Acallemos en lo
posible este bullicio íntimo, para someternos a un mejor examen esclarecedor. Será una
detención ponderativa, selectiva y a veces dubitativa. Sin una decisión moderadamente
crítica, nuestra intimidad se asemejaría a un caos ideológico y sentimental,
por cuya culpa pensamos, seleccionamos y realizamos aquello que por acaso
emerge desde nuestra realidad caótica. Y, en consecuencia, nuestra existencia
se desenvolverá sometida al arbitrio del momento, al azar de lo que nos está
aconteciendo a nosotros o al impacto que hemos recibido sugestionados por la
pasajera influencia de lo que en el momento observamos o que muy llamativamente
ha logrado, tentándonos, apresarnos. Debemos rectificarnos para exhibir nuestra
autenticidad[1].
Luis Farré
Según una aguda sugerencia de Kierkegaard resulta de lo más
fructífero, para el análisis y el estudio de los fenómenos que siempre ofrecen cierta
complejidad y un espectro de expresión más o menos disperso, el estudio no de
la norma, sino más bien de la excepción a la misma. Este mismo principio puede
ser trasladado fácilmente al estudio de la psicología ‒al menos dentro del área
de la psicología filosófica, como lo haremos sumariamente nosotros‒ de manera
de ser capaces de echar un poco de luz sobre la naturaleza de los procesos
normales de la inteligencia, a través del estudio de expresiones típicamente
desviadas. Nos detendremos brevemente, en este pequeño trabajo, en el fenómeno
del fanatismo, estudio que consideramos de la mayor importancia, tanto por el
valor teórico del estudio así como también por la actualidad que dicho fenómeno
presenta en una época tan marcada por la precipitación, la indisciplina y el
capricho intelectual como la nuestra.
Con mucha frecuencia se sugiere que el hombre es un animal político.
En realidad, conviene decir que es un animal religioso, verticalmente dispuesto
en dirección hacia la trascendencia. Solo que esa búsqueda, esa orientación
interna, se desarrolla en el marco de un mundo compartido; de modo tal que la
búsqueda, siempre personal, no se desarrolla nunca en el aislamiento. Las ideas
que los individuos se forjan de la naturaleza y sus relaciones con la divinidad
y la sociedad, cuando son compartidas por un grupo más o menos amplio,
constituyen creencias que, cuando adquieren mayor rigidez y en cierta forma se
cristalizan, admitiéndola la mayor parte de los sujetos de manera acrítica,
configuran los dogmas. Creer que la existencia de los dogmas se reduce
solamente a la esfera religiosa es tanto producto de una consideración
superficial como un equívoco lamentable. Aquí, como en lo demás, nos es
menester saber separar lo esencial de lo accesorio, y comprenderemos cómo, en
la psicología personal, no es tanto lo importante el “objeto” al que apunte
exteriormente el dogma cuanto la orientación interna de esa disposición
psicológica. Se trata, en última instancia, de funciones psíquicas que pueden o
no satisfacerse. Nada impide que una necesidad se satisfaga de una forma
desviada. De este modo, se comprende cómo una teoría sociológica o económica (llamémoslas
aquí ideológica) constituya, en última instancia, una creencia religiosa, dado
que la función que ella cumple para el individuo es de naturaleza eminentemente
religiosa.
Que el hombre en su relación con la divinidad incurra en desviaciones,
supresiones y deformaciones deletéreas no es nada extraño. Donde el fenómeno es,
no obstante, más manifiesto es en el fanatismo. En este fenómeno, el individuo
aquejado de este mal (ya que de una auténtica enfermedad espiritual estamos
hablando) deja de ser dueño de sus ideas para ser, por el contrario, su siervo.
Cuando la función ideativa se escinde de la finalidad que la establece y el
individuo se constituye en un apéndice o bien en un portavoz de ideas o de
conjuntos de nociones mal aprendidas que lo dominan, la libertad ya se perdió.
Se trata, claramente, de una hipostasiación mórbida forjada por una función
religiosa indebidamente dirigida; y habrá de ser necesariamente mal orientada
siempre que el individuo no sea dueño de sus ideas, no sea capaz de reflexionar
y seleccionar los conceptos de una manera crítica, y no sujete su ordenamiento
a las normas impuestas por la lógica, sin la cual habrá de gobernar siempre el
capricho.
Hemos dicho que el fanático es un sujeto que ha perdido la libertad
interior y se encuentra dominado completamente por un conjunto de nociones que
constituyen un dogma. Es característico de estos dogmas el resultar
impermeables tanto a la crítica racional como a la experiencia. De este modo,
se comprueba cómo el sujeto acepta ese conjunto de ideas en una forma
objetivamente azarosa. El contenido de ese conjunto de nociones será, por lo
demás, necesariamente inconsistente y caótico, toda vez que no deja de
responder a una realidad interior también enferma. En esta correspondencia y
armonía entre el caos interior y exterior se sustentará la norma. Este carácter
inconsistente, trivial, caprichoso y caótico es por demás manifiesto en el
dominio de las ideologías. Lo cierto es que, si la dogmática religiosa ofrece
dificultades para la verificación de sus enunciados, la dogmática ideológica no
debería ofrecerlos de la misma forma. Pero aquí se extiende un abismo
insalvable entre la teoría y la práctica. Los enunciados que componen el
conjunto de afirmaciones que constituyen las dogmáticas ideológicas, el sistema
conceptual que integra sus creencias, es, en la práctica, inverificable. Toda
ideología, por decisión metodológica, contiene un núcleo duro infalsificable.
Todo ello configura un equívoco desastroso, toda vez que ellas se establecen,
la mayor de las veces, como alternativas racionales opuestas a las religiosas.
Pero aquí, del mismo modo que la teoría se separa de la práctica, las
afirmaciones se alejan de la realidad del fenómeno.
Un sistema ideológico se estructura, supuestamente, sobre la base de
un sistema de hechos sociales, históricos, económicos y culturales, que logra explicar
y de los que da cuenta. Por otro lado, sirviéndose de este sistema, las más de
las veces, se pretende que se sea capaz de establecer predicciones definidas
sobre el mundo. De este modo, existe algo así como un conjunto de hechos, ya
sea explicados o predichos, que en principio deberían servir para controlar la
verdad del sistema ideológico. De este modo, cuando una predicción no se
cumple, se debería pensar que algo en el sistema no funciona. ¡Ha! ¡Pero
olvidamos aquí que la epistemología y la lógica nos ofrecen otras alternativas!
Así, en lugar de negar el núcleo duro del sistema ideológico, se pueden
establecer variaciones en su aspecto superficial (cosa que sucede de un modo
muy poco frecuente) o bien se puede recurrir a negar la verdad de hipótesis
auxiliares más o menos evidentes o bien se pueden introducir hipótesis ad hoc, inadmisibles para la mayoría de
la gente. De este modo, si las cosas no suceden tal como la ideología lo
supone, es porque hay factores no previstos que intervienen. No hace falta
mucha inteligencia para saber que hay personas y grupos con intereses
definidos, comprometidas sustancialmente en mostrar la falsedad del sistema ideológico.
Además, la experiencia bien puede interpretarse de modo tal de considerar que
lo que es una supuesta falsación no es, en realidad, sino otra confirmación. En
este punto nos detendremos brevemente, ya que lo consideramos característico de
lo que hace a las concepciones dogmáticas y las diferencia nítidamente de las
construcciones racionales sanas.
Las ideologías no se refutan mediante contrastación. La experiencia
siempre habla a favor del sistema ideológico. Rogamos al lector, aquí, que considere
su experiencia ordinaria y nos evitará, así, la necesidad de introducir
ejemplos concretos obvios. Si algo que está prohibido por la ideología se
produce (o bien no se produce algo que ésta pretende necesario), este hecho
bien puede ser obviado. El método más usual de hacerlo es negando la validez
del informe experiencial. Ese hecho no ocurrió, y el que lo dice extrajo la
información de un registro o sistema de información poco fiable e interesado.
Aquí, muchas veces, la negación de lo obvio es complementada con la utilización
de una falacia ad hominem, esto es,
la descalificación y la agresión, ya sea hacia la fuente, ya sea hacia el
emisor. Si a alguien se le ocurre interrogar sobre cuál es la fuente de
información a la que se permite o no recurrir en caso de controversia, es claro
que se trata de unos órganos de difusión supuestamente fiables, pero, en
realidad, tanto o más interesados o facciosos que los utilizados
originariamente. Por lo demás, estos grupos recurren a un registro y selección
de los hechos que evita que la consciencia ideológica se perturbe, ya que ésta
recogerá solamente los hechos consistentes y que confirmen al sistema de
creencias.
El carácter falaz de este proceder es manifiesto a todos los que
presenten un carácter mínimamente reflexivo. Y es el caso de que, mediante este
proceder, una vez que un individuo formula una objeción basada en hechos, ante
la pregunta “¿De dónde extrajiste esa información?”, no existe modo correcto de
responder a esta cuestión; y esto, independientemente de la verdad de los
hechos que se enuncien. Es claro que quien formula esta pregunta acepta
solamente algunos órganos de registro y difusión de ideas como legítimos y,
claramente, en los medios que ellos reconocen será imposible encontrar nada que
contradiga a tal sistema de ideas. Luego, se trata de un recurso falaz, con
cuyo concurso se puede sostener pertinazmente cualquier cosa, y rogamos al
lector no considere estas últimas expresiones de una manera metafórica.
Otro modo de evitar una refutación consiste en interpretar los hechos
de manera tal que, sea cualquiera el hecho que se produzca, éste es siempre una
confirmación de las ideas que en cada caso se sostengan. Así, por ejemplo, si
un hecho dado se produce es porque lo predijo la teoría, y si no se produce es
una confirmación más de que los enemigos intervienen y conspiran activamente
contra la verdad de la misma. Otra variante bastante usual es extremar el rango
de verdad de ciertas afirmaciones de manera tal de rechazar toda posibilidad de
contralor experiencial. “Todo es interpretación” es una enunciación usual de
estas posiciones. De este modo se rechaza de principio la posibilidad de
establecer un control experiencial más o menos neutral sobre cualquier sistema
de ideas. Esta actitud se complementa, generalmente, con el recurso de la
utilización de posicionamientos teóricos marginales de una “legitimidad”
supuestamente similar y con opiniones contrarias a la nuestra. Así, por
ejemplo, si la mayoría de la comunidad médica considera que determinados
conjuntos de hábitos son nocivos, es fácil encontrar algunos miembros de la
comunidad médica que, por distintos motivos, consideran que no lo son. Este
recurso se perfecciona, generalmente, con una falacia ad hominem, de modo tal que los profesionales médicos que sostengan
una opinión diferente a la suya son ignorantes, perversos, o bien tienen
motivos oscuros. Esta adjetivación se transfiere, de un modo natural, a quienes
apoyen este tipo de creencias.
Es claro que el fanático, siguiendo esta pendiente natural, no puede
sino trazar una separación neta entre los que sostienen una visión superior (ellos
y sus secuaces) y otros que sostienen creencias erróneas y detentan
posicionamientos ingenuos. Por lo demás, esta tesis suya es racionalmente
incompatible con la posición bastante extendida de que es completamente
imposible deslindar los hechos de las interpretaciones. Pero la crítica
epistémica, sabemos, no es el fuerte de los fanáticos, de modo tal que la
consistencia del sistema de ideas los tiene sin cuidado; el afán de
consistencia es también un prejuicio, para ellos, de quienes se encuentran
lejos de las posiciones de vanguardia. Si el lector reconoce en esta actitud
algún paralelismo con la actitud religiosa que rechaza el uso de la razón y
reconoce que los elegidos se caracterizan por la fe (que, además, es un don
divino) no debería de extrañarse. El fanático y la víctima de un sistema
ideológico son, en verdad, sujetos iluminados que se sienten con fuerzas para
gritarles sus verdades al resto del mundo, sea que la muchedumbre innúmera
quiera o no sepa escucharles.
La división tajante entre los superados e “iluminados”, aquellos
portadores de la vanguardia intelectual, y las posiciones superadas y los
“réprobos”, genera una visión claramente dicotómica. Todos los hechos, así,
suelen incluirse en el marco de esta dicotomía. Cuando algo en el sistema no
cierra es, claramente, culpa de los réprobos. El empobrecimiento de la realidad
es algo por demás manifiesto. Aquí, todo se vuelve muy simple para el relato
ideológico y adquiere algo así como un carácter omniabarcador y omnipresente.
Nada queda fuera de la ideología. La idea de un uso independiente de la
reflexión es un mito y una ilusión más de la razón…
Si es verdad que el fanático, ya sea religioso o ideológico, presenta
una relación problemática con los hechos, de modo tal de descalificar, por
principio, cualquier posibilidad de contralor experiencial, no será menos
cierto que presentará también caracteres racionales y discursivos de lo más
característicos. En este apartado deberemos acotar nuestra exposición, ya que
seríamos capaces de discurrir in extenso
sobre el tema con bastante prolijidad. Ello no habla a favor de nuestras
capacidades de análisis, sino más bien de lo burdo del fenómeno y lo manifiesto
de sus expresiones típicas. Nos limitaremos a incluir aquí algunas
consideraciones del psiquiatra argentino Osvaldo Loudet a propósito de algunos
pacientes en los que
La falsedad del juicio trae como consecuencia la desviación permanente
de las facultades dialécticas. Existe una desviación “paralógica del juicio”
que vicia todo razonamiento. Interpretaciones exclusivas y erróneas
concernientes a sus propias relaciones con los seres y las cosas, “tendencia a
ver en todo acontecimiento una alusión directa a su persona y a sus actos (simbolización).
Convicción íntima y obstinada en su propia perfección”, acompañada de una
actitud permanente para denigrar a los otros, atribuyéndoles falsedades y
haciéndolos responsables de sus propios fracasos[2].
La división dicotómica de las realidades, la simplificación excesiva
de las cuestiones y la inclusión de un componente axiológico peyorativo en
todos los que adscriban a una posición contraria a la suya, da lugar a la
consistencia de una interpretación del mundo de carácter conspirativa. Estas apreciaciones
nuestras a propósito del fanatismo y la ideología, queremos hacer notar aquí,
encuentran un paralelismo asombroso con las personalidades de tipo paranoico.
Este paralelismo no debiera extrañar toda vez que el fanático es, sobre todo,
un sujeto enfermo que encuentra reducida al mínimo su libertad interior, quedando preso de los márgenes más
o menos estrechos ofrecidos por su ideología. Ello es, a su vez, el paranoico;
y sin este carácter peculiar, de pérdida de la libertad, no habría derecho a
hablar de enfermedad. En ambos casos se da otro rasgo típico que nosotros,
desde la filosofía, podemos establecer sumariamente como un límite que nos
permita separar, de un modo más o menos nítido, las creencias irracionales, las
perturbaciones mentales menos severas y la locura. Hablamos de la certeza con
la que, tanto el fanático como el paranoico, vivencian su creencia[3].
Sin esta certeza estaríamos en presencia de una distancia reflexiva y nuestro
individuo contaría con un margen de libertad que es el que, en última
instancia, lo alejaría de la locura. Es a estos pacientes paranoicos a los que
se refiere Osvaldo Loudet y con sus consideraciones, por demás atinentes al
tema que nos ocupa, habremos de finalizar este trabajo:
Es de señalar en la alteración de su lógica: apreciaciones
unilaterales, tendenciosas, egoístas, absolutamente irreductibles; “intolerante
y de mala fe, no admitiendo ni contradicción ni discusión, procede por
afirmaciones gratuitas, formulando reglas absolutas y dogmáticas, clasificando
a las gentes en buenas y malas, según que piensen o no como él: en definitiva,
el paranoico es un sujeto rebelde a todo diálogo, inaccesible a toda influencia
sugestiva, hostil a toda reeducación por la razón, que nada quiere tolerar” (Neuberger).
La asociación de la desconfianza con la deformación del juicio,
arrastra la mentalidad del paranoico
a “la organización progresiva y durable de errores patológicos relativos a su
situación en la sociedad” como lo ha notado sagazmente Dupré[4].
[1] Farré, L., Breve historia de la espiritualidad, Buenos Aires, Claridad, 1988, pp.
198-199.
[2] Loudet, O., Qué es la locura, Buenos Aires, Columba, 1955, p. 27.
[3] Este criterio
es reconocido de hecho también, desde un punto de vista clínico, por los
profesionales de la psiquiatría. Siempre de acuerdo a Loudet, “¿Cuáles son los rasgos diferenciales de las neurosis
y las psicosis? Lo primero, lo fundamental, es la conservación en el neurópata de la conciencia del estado
mórbido, la cual se encuentra por el contrario muy debilitada o es, en la
mayoría de los casos, absolutamente nula en el alienado (Hesnard). El neurópata
sabe que sus ideas, sus dolencias,
son creaciones de su espíritu. Él sabe que su realidad es imaginativa; él sabe
que si existen pequeños malestares físicos su sensibilidad mórbida los agranda
hasta lo inverosímil. El psicópata proyecta, en cambio, en el mundo exterior,
las perturbaciones de su mundo interior y cree irreductiblemente en ellas: ‘Él
toma por un objeto extraño lo que no es otra cosa que su propio yo’” (Loudet, Op. Cit., p. 38,
énfasis original).
[4]
Loudet, Op. Cit., p. 27, énfasis
original.