sábado, 20 de diciembre de 2014

Séneca y la filosofía vivida



Crees que tendrías que luchar con aquellas dificultades de las cuales me escribías; con quien más tendrás que luchar es contigo mismo: eres tú mismo quien te estorbas. No sabes bien lo que quieres; más pronto apruebas la rectitud que la sigues; ves dónde reside la felicidad, pero no tienes valor bastante para llegar a ella. La cosa que te lo impide, ya que tú no la ves, voy a decírtela: tienes por gran cosa lo que has de dejar, y en cuanto te propones aspirar a aquella seguridad que confías poder alcanzar, te detiene el brillo de la vida de la cual tienes que apartarte, supones que va a caer en las tinieblas y en el fango. Yerras, Lucilio: pasar de esta vida a aquélla es ascender (Séneca, Carta XXI a Lucilio: 318)[1].


Disputar todavía hoy sobre lo que la filosofía sea, es cosa por demás ociosa. El acuerdo dudoso, se perdería en discusiones enojosas. Las partes en pugna se retirarían con la certeza, sino de la superioridad de su posición, al menos de la ignorancia ajena. Ella tiene la ventaja nada despreciable de proporcionarnos una forma segura de encontrar compañía. Fuera de ello, sería más ventajoso encarar este problema en relación a lo que la filosofía no es. Aquí los ejemplos son tan numerosos y fáciles de encontrar que puede nos sintamos de golpe abrumados ante tamaña proliferación de ejemplares casos de consideración. En efecto, hoy contamos de infinidad de maestros, insuperables en su arte, de enseñarnos con el ejemplo vivo y fecundo, acerca de lo que la filosofía no será nunca.
Recuerdo un curioso artículo de Oscar Wilde, que se planteaba el problema de la lectura. Ante el lector surge, primeramente, la cuestión de cómo orientar sus lecturas. Lo que se deba leer depende de cada aptitud, temperamento y mil acasos, por lo que no resulta posible establecer directivas generales. Pero no menos instructivo resultará el estudio de aquello que no debe leerse. Wilde establece una clasificación fecunda de los libros y los autores: aquellos que deben releerse, aquellos que deben ser leídos, y los que no deben leerse nunca. De haber tenido la oportunidad de considerar más de cerca nuestro género de escritura académica, probablemente, Wilde hubiera forjado la clase de lo que lisa y llanamente es un insulto al lector y no debiera ser escrito nunca.
Con respecto a la filosofía, uno recorre cientos de autores en su formación académica. Es interesante se aprenda de cualquier cosa, menos aquello que interesa; se enseñe de cualquier forma menos de la debida, y, en fin, se instruya de manera tan varia y fecunda, siempre por la negativa. Esta creatividad no podrá ser debidamente ponderada por quien no la haya padecido. En cuanto a la metodología, nunca nadie se planteó, según parece, cuál es el modo en que deben ser encarados los estudios de filosofía. Todo ello configura, en conjunto, una especie de sobreentendido bastante engorroso, donde todos asienten, y nunca se sabe bien a qué cosa. Se pensaría que en la charla de ingresantes, los futuros académicos debieron de haber recibido un consejo o cuadernillo, que, a modo de prevención, como las inscripciones del templo de Apolo en Delfos, nos reiterara la vieja máxima, ya un poco gastada por el uso excesivo: “Una vida con examen es molesta de ser vivida”.
 Lo más extraño, es que la mayoría de los ingresantes, llegan con una predisposición cuanto menos un tanto morbosa. Y como de esta fábrica nadie sale mejor que como llegó, no es de extrañar la presencia de esos engendros que no se preguntaron nunca nada, lo saben todo, y juran por el jefe de cátedra que son especialistas en cuestiones que no le interesaron nunca a ninguna persona de valía. Es de reconocer, en beneficio de nuestros académicos, que la materia prima que deben trabajar no es tampoco la más adecuada. Con absoluta precisión filosófica, entienden, que dado que el producto de elaboración resultará de todas maneras defectuoso, no vale la pena aprender el oficio ni saber las técnicas básicas de trabajo. Nuevas presentificaciones del pragmatismo vernáculo.
El modo de introducirse en los estudios filosóficos, no es cosa menor. Y es extraño la mayoría llegue a ellos por medio de pensadores más o menos modernos o contemporáneos a la moda. Estos representan como la excrecencia del producto filosófico o el resultado morboso de un proceso patológico. Semejan a aquellos médicos chinos que para estudiar la salud del emperador, comenzaban por probar, cada mañana, el sabor de sus deshechos. Interesante sería indagar, como aprendió este pobre Galeno su oficio. En todo caso, es difícil prever con qué disposición se sentaría a la mesa a ingerir alimentos aquel hombre que atormentaba el estómago y castigaba el gusto todas las mañanas con la materia fecal del primer hijo del celeste imperio. Nuestros académicos resolvieron finalmente este conflicto: no consumen sino excrementos. Por si este talento suyo fuera poco, además, aprendieron a prepararlos y constituyen revistas para distribuirlos y cofradías para mejor saborearlos. Una auténtica superación y un arrebato heroico de nuestra era post-filosófica.


Ante este despliegue de superación mental y audacia filosófica, resulta un tanto extraño y perturbador leer a los antiguos. En efecto, parecerían no entender algo que entiende cualquier recién llegado a nuestra área, y es que la cosa viene de broma. No; ellos, hasta se plantearon cuál era el mejor modo de estudiar y de hacer filosofía. ¿Cuál es la relación entre la belleza y la verdad? Si la virtud es bella, y la belleza coincide con la verdad, ¿cuál es la relación entre nuestra conducta y el encuentro con la misma? ¿No es el conocimiento solamente accesible al hombre libre? ¿En qué consiste la virtud de la sabiduría? ¿Cuál es la sabiduría de la virtud? ¿Qué debe hacer el hombre? En fin, estas menudencias, y otras por el estilo, los mantenían, si no entretenidos, al menos sí ocupados. Y hubo alguno que hasta se llevó la copa de veneno a los labios, o se cortó las arterias, por no abdicar de tan vanas esperanzas.
 Menos prácticos, los antiguos pensadores creían la vida encontraba un sentido en el conocimiento y la búsqueda de lo mejor. Séneca, uno de los pocos episodios gratos en la historia del pensamiento, escribió unas misivas deliciosas a su interlocutor Lucilio. En ellas elabora todo un programa de estudio que, aunque de sabor extraño, no resulta menos esclarecedor, y debería ser aconsejado a todos nuestros nobles estudiosos. A aquellos que se introducen al estudio de la literatura y de los pensadores exhorta con vehemencia:

Atiende, empero, a que esta lectura de muchos volúmenes y muchos autores no tenga algo de caprichoso e inconstante. Precisa demorarse en ciertas mentalidades, y nutrirse de ellas, si quieres alcanzar provecho que pueda permanecer confiadamente asentado en tu alma. Quien está en todo lugar no está en parte alguna. A los que pasan su vida corriendo por el mundo les viene a suceder que han encontrando muchas posadas, pero muy pocas amistades. Y asimismo es menester que acontezca a los que no quieren dedicarse a familiarizarse con un pensador, sino que prefieren pasar por todos somera y presurosamente. No aprovecha, no es asimilado por el cuerpo el alimento que se vomita a poco de haber penetrado en el estómago. Nada hay tan nocivo para la salud como un continuo cambio de remedios; no llega a cicatrizarse la herida en la cual los medicamentos no han sido más que ensayados; la planta que ha sido trasplantada repetidamente, no cobra vigor; nada llega a mostrarse tan útil que pueda rendir provecho sólo de pasada. Muchedumbre de libros disipa el espíritu; y por tanto, no pudiendo leer todo lo que tienes, basta que tengas lo que puedes leer […] Lee, pues, siempre autores consagrados, y si alguna vez te viene en gana distraerte en otro, vuelve a los primeros. Procura cada día hallar una defensa contra la pobreza y contra la muerte, así como también contra otras calamidades; y luego de haber pasado por muchos pensamientos, escoge uno a fin de digerirlo aquel día (Carta II: 273-274).

La filosofía era, para Séneca, una medicina. La diferencia entre la medicina y el veneno radica en la dosis, enseñan a cualquiera que se acerque a farmacología. Pero lo cierto es que, en el mundo del pensamiento, la inversa es la verdadera. Una dosis baja de saber es siempre peligrosa. El mucho saber nos ilumina respecto a la oscuridad en que nos encontramos. Entonces, poco importa lo que pretendamos, seguros de nuestra ignorancia, queremos con sinceridad remediarla. Una vez en este estado, poco importan ya los esfuerzos por adornar la fachada. El aguijón muerde en lo más sensible del alma, y este dolor nos revela su enfermedad. El hombre se reconoce en estado de morbilidad, y si la sabiduría representa la salud, con la filosofía comienza la convalecencia:

Examínate tú mismo, estúdiate y obsérvate en todas tus facetas, y ante todo mira si es en el conocimiento de la filosofía en lo que progresaste o si es en la práctica de la vida. No es la filosofía un arte propio para alucinar al pueblo ni para la ostentación; no consiste en palabras sino en obras. Ni tampoco tiene por objeto hacer pasar el tiempo distraídamente ni disminuir el tedio de la vagancia, antes bien forma y modela el alma, ordena la vida, nos muestra lo que debemos hacer y lo que no, se siente al gobernarle y dirige la ruta entre las dudas y fluctuaciones de la vida. (Carta XVI: 306).


Para confundir aún más las cosas, lo que expresan, además de claro, lo escriben bien. Estas superfluidades, valoradas entre aquellos incapaces de separar el formato esencial de la substancia, les impedía engendrar esa marea cenagosa de profesores y académicos de grado o postgrado. El filósofo, así, debía serlo en su propia vida. No es libertad la que no se ejerce, no es verdad la que no se vive. La impostura chocaba con un sobreentendido que no había necesidad de explicitar: la filosofía era, ante todo, una forma de vida. Esta verdad, que parece y es una trivialidad, es ignorada o directamente atacada por los profesionales de nuestra área. ¿Profesionales de la filosofía? ¿No representa la conjunción de estas expresiones una auténtica contradicción en los conceptos? ¿Se puede conocer algo de la verdad y no tener la energía o los deseos de encarnarla en nuestra propia substancia interna?
El tiempo proyecta sus sombras sobre nuestro presente. Pero el pasado siempre nos acompaña, y nos alienta hacia nuevos rumbos. Es oscura la inmensidad misteriosa del mundo que despunta. Pero las glorias del pasado gravitan, aún, circundando las alturas ignoradas de nuestro cielo. Un corazón palpita, detrás de las cosas. Tras el alma, la vida que late tras el velo de las cosas, somos contemporáneos con ese pasado, que a fuerza de presente, se encontrará permanentemente en todo futuro. Allí, en ese pasado encontraremos un ejemplo vivo, una antorcha sagrada o un fuego votivo. Así, Séneca es capaz de proporcionarnos todo un programa de vida. Trabajó sobre sí soledad, retiro. El hombre debe primeramente buscar la salud de su alma. Pero el tiempo se desaprovecha, las fuerzas se malgastan  y las vidas se pierden de la manera más grosera. Todos buscan terminar sus trabajos, pero nadie sabe aprovechar el tiempo. Es así que:

Los únicos verdaderamente ociosos son los que se dedican a la sabiduría: ésos son los que viven. Porque no sólo aprovechan bien su tiempo, sino que a la suya añaden todas las demás edades. Cuanto se llevó a cabo en años a ellos, lo han hecho suyo. Es forzoso confesar, si no queremos ser muy desagradecidos, que aquellos clarísimos creadores de las opiniones más lúcidas nacieron para nuestro bien y encaminaron nuestra vida. Con su trabajo somos llevados al conocimiento de cosas hermosísimas, sacadas por ellos de las tinieblas a la luz. Ningún siglo nos queda prohibido, a todos somos admitidos. Y si con grandeza de espíritu quisiéramos salir de los estrechos límites de la imbecilidad humana, nos queda todavía mucho tiempo donde espaciarnos. Nos es posible disputar con Sócrates, dudar con Carnéades, aquietarnos con Epicuro, vencer con los estoicos la naturaleza humana, rebasarla con los cínicos y caminar junto con la naturaleza en compañía de todas las edades. ¿Por qué, pues, no entregarnos de todo corazón, en el transcurso de esta vida tan corta y caduca, al estudio de estas cosas tan inmensas, en que nos movemos y que son comunes a los mejores hombres? (De la brevedad de la vida: 208-209).

En estas alturas, es finalmente posible respirar aire limpio. ¿Quién resignará su inteligencia, en esta compañía, a la ejecución de tareas vulgares? ¿Quién despreciará el ejemplo vivo de la virtud en el ejercicio de una actividad servil y militante? El pasado nos contempla, inmaculado, a través del misterioso ojo de lo eterno. Así, en nuestro exilio, en el centro del páramo, o en el abismo silencioso de la inmensidad, arde una llama perenne, dilatada hasta abrasar el horizonte, capaz de encender el infinito que en el fondo también somos.
Y allí se resuelve finalmente todo. Si la filosofía es vida, el aprendizaje es emulación que se realiza en la creación, y su ejercicio un ejemplo de libertad y osadía. El único modo de aprenderla: volver los ojos a los grandes pensadores del pasado e imitarlos. Y es que allí solamente  

Tomarás de ellos lo que quieras: por ellos no quedará que quieras sacar lo más que puedas. ¡Qué felicidad y qué hermosa vejez aguarda al que se acogió a la sombra de estos hombres! Tendrá con quien deliberar sobre los temas más importantes y las cosas más pequeñas; tendrá asimismo a quienes podrá consultar todos los días sus problemas personales y de ellos oirá la verdad sin ofenderse y alabanzas sin adulación; y un modelo a cuya semejanza formarse. Solemos decir que no tuvimos la facultad de elegir a nuestros padres: que nos fueron dados por la suerte. Pero a nosotros nos es posible nacer a nuestro propio arbitrio. Hay familias de los más ilustres ingenios: elige aquella en la que quieres ser adoptado. Su adopción no sólo te dará nombre, sino sus mismos bienes, que no son sórdidos, ni tendrás que guardar fraudulentamente y que serán tanto mayores cuantas más partes hicieres de ellos (De la brevedad de la vida: 210).


[1] Séneca, “Escritos” en Vida, pensamiento y obra, Trad. P. Fernández Navarrete y J. Bofil y Ferro, España, Planeta DeAgostini, 2007.

lunes, 25 de agosto de 2014

La iniciación por la sangre y el fin del mundo antiguo





Hay lecturas que nos instruyen, otras que nos marcan y otras que nos modelan y nos forman. Entre estás últimas, a veces, tórnase gradualmente difícil discriminar que hay de originalmente nuestro en nosotros mismos. Pasan a formar parte de nuestra carne y las asimilamos a la sustancia vital. Aprendemos a pensar y escribir, cada cuál, bajo el modelo ejemplar de una Pléyade variable de autores. Los clásicos infaltables y los ilustres, más o menos desconocidos del público en general, aunque no por ello, para nosotros menos valiosos y entrañables. El modo en que nos acercamos a ellos, casi siempre fortuito, marca una especie de fatalidad. Recuerdo, hace ya años, en un viejo bar de San Cristóbal, tomar una copa con mi amigo Ezequiel Ambrustolo a quien había encontrado a la salida de su trabajo en Epifania, librería de anticuario. Tanto la librería como el bar, cerraron. A uno lo clausuro una fría ordenanza municipal, al otro, las leyes inexorables del mercado y la lógica del mundo actual. Lo que queda hoy, luego de tantos años, es el sentimiento de amistad, el recuerdo de un trago en un atardecer dorado por el sol crepuscular, y un ejemplar que el poeta le presto al estudiante de filosofía, en medio del barullo cotidiano del centro de nuestro desierto metropolitano.
El artículo que me permito transcribir fue publicado originalmente en el Boletin Anual de la sociedad Ramakrishna de General Madariaga en 1965. El autor, Don José Malmooth, esoterista argentino, nacido en la provincia de Buenos Aires, en el año 1897, es, entre nosotros, prácticamente un desconocido. A combatir esta injusticia se orienta, nuestra humilde contribución.

 LAS INICIACIONES POR LA SANGRE Y EL FIN DEL MUNDO ANTIGUO.


 ¿A quienes profetiza Heráclito el efesio? A quienes danzan en la noche, magos, bacantes, poseídas del Dios, a los iniciados; a éstos amenaza con lo que sucederá después de la muerte, a ésos les profetiza el fuego; pues están iniciados impíamente en misterios considerados tales sólo por los hombres.

   Heráclito

Heráclito, un auténtico hierofante de los misterios más sagrados, censura con razón a los poseídos y nigromantes que encantaban las auroras somnolientas del amanecer del pensamiento griego. Ya nos hemos ocupado de refutar las divagaciones de Allan Kardec y de censurar las prácticas de sus secuaces. No debemos confundirnos, miles de larvas pululan en las regiones más sombrías del astral inferior y se arrojan sobre los cerebros debilitados por el vicio y la deformación del error. En conjunto se aglomeran, fríos y sedientos de sangre, y arrebatan la fuerza vital, conjuntamente con la razón, a los desgraciados enajenados en su locura. El hombre de poder, no se presta a quedar a merced de formas ruines, y no se satisface con fenómenos de bajo magnetismo ni mesas parlantes.
El celebre doctor Encausse consideraba al médium y al naturalista como un caso de suicidio de los elementos masculinos del alma. Las formas de muerte voluntaria de los femeninos, no serán menos censurables. La magia, salvo contadas excepciones, es una forma perversa de arrancar a la naturaleza un poder inmerecido. Sus peligros se transforman en realidades siniestras. Por demás, es de esperar, el pasado sea superado, y es de lamentar, perennemente nos ejercitemos en la misma clase de errores.
La sangre, desde el punto de vista fisiológico, concentra el oxígeno y los nutrientes y los distribuye hacia todo el organismo animal. La sangre es así el agente vital activo que presentará, en negativo, su contraparte astral. La fuerza vital se concentra en la quintaesencia del fluido. Las entidades evocadas, que pululan sedientas de materialidad, son así atraídas por el sacrificio. No debemos confundir la carnicería con religión, religión significa, sensu stricto, religación. Su forma ideal es la compenetración con las realidades divinas. Pero la religión institucionalizada, como forma colectiva que informa una sociedad, requiere de una mediación autorizada. Los mediadores con el mundo invisible serán los sacerdotes. Son ellos quienes ejercen el ministerio de la mediación, con la función de elevar las realidades inferiores y caídas hacia su origen.
Particularmente ilustrativo, respecto a la cuestión que nos ocupa, resulta el trabajo de Eliphas Levi acerca de la ciencia de los espíritus. Respecto a ese texto, nos detendremos en la exposición magistral que hace del carácter del sacerdocio antiguo y de la iniciación. En primer lugar, Eliphas Levi nos informa que:

Los misterios del mundo antiguo eran de dos clases. Los pequeños misterios atañían a la iniciación, al sacerdocio, los mayores eran la iniciación a la gran obra sacerdotal, es decir a la teurgia: la teurgia, palabra terrible para el doble sentido, que quiere decir creación de Dios. Sí, en la teurgia se enseñaba al sacerdote cómo debe crear los dioses a su imagen y semejanza, sacándolos de su propia carne y animándolos con su propia sangre. Era la ciencia de las evocaciones por medio de la espada y la teoría de los fantasmas sanguinolentos. Era cuando el iniciado debía matar al iniciador; cuando Edipo se convertía en rey de Tebas dando muerte a Layo. Trataremos de explicar estas oscuras expresiones alegóricas. Lo que desde luego se puede colegir es que no había iniciación a los misterios mayores sin derramamiento de sangre; más aún, sin derramamiento de la sangre más noble y más pura.


El sacerdote era así el sacrificador. Su tarea principal, se concentra en la pira y se ejecuta en el holocausto. Se inicia por la sangre y en ella muere su ideal. Tras la sangre, descienden legiones de espíritus, enturbian la percepción y confunden el cerebro. Los Dioses antiguos tenían sed perenne de sangre. Su vicio era humano, demasiado humano, pero también, quizás por ello, profundamente demoníaco. Caín presenta su sacrificio incruento al Dios antiguo, pero este prefiere los animales muertos de Abel y sobre todo su sangre. Caín sacrifica a Abel y con ello se convierte en el primer sacerdote. Esta es la religión antigua, salvo depuradas excepciones, desnuda, en sus caracteres más brutales, que no se circunscriben a los sacrificios al Moloch de los fenicios. La sangre llama a la sangre, porque la sangre derramada clama ser vengada y el auxiliar del ministro son la espada y el hacha.  
En oposición a estas formas que identifican al ministro religioso con el mago y el sacrificador, se nos ha dicho, aunque lamentablemente sin verdad histórica, dados los derroteros del cristianismo institucionalizado, que la iglesia tiene horror a la sangre. En esa imborrable máxima se resume todo el espíritu del cristianismo.
Y es que, siempre de acuerdo a Levi:

Jesús, único iniciador que no ha matado a nadie, muere para abolir los sacrificios sangrientos. Por eso es más grande que todos los pontífices y ¿qué sería, pues, si no fuera Dios? Se hizo Dios sobre el calvario, pero al renegar de él y venderlo, sus discípulos se han convertido en sacerdotes y han continuado el antiguo mundo, que durará mientras el sacerdote tenga que vivir del altar, es decir, de comer la carne de las víctimas.

A este Dios que se hace hombre, el antiguo mundo declinante quiso oponer un nuevo ideal en la figura Apolonio de Tiana. Éste, taumaturgo, asceta y mago, realiza milagros inmensos, resucita muertos, sanea ciudades. Pero pertenece todavía al mundo antiguo. Consciente en sacrificios y se enaltece en el derramamiento de la sangre. Así continua languideciendo ese mundo en una muerte lenta hasta los tiempos de Constantino. Luego de él, el paganismo renace en el emperador Juliano. Una aurora tardía que no tardaría en apagarse, consumida por la hecatombe universal que arrasaba los cimientos de la antigüedad.  
Juliano, emperador filósofo, fue también un iniciado del mundo antiguo.

Era, en efecto, mediante un bautismo de sangre, que Máximo de Efeso lo había consagrado a los antiguos dioses. Juliano fue introducido en la cripta del templo de Diana medio desnudo y con los ojos vendados. Máximo le entregó un cuchillo y una voz misteriosa le ordenó asestar el golpe a una figura humana pálida que se le dejó entrever solamente; se colocó otra vez la venda sobre los ojos del neófito, y guiando la mano de Juliano se le hizo tocar la carne caliente y viva; allí sumió la espada sagrada; después, obligado a prosternarse ante la fuente que acababa de abrir, una aspersión caliente y nauseabunda le hizo estremecer, pero guardó silencio y recibió hasta el fin la consagración de la sangre vertida. “por esta sangre — decía Máximo—, te limpio de la mácula del bautismo: eres hijo de Mitra y has sumido la espada en el flanco del toro sagrado ¡que la ablución del tauróbolo te purifique!”


Con Juliano, se asiste al último acto de la antigüedad, con su muerte, se derrumba el mundo antiguo:

Dando fe a los fantasmas evocados por Máximo de Efeso, Juliano había creído en la existencia real de sus dioses, y estos fantasmas eran alucinaciones de la sangre. Se asegura que Juliano, debilitado por ayunos previos y tibio aún de su bautismo de sangre, vio pasar ante él todas las divinidades del antiguo Olimpo. Las vio no tales como los poetas de la antigüedad las representaban, sino tales como existían entonces en la imaginación, desencantada de las multitudes, viejas, decrépitas, miserables, abandonadas.

Las brumas descienden sobre el dorado horizonte de la antigüedad, el Dios solar se eclipsa, los oráculos callan. ¿Qué ha sucedido? Algo que todavía nosotros no comprendemos. Anclados, en espíritu, en la antigüedad. Vivimos entre dos mundos, y no terminamos de elevarnos sobre el primero. El fin de una gran época tiene algo de sombrío, tiene algo de trágico y crepuscular. Los templos y camposantos claman por el mundo que se precipita desde dentro del panteón, en una especie de oración, que revela todo el desgarro de lo que se acaba:

Se asegura que después de su muerte se abrieron las puertas de un pequeño templo que había hecho amurallar antes de emprender su expedición de Persia, y que allí se encontró el cadáver de una mujer desnuda colgada por los cabellos y con el vientre abierto. ¿Es esto una invención del odio o la revelación de un misterio? ¿Era esa mujer una mártir o una víctima voluntaria? Aceptamos lo último. Tal vez una joven fanática que quiso oponer su sacrificio al de Cristo, por la prosperidad del reinado de Juliano y el regreso de los antiguos dioses. El emperador habría cerrado los ojos y sólo el gran pontífice habría asistido al holocausto. El templo amurallado, la víctima sangrienta suspendida entre el cielo y la tierra como una oración palpitante, se asemeja a una parodia de la crucifixión.

Pero el manto de la noche se precipita sobre el horizonte cargado de llamas. La noche, la larga noche medieval, aparece como un retorno al seno maternal. En él se gestará la nueva civilización. La ley del ritmo y la compensación. Deberá esperar otra ocasión el estudio de nuestra época encanecida. Volviendo a Juliano y al fin del viejo mundo, este es herido de muerte en un campo de batalla en cercano oriente. Expira, y con él, todo un mundo. En medio de la oscuridad que se cierne sobre sus ojos, en medio del terror de los circunstantes, de la derrota y de la sangre, proclama, aun, unas veladas palabras: “Tu venciste Galileo”
 Una leyenda que parece revelar obstinación. Se repite el episodio en la demencia del filósofo alemán que quiso resucitar a Dionisio, sin entender que si los muertos resucitan en el cristianismo no podrán hacerlo en el nihilismo. Ahora bien ¿ qué quiso decirnos Juliano con estás últimas palabras? De acuerdo a Levi, o tal como éste quería creer, con ellas expresaba su derrota y su arrepentimiento el emperador iniciado en el tauróbolo. Con estas confesión, reasumía el cristiano sacrificio de sí, como el más elevado y modesto, el único capaz de dignificar a la criatura caída, y elevarla las esferas más sagradas del cielo más secreto. En las alturas sublimes, tras el denso velo que separa las espaldas del cielo astral, del eterno cielo inengendrado de la realidad espiritual, arde una estrella solitaria. En la soledad del infinito desierto de lo innominable, allí solo reina la unidad. Es por eso, que todo crimen es un asesinato a nosotros mismos y a la esencia escondida que todavía somos. Es por eso, que la iniciación por medio de la sangre, engendra demonios, que todavía incitan crímenes, levantando nuevas hogueras que anteponen una jerarquía satánica, a la celeste que asciende desde las formas más groseras de materialidad hasta las sublimes riberas del espíritu puro. Allí, en aguas ígneas, habremos de bañarnos, transfigurando en fuego nuestras impurezas, para que el alquimista eterno, extraiga el mineral precioso en toda su pureza.
Los necios, por el mundo, seguirán su camino. Su nombre es legión. Pero las formas del error se repiten. Le daremos la palabra, para cerrar este apartado, nuevamente a un auténtico iniciado, el oscuro de Éfeso, para que condene  nuevamente (¡mil veces serán siempre pocas!), las formas inferiores de la religiosidad.

 En vano tratan de purificarse manchándose con sangre. Es como si uno que se ha metido en el fango, quisiera lavarse con fango. Si un hombre lo viera haciendo eso, creería que se había vuelto loco.
Y dirigen oraciones a las estatuas, como si alguien pudiera hablar con los edificios; pues no conocen quienes son los dioses y los héroes.

viernes, 4 de julio de 2014

La psicología del arte: Balzac



 Considerando que el realismo de Balzac, no consiste en las condiciones formales en las cuales se resuelve su arte ¿En que consiste? ¿Cuál es la fuente de la superación de la realidad que torna perennes las creaciones de su genio? La idea que pretendemos sostener es que este efecto responde a las condiciones de la génesis de donde emerge su obra.
¿Que puede decirse de aquel hombre que llevaba todo un mundo en su cerebro, lo construyó, lo modeló, lo puso en movimiento y lo dotó de vida? Todo en Balzac es enorme, exagerado, tanto la fuerza como la delicadeza exquisita que se revela en el centro de una narración frenética en que se desatan los sucesos. En esta enormidad, el genio monomaniaco que quería hacerle la competencia al registro civil, logró superar la realidad, y dotar a sus creaciones de una vida ardiente que el mundo raramente ofrece.
En este contexto ¿a quién resultaría extraordinario que la vida misma de nuestro autor termine por adquirir el cariz esencial distintivo de sus novelas? Aquí lo que vemos, es la verificación de dos movimientos complementarios cuya dinámica se retroalimenta. Balzac crea un mundo a su imagen y semejanza y luego es modelado en este mundo, en que habita idealmente, de acuerdo a las mismas leyes que su entendimiento en él proyecta. Como si este mundo, de golpe cobrara vida, es arrancado de su autor y él resulta arrojado y sometido a ésta, su creación, como un personaje más de sus novelas. No es extraño que así sucediera. Pascal nos recuerda que un príncipe que estuviera sometido día tras día a soñar que vive en una pesadilla perpetua sería tan desdichado cómo aquel desgraciado arrojado a una vida miserable. ¿Y no podría decirse otro tanto, del genio balzaciano, enfrascado toda la noche, en su mundo de fantasía, poniéndolo en movimiento, y otorgándole pacientemente calor con su sangre hasta que, poco a poco, este mundo cobra vida?
Este es el secreto del realismo de Balzac. El artista crea un mundo a su imagen y semejanza, y si logra alcanzar y aun sobrepasar la realidad de nuestro mundo, es porque se apoya realmente en aquel otro cuya experiencia íntima le revela su genio. Es así que el autor realista no copia sus personajes y mucho menos los inventa, todo su misterio radica en que los vive hasta el fondo. Su experiencia en este sentido no es puramente teorética sino que vive en ellos, y, como el Dios de la creación continúa, ellos viven necesariamente a través de su presencia en el autor.
Esto mismo expresa Balzac, y fue perfectamente entendido por otros artistas. El autor, no se acobarda ante los tipos sino que los sigue en su repliegue más profundo y, una vez instalado en él, se apropia su secreto y vive idealmente a través de su carne. Esta enorme capacidad, este secreto creativo, le permite a nuestro autor convertirse en un alquimista en el mundo de las pasiones. 
Como si las pasiones también tuvieran su código químico, cada personalidad resulta descomponible en sustancias más simples, más básicas, cuyo modelado constituye todo estado complejo. La tabla periódica de las pasiones simples, de los módulos más básicos en función de los cuales se conforman y armonizan los tipos humanos, una vez identificada, nos permite la reconstrucción vital de todas las posibles personalidades. Es así que todo  carácter se constituye en un complejo en equilibrio, un múltiple estructurado, cuya resultante termina por expresar el carácter esencial correspondiente a los tipos.
A partir de aquí podemos entender cómo los personajes se encuentran vivificados. Los tipos son conformados desde una química constitutiva básica, y una vez construidos, el autor se proyecta en la realidad conformada experimentando subjetivamente la vida de los caracteres constituidos. En este sentido, toda personalidad no resultará ser otra cosa que la expresión de determinada potencia, como si ésta emergiera desde un núcleo más profundo. El cuerpo será otra de las manifestaciones de esta realidad más fundamental como si representara el despliegue centrífugo del carácter vívido.
De aquí que se haga indispensable una descripción cuidadosa y detallada de los personajes. El ambiente no solamente modela el carácter sino también el cuerpo. Recordemos que, según el monismo de Saint Hilaire, ambas formas representan manifestaciones correlativas de una misma sustancia básica. Es este núcleo de cada carácter el que, con mayor o menor fuerza, se precipita desde el abismo interior y emerge en la realidad manifestada revelando en ellos su potencia constituyente. A partir de aquí, nos será posible, realizar una decodificación estética de cada cuerpo, indagando a qué estado de equilibrio psíquico corresponde. Esta correspondencia es necesaria, una vez que se reconoce que ambas no son sino manifestaciones parciales de la misma realidad. La correlación teórica, para hacerse efectiva, requeriría una indagación en profundidad en el núcleo fundamental que se expresa a través de los tipos.
El mundo creado es aquí, el mundo como expresión y ocasión. El modelado ambiental, se ofrece como simple ocasión de expresión, interaccionando con la dinámica intrínseca en función de la cual se resolverá la evolución del núcleo básico, expresándose en ambas modalidades correlativas, en el aspecto interior y en el aspecto físico. De este modo, el espíritu interior se revelará en el cuerpo del mismo modo en que el artista se encuentra impregnado en su obra. El cuerpo mismo también es “creación”, y en este sentido se encontrará sometido a las mismas condiciones formales que se dan en todas las humanas creaciones.
El objetivo de Balzac, según el mismo autor expresa, consistía en realizar una especie de zoología de los tipos humanos que conforman la sociedad. Su posibilidad teórica se funda en que cada personaje no será sino la expresión de distintos principios comunes que el autor encuentra en sí mismo. Principios a través de los cuales establecen diferentes mezclas y composiciones cuyo equilibrio constituido fundará la diversidad de los tipos. Estos tipos se encuentran animados en su interior por el equilibrio psíquico vivido subjetivamente por el artista. Esta será la base del realismo de Balzac, y no la copia, la técnica narrativa o la descripción de los hechos.
Por otro lado, cada equilibrio constituido, se revelará vitalmente en una trayectoria dada. La idea fuerza representa aquella tendencia emergente en función de las cuales se pliegan y armonizan todas las demás. Esta hará las veces de centro de su orientación vital. La monomanía, que los personajes de Balzac siempre padecen, no es sino resultado de un ejercicio teórico, una exageración de la realidad que permite verificar y revelar su dinámica. En este sentido no representa sino el equivalente de las condiciones ideales que permiten simplificar los cálculos, identificar todas las interacciones y resolver la dinámica en condiciones específicamente determinadas. El mundo de Balzac representa, a partir de aquí, una superación de la realidad que permite revelarla; un experimento mental, donde los tipos se constituyen, se define el medio y la situación, se los dispone y, una vez aquí, se los libera para que la historia se resuelva por sí misma. Esta resolución, al estar motorizada por modelos más o menos puros, resultará ser también paradigmática y arquetípica. La identificación de la dinámica permite la proyección de nuestros esquemas a nuevas situaciones más complejas de la realidad vivida, a partir de la cual lograr una mayor inteligibilidad y comprensión de sus mecanismos ocultos.
La monomanía se constituye desde este esquema genérico de ocasión-expresión. El núcleo se expresa tras el modelado, a través del cual, las tendencias constitutivas se armonizan y, a través de múltiples transacciones entre sí mismas, darán por resultado la emergencia de los distintos tipos. Esta emergencia se expresa en una tendencia vital resultante, y, en condiciones dadas, gravitará en función de la adquisición de un objeto idealizado. De este modo la monomanía se constituye de acuerdo a la lógica que rige la expresión del núcleo fundamental. Este habrá de encontrar escollos en su dinámica, habrá de ser reprimido, neutralizado y excitado en diversos sentidos, de lo que resultará una dinámica emergente que dará cuenta de la constitución de los diversos estados configuracionales distinguibles. En dichos estados se fundará el carácter de su lógica de acción e interacción para con el medio. Y, cómo un sentimiento que busca expresarse, el espíritu emergerá igualmente en el cuerpo.  El objeto de la monomanía es un objeto idealizado a través de cuyo simbolismo, hablará a la tendencia vital ampliamente predominante en que se expresa la alquimia de los tipos constituidos. En este esquema, las diversas tendencias se pliegan, y, al modo del esquema evolutivo ideado por Lamarck, el núcleo fundamental se expresará en función de la adquisición del objeto pretendido.
Esto en lo que hace a la fauna de los tipos humanos y a la lógica evolutiva de su formación. Debe tenerse en cuenta, que el pensamiento presentará una realidad tan tangible y real como la de los objetos físicos. De este modo, el pensamiento es una fuerza viva y los objetos se encuentran impregnados de sentimiento. Como en La caída de la casa de Usher de Poe, el mundo de Balzac es un mundo vivo, expresado por una fuerza enorme y aplastante.  En este sentido, sus elementos resultarán solidarios. El alma del artista no se encuentra solamente vivificando los cuerpos sino que se encontrará como un aire sutil impregnando los objetos. De aquí ese sentido profundo y triste que se manifiesta en sus descripciones.  Del mismo modo, de aquí la necesidad teórica de las mismas. Si el ambiente puede tener incidencia efectiva en el modelado anímico, este se extiende aun en los aspectos más sutiles. Balzac nos recuerda siempre la importancia ineludible de la plástica. Así como el arte, es el sentimiento expresado a través de una idea, este sentimiento habita como un doble extático de su creador. El hombre se siente sobrecogido por fuerzas que desconoce, aunque adivine sin definirla aquella energía misteriosa codificada en todas las creaciones. Y aquí, del mismo modo que un alma le habla a otra alma, el ambiente le susurrará sus sentimientos al espíritu, modelándolo de manera tan imperceptible como inevitable.
Con esto llegamos al último punto que, a nuestro juicio, explica el realismo de Balzac. Su genio no solamente no inventa los tipos sino que los vive hasta el fondo, los habita, les extrae su secreto y los dota de vida. De aquí que estos adquieran esa vida interior característica de su creador. De aquí también, esa superación operada sobre la realidad, como si su frágil creación no soportara el peso enorme de su autor. Esta vivencia subjetiva de la realidad no se agota en la vida de los personajes, sino que impregna sus cuerpos y se extiende también hacia el ambiente. Por eso París en sus novelas es un personaje más, un misterio triste e inagotable marcando a fuego, paso a paso, cada sino.

Febrero de 2011

miércoles, 25 de junio de 2014

ENTRE EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD



En Kierkegaard el tiempo se opone, dialécticamente, a la eternidad. El encuentro sintético producto de la compenetración de una en el otro se localiza en el instante. El instante, en tanto reflejo fluyente del presente eterno, instaura la temporalidad, situada entre el tiempo y la eternidad. El hombre es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. El cuerpo trae el tiempo, el espíritu la eternidad. El modo fundamental en que la temporalización humana se exprese, a partir de aquí, vendrá dado por la presencia intensiva de los elementos componentes de la síntesis. En un extremo, en el límite del cuerpo, el hombre se confunde con la naturaleza, y el tiempo humano con los ritmos profundos de lo natural; por el otro, la eternidad abre una brecha en el tiempo, e instaura una ruptura, en el rescate definitivo de la realidad. Tendido en medio del abismo abierto entre ambos principios, la historia es el espacio que media entre la caída del hombre, su salida del estado de naturaleza, y la redención, la entrada en la eternidad. Pero la acción fuera del tiempo ya no es historia. En esos dos márgenes colapsa la historicidad, y desde entonces se plantea a la conciencia religiosa el problema del fin de la historia como forma peculiar y definida de la humana temporalidad.

El tratamiento del tema en Nicolás Berdiaev se funda en una intuición fundamental. El tiempo es un modo de existencia y depende, como él, de las formas que reviste la misma. Pero la existencia, en sí misma, es un polo subjetivo hecho extraño, objetivado. La dimensión originaria del ser habrá de ser, a partir de aquí, la eternidad. La objetivación representa una enfermedad en el ser, un índice genuino de su morbilidad. Con la caída el hombre arrastra a la realidad y principia el derrotero humano a través del tiempo. Ahora bien, lo que se entienda por tiempo, a partir de lo dicho, debe ser precisado con más cuidado dado que:

Al hablar del tiempo, no siempre se entiende la misma cosa. En efecto, el tiempo tiene sentidos diferentes entre los cuales hay que distinguir. Hay tres órdenes de tiempo: el tiempo cósmico, el tiempo histórico y el tiempo existencial. Y cada hombre vive en esos tres órdenes de tiempo. El tiempo cósmico está simbolizado por un círculo; se lo vincula al movimiento de la tierra alrededor del sol, a la división en días, en meses y en años, al calendario y a los relojes. Es un movimiento circular, hecho de incesantes retornos: sucesión del día y de la noche, del otoño y de la primavera. Es el tiempo de la naturaleza y, en cuanto formamos parte de la naturaleza, vivimos en ese tiempo[1].

La existencia subjetiva, extrañada en la inmediatez natural, reviste en primer lugar la forma del devenir cósmico. La conciencia empañada en los juegos del perpetuo proceso de despliegues y retornos, se encuentra muda en los ritmos impersonales de su desarrollo. La Caída del hombre, la pérdida de su inocencia, es la salida del reino de la naturaleza. El hombre descubre su conciencia personal y desarrolla su subjetividad a través de la culpa. Ella abre una fisura y representa una irrupción de lo específicamente humano en la objetivación. Pero toda realidad superior, en cuanto a su objetivación, deviene un reflejo imperfecto y degradado. El principio de la jornada surge con una disrupción y una revelación. Se trata del nacimiento de la historia:

El tiempo histórico lo engendran movimientos y cambios distintos de los que se producen en el circuito cósmico. El tiempo histórico está simbolizado, no por un círculo, sino por una línea recta que se prolonga indefinidamente hacia delante. La característica del tiempo histórico consiste justamente en su vuelo hacia el porvenir, pues del porvenir espera la historia la revelación de su tiempo. El tiempo histórico trae siempre una novedad: gracias a él, lo que no ha sido llega a ser. Es cierto que el tiempo histórico también presenta retornos y repeticiones, y pueden descubrirse semejanzas en él. Pero todo acontecimiento del tiempo histórico es un acontecimiento individual, particular; cada década y cada siglo aportan una vida nueva.



La trayectoria lineal señala la orientación de la historicidad. El vector histórico presenta un origen, un módulo variable, una dirección y un sentido definidos. Se desempañan los cristales de realidad somnolienta en el devenir cósmico. La revelación disruptiva de la individuación subjetiva en la historia, no obstante ello, reviste un carácter imperfecto. El tiempo histórico, con ser un tiempo caído, representa una forma imperfecta de la existencia desdoblada, hecha extraña a sí. Ningún atributo de la temporalidad, es decir, de la objetivación, puede ser definitivo. Es así que la historia engendra ilusiones que también nos esclavizan y atentan contra la dignidad de la persona. Esta dignidad, a manera del apotegma neoplatónico, no se satisface sino con la divinidad, reputando como mezquina toda otra forma de actividad. Así sucede, por ejemplo, con las ilusiones proyectadas sobre la historia objetivada por el conservadurismo, que sitúa en el pasado un tiempo de mayor valía, o en el progresismo, que pretende el absurdo de la temporalidad colmada y redimida en sí misma, en algún instante del futuro:

El presente que contuviera la plenitud y la perfección no sería una fracción del tiempo, sino una evasión del tiempo; no un átomo del tiempo, sino, empleando palabras de Kierkegaard, un átomo de la eternidad. Lo que se ha vivido en el fondo de ese instante existencial permanece, mientras que los instantes que siguen y forman parte de la línea del tiempo desaparecen, debido a la poca profundidad de su realidad. Además del tiempo cósmico y del tiempo histórico, objetivados y sometidos al número, hay el tiempo existencial, el tiempo de la profundidad.

El tiempo existencial es una revelación de los fondos más profundos de la subjetividad. Tras la claridad precisa de la objetividad se esconde un abismo cuya profundidad deglute la historia. El tiempo existencial, hemos dicho, es un tiempo personal. En tanto personal, subjetivo; en tanto subjetivo, inobjetivable. Por eso no representa una continuidad, señala más bien una irrupción disruptiva, y apunta hacia una revelación. La experiencia del tiempo existencial es la experiencia de un fuera del tiempo dentro de nuestra historia. En este sentido, se afirma, escapa a la misma. Porque se haya originalmente fuera de la historia podrá señalarle sus sentidos. El sentido de la historia, y la redención de la temporalidad será, de esta manera, la eternidad en tanto esclarecida y realizada en la subjetividad.

La historia tiene un lado milagroso que no se explica por la evolución histórica ni por las leyes históricas: los milagros de la historia se deben a la irrupción de los acontecimientos del mundo existencial en el mundo histórico, que es demasiado limitado para contener dichos acontecimientos tal cual se producen, es decir, en su estado completo. La revelación de Dios en la historia es una de esas irrupciones del tiempo existencial en el tiempo histórico. Todos los acontecimientos significativos de la vida de Cristo han evolucionado en el tiempo existencial y no hacen sino transparentarse, traslucir, a través del medio denso de la objetivación, en el tiempo histórico. Lo metahistórico jamás coincide totalmente con lo histórico, pues la historia siempre hace sufrir deformaciones a la metahistoria, con el fin de adaptarla a su propio nivel. La victoria definitiva de la metahistoria sobre la historia, del tiempo existencial sobre el tiempo histórico, significaría el fin de la historia. En el plano religioso, esto significaría la coincidencia de la primera aparición de Cristo con la segunda. Entre esas dos apariciones metahistóricas de Cristo se halla el tiempo histórico en estado de tensión en el cual el hombre pasa por todas las tentaciones y todas las servidumbres.


El Cristo, en tanto revelación terrena de la personalidad divina, representa un instante de corte. La realidad humana no puede realizarse definitivamente en la historia, sus destinos son demasiado elevados para ello. Es así, que la historia misma nos muestra su faz de lobreguez, es un inmenso anecdotario de nuestros fracasos, un cementerio de nuestros sueños. El fracaso de la revelación divina en lo humano, la crucifixión del hombre Dios, señala directamente hacia el problema escatológico y la base de justificación de la historia. La resurrección implica una victoria sobre el tiempo objetivo subordinado a la muerte. La redención, la compenetración definitiva de la eternidad y el rescate del tiempo todo. De este modo, la revelación religiosa de la divinidad, la cuestión profunda y tantas veces falseada de la antropología, se vuelca en esta otra: el fin de la historia y la revelación de la eternidad, la ruptura de la inmanencia y la instauración de un instante pleno. El concepto del ánthropos exige un nuevo tratamiento de la problemática escatológica.
Ante esta realidad, a pesar de su incuestionable interés, no será menos cierto que:

La filosofía jamás planteó seriamente el problema del fin de la historia y del mundo, ni los teólogos lo tomaron nunca en serio. Se trata, en efecto, de saber si el tiempo puede ser vencido. Puede serlo, cuando no es una forma objetiva sino el producto de la existencia hecha extraña a sí misma. Una irrupción viniendo de la profundidad puede poner fin al tiempo, superar la objetividad. Pero esa irrupción proveniente de las profundidades no puede ser obra del hombre solo; es igualmente la obra de Dios, una obra llevada a cabo por el hombre y por Dios, una obra teoantrópica. Aquí nos hallamos en presencia del más difícil problema: el de la acción que la Providencia divina ejerce sobre, y en, el mundo. Todo el secreto consiste en que la acción de Dios se ejerce, no sobre el lado determinado de la naturaleza objetivada, sino a través de la libertad del hombre.



[1] Berdiaev, N., Libertad y esclavitud en el hombre.

lunes, 2 de junio de 2014

El instante, el tiempo y la Eternidad




    


“Lo que no es eterno es intolerable”   
                                     N. Berdiaev            


 El ser humano es una síntesis de alma y cuerpo sostenida por el espíritu. El tercer elemento establece, en la dialéctica, la noción superadora de la unilateralidad e integradora de la verdad relativa en una instancia superior de sentido. Pero de la síntesis de alma y cuerpo deriva una segunda, el ser humano es también una síntesis entre lo temporal y lo eterno. Ahora bien:

La segunda síntesis tiene exclusivamente dos momentos, lo temporal y lo eterno ¿dónde está aquí la tercera? Y si no hay ninguna tercera cosa, entonces tampoco hay realmente síntesis, ya que una síntesis que encierra una contradicción es exactamente lo mismo que decir que no hay tal síntesis. Esto nos obliga a hacernos la siguiente pregunta ¿qué es lo temporal?

Lo temporal, desde el punto de vista de la síntesis que nos ocupa, es expresivo de la condición corporal. La síntesis humana es una relación integradora, donde, en cierta forma, los extremos coinciden en el ápice de la conciencia. El alma es algo así como el modo en que le es dado al espíritu aprehenderse a sí mismo a través de la materia. Pero la materia además de espacialidad es temporalidad y parte integrante de la síntesis del individuo:

Si el tiempo se define justamente como la sucesión infinita, entonces es claro que también hay que definirlo como presente, pasado y futuro. Esta última definición, será, con todo, inexacta, tan pronto como se estime que radica en el tiempo mismo, ya que solo aparece en cuanto el tiempo se relaciona con la eternidad y en cuanto ésta se refleja en el tiempo. Si en la sucesión infinita del tiempo se pudiera encontrar un punto de apoyo firme, es decir, un presente que nos sirviese como fundamento divisorio, entonces, sin ninguna duda que aquella división sería totalmente exacta

            Los elementos de la síntesis, considerados aisladamente, revelan su carácter de abstractos. La temporalidad en sí misma no es otra cosa que la sucesión infinita. Mero pasar de largo, para decirlo en cierta forma, sin testigos. La unidad de la temporalidad no se fracciona en tiempo pasado, tiempo presente y tiempo futuro, porque no hay un punto fijo, solo existe un mero recorrer. El error consiste en espacializar la duración abstracta y suponer coordenadas en lo que es antes el recorrer que lo recorrido. El rango atravesado no es ya temporalidad, es recuerdo que asoma a la conciencia como un espacio más o menos ilimitado, pero siempre muerto. La temporalidad es, entonces, la sucesión infinita:

Lo eterno, en cambio, es presente. Para el pensamiento lo eterno es el presente en cuanto sucesión abolida, el tiempo en la sucesión que pasa. Para la representación lo eterno es un avanzar que a pesar de todo no se mueve del sitio, ya que lo eterno equivale para ella a lo infinitamente lleno. En lo eterno tampoco se da ninguna discriminación del pasado y futuro, pues el presente está puesto como la sucesión abolida.

Todo movimiento supone cierta potencia intrínseca o extrínseca, del móvil o del motor. Ahora bien, a mayor potencia, mayor rapidez en la variación. Pero al aumentar indefinidamente la perfección, los intervalos colapsan en una unidad sin temporalidad, en un rango sin especialidad. La perfección plena y adquirida supone la simultaneidad y la identificación completa entre los estados en que se despliega el cambio. Por eso la eternidad vence la temporalidad interiormente anulando la sucesión infinita, aboliendo la distinción de estados diferenciales e integrando la totalidad en la unidad homogénea.
            Lo eterno es el presente, y bajo la forma del presente es el modo en que el espíritu se sabe a sí mismo a través del tiempo. En la síntesis, el tiempo y la eternidad deben ser puestos en relación, en tanto instancias unilaterales de una instancia que identifique su aparente contradicción. El espíritu y el cuerpo se ponen en contacto en el alma. En cambio, si el tiempo y la eternidad se ponen en contacto, ello debe acontecer en el tiempo, y henos aquí ante el instante.
            El instante es la realidad del presente, esto es, de la eternidad, en tanto atraviesa el tiempo. Así emergen las distinciones entre pasado, presente y futuro. El instante no hace sino poner la unidad de la conciencia atravesando la sucesión infinita. Representa el punto estable en virtud del cual se establecen las distinciones entre dimensiones temporales. Así:

El instante, así entendido, no es en realidad un átomo del tiempo, sino un átomo de la eternidad. Es el primer reflejo de la eternidad en el tiempo. Pudiéramos decir que es como el primer intento de la eternidad para frenar el tiempo.

La conciencia es el acto del espíritu que vive en el instante. El presente secciona la temporalidad y establece los éxtasis temporales. Pero en tanto la naturaleza de la síntesis anímica es dependiente de la existente entre cuerpo y espíritu, las variaciones de esta última redundarán en aquella. La naturaleza del tiempo varía con la naturaleza específica de la estructura metafísica que lo soporta. La temporalidad supone la presencia del espíritu. Es este el primer acto de su drama, en la inocencia. Aquí el espíritu, confundido entre las cosas, aparece como soñando. El pecado, tensa el arco de la historia, disparando su trayectoria en dirección a la redención. Así aparece, en relación con el tema de la temporalidad, el problema del pecado original:

Con la temporalidad sucede lo mismo que con la sensibilidad, ya que la temporalidad parece ser mucho más imperfecta y el instante menos significativo que la aparentemente segura persistencia de la naturaleza en el tiempo. Y, sin embargo, acontece todo lo contrario, puesto que la seguridad de la naturaleza se funda en que el tiempo no tiene absolutamente ninguna importancia para ella. Sólo con el instante comienza la historia. Por el pecado se convirtió la sensibilidad del hombre en pecaminosidad, al mismo tiempo que se hizo inferior a la del bruto. Y, no obstante, esto se debe cabalmente al hecho de que aquí comienza lo superior, es decir, que ahora comienza el espíritu.

El tiempo despliega la dimensión de la historicidad, y ésta se inscribe entre dos extremos: la caída y la redención. El principio, la caída del estado natural, supone la presencia del espíritu en el pecado y la pérdida de la inocencia. La angustia anticipa esta posibilidad. La relación con el espíritu, en tanto presente y posibilidad, será, desde entonces, siempre ambigua. El espíritu es el origen, pero la puesta plena de su acto en la síntesis es la meta. El espíritu es presente, pero también es libertad, luego, es creación: “He aquí yo hago nuevas todas las cosas” decía Nuestro Señor, porque el acto del espíritu es la creación. La revelación del cristianismo, en tanto revelación de la individuación y de la libertad, es también la revelación de la historia. El objetivo es el espíritu en tanto integrado, el instante no entrando en el tiempo y seccionándolo, sino el tiempo rescatado en aquel instante que no habrá de pasar. La transfiguración del tiempo y el rescate del pasado en la redención, es la misión trascendente del objetivo histórico: la creación de un cielo nuevo y de una tierra nueva, a través de la asimilación de la esencialidad viva del Verbo divino en nuestra propia sustancia humana.
Cristianismo, tiempo, historia, redención y escatología resultarán desde entonces inseparables, en toda perspectiva teológica de orientación cristiana:

El concepto en torno al cual gira todo en el cristianismo –aquello que lo renovaría todo– es la plenitud de los tiempos. Ahora bien, esta plenitud es el instante en cuanto eternidad; y, sin embargo, esta eternidad es también el futuro y el pasado. Si no se atiende a esto, ni siquiera un solo concepto podrá librar de ciertos aditamentos heréticos y traidores, los cuales acabarán por anular el concepto. De esta manera, si no sacamos al futuro de su estrecho cerco y sólo lo consideramos como una mera continuación del pasado, podemos estar seguros que los conceptos de conversión, redención y salvación perderían el significado que encierran para la historia del mundo y para el desarrollo histórico de cada individuo. Y, por su parte, si no sacamos al pasado de su estrecho cerco y sólo lo consideramos en una misma línea de continuidad con el presente, entonces quedarán arrumbados los conceptos de resurrección y juicio.