escapa por eso a nuestros sentidos rudimentarios, y
percibimos sólo la envoltura que cae, en el declinar de la forma interior, no
la forma interior misma; pero esta forma interior, lo mismo que la envoltura,
es apreciable para los que han adquirido ya la vida final[6].