sábado, 12 de diciembre de 2020

Un mal de época y "La desmoralización de la medicina". El revelador opúsculo de un pensador argentino




Miraron, por así decirlo, el aire, tomáronle el pulso a su época; reconocieron su dolencia, observaron su fisonomía y analizaron sus Humores; su libro o su personaje fueron la brillante y sonora llamada a que, en un tiempo determinado, respondieron las ideas contemporáneas, las fantasías en cierne, las pasiones inéditas.[1]

  

    Con gusto hemos recibido el sustancioso opúsculo La desmoralización de la medicina. El autor, Jonathan Georgalis, es un amigo cercano de nuestro círculo, que ha sabido colaborar con su pluma en más de una ocasión en este espacio. Por nuestra parte, correspondemos con la mejor voluntad y la intención consciente de establecer una crítica, por fuerza limitada, pero de pretensiones rigurosas. Es este un favor especial con el que pocos pensadores podrían sentirse agraciados. Pero reconocemos en Georgalis a un autor de un tono distinto, al que la imparcialidad rigurosa no podría menos que recomendar complacida.

    En lo relativo a los aspectos formales de la obra, el lector se halla, en un primer vistazo, con una prosa bastante fluida y ágil, sin dejar por ello de expresar ideas condensadas y concepciones precisas. La impresión natural que ofrece el texto es que estaba en la posibilidad del autor el extender el libro a su arbitrio. El por qué no lo hizo no es algo que debamos aquí condenar. Cada elección tiene sus ventajas y sus inconvenientes anejos. En un trabajo de este tenor, la elección de un formato más apretado cuenta con la ventaja de evitar en el lector la necesidad de detenerse en repeticiones tediosas. El tiempo tiene también sus caprichos, y una obra de mayor extensión probablemente hubiera necesitado un público también distinto.

    El autor de La desmoralización de la medicina domina su tema y ello se pone en claro en la estructura íntegra del estudio. El escritor juega lanzando, aquí y allá, líneas que parecen independientes, y que luego se cruzan diseñando el contorno de una figura con las pretensiones de ser un retrato verídico. Siguiendo estas tramas, el lector atiende y absorbe su atención en las cuestiones profundas en las que el texto ostenta la virtud de arrastrarlo de uno hacia otro lado con extraña pericia. La lectura continúa, de esa suerte, como si el mismo libro operara ese deslizamiento natural que va de una línea hacia la otra. Una problemática reemplaza a la precedente y la lectura progresa de forma constante y amena. La estructura ideal de la obra se torna transparente hacia el final, y nos sorprende el notar cómo el escritor había diseñado todo ello y luego verificado el plan tal como lo había trazado, línea a línea, en su propio cerebro.

    Hasta aquí tenemos un escritor que domina una idea y que elige concienzudamente la forma de exponerla al público. Esto ya parece ser bastante, en este tiempo, y exige la presencia de ciertos hábitos intelectuales que muy probablemente se le escapen a más de un crítico. Sin embargo, nuestro ensayista resalta también en otros aspectos, dado que es digno de hacer ver el hecho de que parece exponer bastante menos de lo que efectivamente conoce del tema. En un tiempo donde se ofrecen solamente cuartos de ideas y un pseudo intelectual escribe, masculla y reescribe perennemente sobre los mismos tópicos, la abundancia intelectual aquí se trasluce en cada página, hasta el punto de que surge el interrogante de por qué el autor ofrece un opúsculo y no una obra de mayor volumen. En efecto, el escritor sugiere menos de lo que sabe, y permite adivinar mucho más de lo que nos dice. El lector está como pendiente, y es porque el libro mismo lo ha sabido conducir, con cierto alarde de destreza, hacia ese mismo punto. ¿Y entonces? El pensador se divierte, operando una variación en sus líneas y dejando que sea el lector quien saque las naturales conclusiones sobre el tema. La trama se endereza en una nueva efusión de temáticas e ideas y nos vemos enfrentados a una nueva cuestión. Existen textos que son escritos para leerlos una vez, otros para consultarlos atendiendo a solicitaciones puntuales del contexto y también algunos que están allí para leerlos y releerlos. La desmoralización de la medicina se corresponde a esta última clase de obras, y el libro mismo es la condensación de un pensamiento tan variado como sustantivo.

    El libro consta de un prefacio, escrito hacia fines de julio, que introduce un estudio escrito en enero del presente año. El opúsculo se halla, pues, desdoblado. El simple hecho de que el escrito se disocie nos indica por sí mismo algo. El estudio original surgió en un contexto donde la problemática era perceptible (para algunos talentos, se entiende), pero su interés no era patente sino parcialmente para la mayoría. La introducción tardía se relaciona con eventos conocidos por todos y, nuevamente, diseña un marco de comprensión donde la pericia literaria se torna manifiesta, y acaso también algo sombría. La tesis del estudio original refiere a la desmoralización del profesional médico y de la medicina en general. Disecciona dicho fenómeno en relación directa con la desmoralización del marco societario en el que el profesional inscribe su ejercicio. La cuestión nacional se halla, por tanto, detrás del análisis de la problemática y ayudándose de grandes autores, como Ortega y Gasset y Osvaldo Loudet, nuestro pensador se abre camino en un análisis descarnado de la sociedad en que vive y el status del profesional médico que en ella ejerce. El diagnóstico, desarrollado con prolijidad, es pesimista y el pronóstico aun más trágico. En esta instancia es posible constatar, si observamos cuidadosamente, el método de trabajo de nuestro amigo estudioso: constataciones basadas en intuiciones, clarificaciones, aproximación de esquemas teóricos de alcurnia, un llamado continuo a la corroboración experiencial y la deducción general de consecuencias. Las líneas desplegadas se nutren permanentemente de la evidencia y ni un segundo pierde de vista la experiencia, lo que no implica que a ella se refiera constantemente. Esta modalidad de trabajo ha sido llevada a cabo de una manera que creemos consciente, rasgo que de hecho consideramos necesario en una obra filosófica. Con todo, nuestro pensador confiesa, ya avanzado en su prefacio tardío, que 

 

Era difícil prever al escribir este estudio que lo que en él se expresaba iba a ser puesto a prueba, de forma tan contundente e inequívoca, tan rápidamente. Sabía que la realidad iba a ponerlo a prueba ‒no pretendo aquí simular una ingenuidad poco convincente que, por otra parte, tampoco me haría justicia‒. Lo que no podía anticipar entonces era que lo haría de modo tan rápido, fulminante y universal. Lo que entonces había expresado hoy mismo puede ser corroborado de manera desgarrada e inequívoca. Haciendo abstracción de sus estragos, la pandemia puso ante nosotros un espejo y nos obligó a mirarnos.[2]

 

    En efecto, pensamos nosotros, la pandemia nos colocó frente a un espejo, y todo lo que desde entonces sucede en nuestro país presenta dinámicamente la multiplicidad de elementos de los que constamos. La desmoralización de la medicina expone esto a través del entrecruzamiento de sus líneas temáticas. El libro explica la evidencia de los hechos, y ellos mismos atestiguan acerca de la veracidad de lo allí descrito. Las deducciones lógicas habían sido desarrolladas de modo prolijo. Y es aquí cuando el lector, ante el hecho incontrovertible de la confirmación, se interroga si el autor no hubiera hecho bien en extraer todas las consecuencias que con facilidad podrían deducirse de dicho trabajo. Quizás este pensó que lo expuesto era suficiente en consideración al lector. Sin adornos, demasiada realidad reunida. Demasiadas palabras con contenido significativo. Demasiada dosis de pensamientos juntos. Todo ello es demasiado…, dado que estamos desacostumbrados. Y, sin embargo, nosotros aún dudamos del camino que se debiera seguir en aras del público.

    Si algún defecto podemos enrostrarle a este libro es la carencia de ejemplificaciones más concretas. En la jerarquía de lo abstracto, nuestro escritor se nos muestra como un pensador de altos vuelos. Sin perder de vista la experiencia, lo cierto es que pareciera verla siempre desde arriba. Cuando consiente a aproximarse, entonces desciende un poco, pero no mucho. Pareciera no sentirse cómodo entre los ejemplos más burdos. Y daría la impresión de que, ante tal idea, el tedio lo embargara y no disimulará en lo más mínimo. Su musa es inquietante y gusta de espacios amplísimos. Su esfera es la del pensamiento y las abstracciones y, cuando es menester una ilustración gráfica, su pensamiento desciende hasta donde le es posible sin abandonar la idealidad, sobrevuela los hechos y pareciera gritar: “¡Te he traído hasta aquí! ¿Para qué esforzarme por describir lo que podés comprobar por vos mismo?”. Y, efectivamente, el lector puede observar y ponerse al corriente de lo que se le quiere expresar. Todo allí está muy bien (en realidad, muy mal), y es tal cual el autor había declarado. La veracidad se agradece. Pero un ejemplo autorizado no pierde por ello el carácter de instructivo. Él mismo se valora mucho más y el lector siente siempre la necesidad de esta clase de ilustraciones. Pero aquí creemos reconocer el vicio del autor en ese caudal de ideas, que a veces se expresa como una corriente impetuosa y esa potencia de arrastre que se transparenta en toda la obra. El escritor se aburre “descendiendo” a los hechos groseros y, con actitud descarada, nos lo hace saber; lejos de ocultarlo, zambúllese nuevamente en la corriente de ideas y avanza en cascada hacia nuevos trayectos, desafiándonos a seguirlo.

    El libro, con todo, es corto y así lo siente también el lector, que retrocede para encontrar que el autor ha trazado su configuración y que realizó su plan, punto por punto, tal como se lo había propuesto. En ese sentido la obra es un triunfo de la claridad y la concisión. Sus previsiones se cumplieron y la misma actualidad de la problemática logra exhibirse por sí misma. Todo ello es una victoria y, sin embargo, el sabor amargo nos embarga. El logro del opúsculo exhibe el fracaso de la sociedad desmoralizada, la misma que a la vez es nuestra nación, nuestra patria. Existe allí un éxito trágico. Pero la finalidad principal de una obra filosófica es expresar la realidad con la mayor nitidez y la del pensador filosófico la de usar su penetración para profundizar en la sustancia de lo verdadero, sin adornarlo con coloretes que le son extraños.


    Y, en este último punto, quizás se haga notar el talento peculiar de nuestro amigo filósofo. Su pensamiento es elevado y, con neutralidad pasmosa, se sumerge profundamente, analiza y le da vueltas al asunto en diferentes direcciones. Su avidez parece saciarse solamente cuando lo conoce. Luego, volviéndose hacia otra parte, se endereza sobre problemas de su interés y nos abandona con lo escrito. Nos deja allí; contemplamos los despojos de su festín intelectual, pero no podemos dejar de comprobar que todo es tal como había dicho. ¡Extraña impudicia la del filósofo! Existe en ello algo de descarado, y ante la revelación el espíritu espera, en vano, la exhibición de un atavío más honroso. El espectáculo acaso resulte algo fuerte y exige de la presencia de un aparato digestivo potente. ¡Quizás sea ello demasiado grosero y descarnado! “Sí, pero no por ello menos real ‒nos respondería el pensador impasible‒. Mi tarea era hacerte ver las entrañas de la realidad y allí están. Si gusta o no lo que ves, la responsabilidad es ajena. Mi función se halla cumplida”. En efecto, el filósofo se nos revela en ese último acto, cuando comprendemos, horrorizados, que todo ‒todo‒ allí es verdadero. Su talento preside de principio a fin la ejecución de la obra, la comprensión del tema en conjunción con la primitiva valoración de su significatividad misma. Esa significatividad, que el autor entonces percibió, hoy es experimentada por todos nosotros. Con la mente fija en los despojos trazados por el escarpelo analítico, comprendemos las razones de los sucesos, y nos sentimos descorazonados ¿Así se paga el saber? Pero allí mismo, en este triunfo trágico, se nos revela la presencia del genio filosófico, que avanza con la fuerza de la fatalidad hacia revelaciones despojadas de artificialidad, aun más novedosas.

    El libro es, en muchos aspectos, estimable. Y cumplimos la función que tenemos con el lector al recomendarlo. Para emplear una locución grata, la necesidad de su libro era generalmente sentida, y tácita e invisiblemente reclamada. El genio entiende esas simpatías mudas o las adivina.[3]



[1] Balzac, H., “Artículos de crítica literaria” en Obras completas, traducción de Rafael Cansinos Assens, Madrid, Aguilar, 2003, p. 159.

[2] Georgalis, J. A., La desmoralización de la medicina, Buenos Aires, Llave Maestra, 2020, p. 11 [eBook PDF].

[3] Balzac, Op. Cit., p. 159.