Lo pulido, pulcro, liso e impecable es la seña de
identidad de la época actual. Es en lo que coinciden las esculturas de Jeff
Koons, los iPhone y la depilación brasileña. ¿Por qué lo pulido nos resulta hoy
hermoso? Más allá de su efecto estético, refleja un imperativo social general:
encarna la actual sociedad positiva. Lo pulido e impecable no daña. Tampoco
ofrece ninguna resistencia. Sonsaca los “me gusta”. El objeto pulido anula lo
que tiene de algo puesto enfrente. Toda negatividad resulta eliminada.
Byung-Chul Han, La
salvación de lo bello
La belleza, en nuestros días, se nos presenta de una manera
adulterada. El planeta se volvió muy pequeño, y la Tierra pareciera haberse tornado
demasiado pobre como para darse el lujo de adornarse con un ornato superfluo. Ahora
bien, lo sorprendente no es tanto esta ausencia, sino ‒ante todo‒ el hecho de
que pase desapercibida. Los órganos anímicos parecen haberse atrofiado, encontrándose
perfectamente adaptados a una modalidad de presentación fenoménica más básica.
La belleza hoy se nos aparece bajo la forma de la adaptación funcional, de la
sencillez, la inmediatez y la facilidad. La utilidad usurpa la corona de la
belleza y la razón instrumental triunfa sobre la razón filosófica y poética. Pero,
¿es esta la última palabra?
La sociedad positiva es una sociedad dominada y fascinada por la
inmediatez. La funcionalidad, por tanto, debe exhibirse de forma exagerada,
dado que debe ser percibida por todo el público. Por ello los aparatos, las
obras de arte, y las personas se encuentran sobredeterminados por esta suerte
de imperativo de la funcionalidad y la publicidad. Los productos ‒entre los que
se incluyen los tipos humanos‒ exhiben un formato también profesional y
estandarizado. Ellos adquieren, además del diseño exigido por el tipo de uso al
que está orientado, todos aquellos aditamentos que acompañan la noción
espontánea que el sujeto se forja de la modernidad, la limpieza y la
funcionalidad. El hombre positivo es un sujeto ataviado por los novedosos
implementos de la tecnología contemporánea. Su belleza misma es una belleza que
revela un carácter genérico, conjuntamente a su naturaleza eminentemente
adaptada a las nuevas condiciones del mundo y de la vida. En efecto, este
individuo socialmente constituido, que circula él mismo como una mercancía,
debe ser aceptado a la manera de un producto, de un objeto deseable cualquiera;
y deberá, por lo tanto, ser pasible de aprobación, de recibir un “me gusta”, de
modo de no ser arrojado al abismo sin fondo del ostracismo de la impopularidad.
El individuo positivo debe ser tal para ser aceptado e integrado a los
engranajes del mecanismo social. La funcionalización le asegura el éxito, tanto
profesional como social. Este éxito exige que él también se revista de una apariencia
fácilmente comprensible. Su aureola será la de la accesibilidad, el éxito, la
utilidad. Él mismo debe forjarse un formato de “deseable”, acondicionado de
acuerdo a estándares considerados como modélicos. La apariencia, por lo demás, para
ser operativa, debe ser fácilmente comprendida; de modo que habrá de resultar,
a la postre, exagerada. Es en esta instancia del desarrollo de sus ideas donde
Byung-Chul Han se encuentra a punto de dar un paso de comprensión filosófica
clave. Pero aquí, cuando está a punto de hacer oír una gran verdad, que ‒como
corresponde a su cualidad‒ no habrá de ser acogida gustosamente por el público,
el pensador coreano se detiene. La cuestión en juego ‒como ya dijimos‒ es clave,
y el escritor tiene sus motivos para pasar las conclusiones naturales por alto.
Él también es un profesional reconocido y un académico institucionalizado; y
tiene, por lo tanto, un prestigio profesional que resguardar.
No obstante ello, Byung-Chul Han avanza agudamente en la revelación de
ciertos elementos clave de nuestro tiempo. Las observaciones se encuentran
desperdigadas aquí y allá, y su estilo es penetrante, su prosa afinada y
elegante, y su conocimiento de los pensadores filosóficos clásicos también
extenso. Lo que se echa en falta son, sobre todo, las líneas claras. El
escritor se decanta por lo sugestivo, pero las relaciones no se establecen de
una manera acabada y los vínculos no resultan del todo transparentes. La
construcción sintética y la organización sistemática faltan completamente. Este
entramado sistémico le hubiera proporcionado la posibilidad de avanzar en forma
compacta hacia una región más honda, desde la que hallaría una dimensión y un
anclaje más profundos de las ideas filosóficas formuladas. En eso, nuestro
autor se halla demasiado pegado a nuestra época y a sus peculiares limitaciones,
tanto metafísicas como filosóficas.
Las observaciones del pensador coreano son, no obstante, frecuentemente muy agudas y bien direccionadas. Los objetos formalmente adaptados a la funcionalidad requerida por el tiempo presente se nos revelan de un modo inmediato. El signo de nuestra época es lo fragmentario y es esencial a ello resolverse y agotarse en lo instantáneo. Por ello, la belleza que se consume, se intercambia y se crea, es una belleza que puede ser exteriorizada de una manera completa. La revelación de su verdad es plena y se realiza en el instante ‒átomo último en que se fragmenta, pulverizada, nuestra existencia‒.
Lo bello es un escondrijo. A la belleza le resulta esencial el ocultamiento. La transparencia
se lleva mal con la belleza. La belleza
transparente es un oxímoron. La belleza es necesariamente una apariencia. De ella es propia una opacidad. Opaco significa “sombreado”.
El desvelamiento la desencanta y la destruye. Así es como lo bello, obedeciendo
a su esencia, es indesvelable.
La pornografía como desnudez sin velos ni misterios es la contrafigura
de lo bello. Su lugar ideal es el escaparate.[1]
Un oxímoron es una expresión en sí misma contradictoria. Por lo tanto,
contiene la verdad de una realidad que se anula a sí misma. Su consistencia se
agota en lo ficticio. La belleza, para ser tal, no puede ser expresada de una
forma completa. Pero, ¿por qué? La belleza requiere de velos, le es esencial
‒como al sabio de Delfos‒ expresarse a través de ocultamientos. Pero es el caso
que el velo, por sí mismo, no es por ello bello. Una serie de ocultamientos,
por más ordenada que fuera y que nada escondiera, no representa más que un
juego huero. Aquí falta al pensador coreano la introducción del otro aspecto complementario
de lo oculto, el reverso del anverso, que es lo revelado. La belleza es revelación, además de ocultamiento. Pero esa
revelación admite y entraña la constitución de una diversidad, correlativa a la
multiplicidad de perspectivas y a la profundidad de aquello que se expresa. La
revelación es siempre parcial, porque lo que se manifiesta es de una naturaleza
esencialmente profunda e inagotable. La parcialidad de la revelación permite
que la imaginación entrevea algo más, y
recubra el objeto bello en un velo de misterio.
Por lo pronto, Byung-Chul Han remite al aspecto de recubrimiento. La belleza,
al menos la que merece propiamente ser llamada tal, no puede asimilarse de
manera inmediata ni tampoco revelarse de modo completo. La expresión plena y
directa de una realidad o de un objeto remite al ámbito de la pornografía.[2]
La pornografía es, por tanto, la revelación directa y agotada en la inmediatez,
de un dado objeto y de una determinada naturaleza. Se trata, así, de una esencia que se identifica plenamente con su
propia apariencia. Es pornográfica una objetivación completa.
Lo sexual ‒aunque no se revela en este libro el porqué‒ se presta para
ser expresado de una manera pornográfica. Lo sexual, al menos en una de sus
dimensiones, es fácilmente accesible y su efecto es aprehendido de un modo
inmediato por cualquiera. La sexualización desproporcionada, por estos
atributos, pasa a ser considerada como un motivo fundamental de nuestra cultura;
y los patrones desvirtuados de una comprensión pornográfica gravitan sobre la
apreciación de la belleza a todo lo largo y ancho del espacio alcanzado por el
entendimiento de nuestra época. Ahora bien,
El atractivo sexual, o sexyness,
se contrapone a la belleza moral o a la belleza de carácter. La moral, la
virtud o el carácter tienen una temporalidad peculiar. Se basan en la duración,
en la firmeza y en la constancia. Originalmente, el carácter significaba el
signo marcado a fuego, la quemadura indeleble. Su rasgo principal es la
inalterabilidad. Para Carl Schmitt, el agua es un elemento sin carácter porque
no permite ninguna marca fija: “En el mar tampoco pueden […] grabarse líneas
firmes […]. El mar no tiene ningún carácter en el sentido original de la
palabra, que procede de la griega diarassein:
grabar, rasgar, imprimir”.[3]
El atractivo sexual puede ser fácilmente aprehendido por personas sin
preparación ni competencia. La belleza del alma, revelada en el cuerpo a través
del fuego del carácter, requiere una mayor madurez del desarrollo y una presencia
más intensiva del esfuerzo. Aun más, el carácter solamente se forja por medio
de un ejercicio ascético y un adiestramiento continuado. El carácter es
realmente la marca de la personalidad en el hombre, sin la cual su
individualidad es solamente una abstracción, un mero signo numérico. El
espíritu marca a fuego su propia esencia y se compromete en una tarea que tiene
lugar, no en el instante, sino en un dominio comprehensivo del tiempo. La
afirmación del carácter supone un triunfo sobre la fragmentación del instante
en el flujo constante de la temporalidad. Del mismo modo que con la idea de la
superficialidad y su concepto de la pornografía Byung-Chul Han se acercaba a Friedrich
Nietzsche, en sus consideraciones con respecto al carácter el pensador coreano se
acerca ‒acaso sin saberlo‒ al pensamiento de Sören Kierkegaard en sus
concepciones relativas al estadio ético.[4]
La actual calocracia, o imperio de la belleza, que absolutiza lo sano
y lo pulido, justamente elimina lo bello. Y la mera vida sana, que hoy asume la
forma de una supervivencia histórica, se trueca en lo muerto, en aquello que
por carecer de vida tampoco puede morir. Así
es como hoy estamos demasiado muertos para vivir y demasiado vivos para morir. [5]
Lo bello inmediatamente aprehensible carece de misterios. El pensador
coreano no lo dice, pero el motivo profundo de ello es que estas revelaciones
carecen de un fondo de espiritualidad. El espíritu es quien pone la síntesis
humana, entre cuyos términos contrapuestos se verifica la historia. Los productos
de la época carecen de vida. Hay algo así como un signo y un aspecto inequívoco
donde la apariencia busca adornar a un objeto con los atributos de la vida,
objeto que, por otra parte, no se encuentra del todo muerto. Ahora bien, sin
historia no tiene sentido hablar de muerte, porque, en rigor de verdad, sin
biografía real no puede existir rigurosamente la vida. Es así como la impresión
de los productos estéticos contemporáneos produce una sensación ambigua. A la
consideración estética se revela una entidad que no es ni una cosa ni la otra y
puede pasar, de manera siempre imperfecta, por cualquiera de ellas. Como las réplicas
humanas forjadas de cera, de las que hablaba el filósofo suizo Amiel, hay algo
que no vive pero que presenta todos los aspectos exteriores de la vida. Es, no
obstante, una apariencia congelada y el efecto que revela es, precisamente, el de
turbación al percatarse de la presencia
negativa de aquello que falta. De esta forma, la carencia ‒una negatividad‒
se experimenta de una manera positiva y extrañamente enfermiza.
Lo pulido revela una belleza de un orden funcional. La entidad
informada bajo el molde de lo utilitario, adaptada a las exigencias del medio
social, es consumida y comercializada. Tenemos, así, ya listo el producto de
una satisfacción inmediata. El objeto, la personalidad, y el efecto estético,
son engullidos por el instante omniabarcador. Los productos contemporáneos
carecen de velos de profundidad y de historia. En el fondo no hay nada: sólo
fachada, impacto y ornato superfluo.
Byung-Chul Han contrasta, con acierto, estos rasgos distintos de los
objetos que constituyen la estética contemporánea con las concepciones trazadas
por los grandes pensadores-filosóficos de la historia. Es así como considera
que
La metafísica platónica de lo bello contrasta en gran medida con la
estética moderna de lo bello como estética de la complacencia, que confirma al
sujeto en su autonomía y autocomplacencia en lugar de conmocionarlo.[6]
Lo bello y el bien coinciden en el filósofo de Atenas. La metafísica
ordena y domina todas las consideraciones de su filosofía. Ello le permite
lograr una concepción sistémica y rigurosamente articulada, a pesar de la
modalidad elegida para su despliegue expositivo. Ahora bien, en La Salvación de lo bello, una y otra vez
Byung-Chul Han demuestra cómo las concepciones estéticas vigentes no resisten
la confrontación con las de los clásicos filosóficos. En rigor de verdad, lo
cierto es que la particular y actual modalidad de apreciación de lo bello no
responde a una concepción filosófica genuina. No hay aquí razones, sino condicionamientos y determinaciones. Donde
no hay libertad no puede desenvolverse el juego de las ideas, supuesto por la
filosofía. El proceso de constitución de nuestra contemporánea modalidad de
apreciación estética, con todo, bien puede ser racionalmente esclarecido, del
mismo modo en que puede serlo la caída inercial y libre de un objeto en el
vacío a lo largo de una trayectoria trazada en el cielo.
En lo bello actual no hay fondo, no hay idea, no hay orden ni
determinación de lo informe; existen, contrariamente, sólo estímulos, flujo de
información, productos elaborados por medio de una serie de procesos
mecanizados ‒sin finalidad intrínseca‒, depurados por la industria y
perfeccionados por el tiempo. No existen aquí perspectivas elaboradas desde una
posición más alta y, pese a las ideas del pensador coreano, tampoco hay
inmanencia. El motivo de ello es simple y se resume en el hecho de que sin
personalidad no hay intimidad, y sin intimidad no hay inmanencia. Lo inmanente se
predica siempre de algo, y lo es siempre como opuesto de lo nítidamente delimitado
a lo exterior y periférico. Sin inmanencia, por otro lado, no existirá tampoco
trascendencia, dado que el sujeto que atraviesa las fronteras de sí mismo y se
supera en lo otro de su actualidad aún no existe.
Y aquí arribamos a la región superior, en que cifra su fecundidad la perenne
vitalidad del pensamiento griego. En la concepción platónica, el alma hace un
uso racional de la belleza para ascender uno a uno, a través de los distintos
niveles de la realidad, llegando a las cumbres últimas, a la Idea del Bien, la
esencia supraesencial del fundamento sagrado y primordial. Entonces, la
trascendencia significa un descubrimiento que el alma hace de su propia esencia
super-natural y la superación gradual, la actualización paulatina, de una
virtualidad que al alma le es intrínseca. En las alturas ideales de su
desarrollo, el espíritu naufraga en el océano ilimitado de lo bello; y el amor
se sacia en contemplaciones sagradas, que expresan los acordes de una imponente
sinfonía divina. Allí la iniciación final culmina en el encuentro, y el amante
se reviste y confunde en la belleza de su amado. En el fuego etéreo del Bien
tiene lugar la hierogamia, las
nupcias sagradas que restablecen el vínculo olvidado con la divinidad original.
El amor se consume a sí mismo, y en el abismo sin fondo de la eternidad reina
un silencio sin testigos, sin tiempo ni alteridad.
[1] Byung-Chul
Han, La salvación de lo bello, Traducción
de Alberto Ciria, Buenos Aires, Herder, 2019, p. 45, énfasis original.
[2] Resulta útil aquí tener
presentes las consideraciones de Nietzsche en Así habló Zarathustra. Allí establece una consideración axiológica
basada fundamentalmente en la profundidad, donde encuentra sucio y deleznable
solamente lo superficial y superfluo. Es así como, en el libro I, en el
parágrafo dedicado a la castidad, Zarathustra dice con toda claridad:
“¿Hablo de cosas sucias? Esto no es para mí lo peor.
El conocedor se mete con disgusto en el agua, no
cuando el agua está sucia, sino cuando es poco profunda” (Nietzsche, F., Así habló Zarathustra, Traducción de
José Rafael Hernández Arias, Madrid, Gredos, 2014, p. 70).
Ahora bien, lo que carece de toda profundidad, y
puede por ello ser expresado sin rodeos, de un modo directo, es lo pornográfico.
Sin advertirlo, Byung-Chul Han topa de lleno, y queda sumergido, con la fugitiva
e imponente sombra de Zarathustra.
[4] “La ética es por excelencia el
estadio de la reafirmación, pues está centrada sobre el deber, que es fidelidad
a sí mismo. El hombre ético asume la responsabilidad de sí mismo; el tiempo,
que era el enemigo del estético, se convierte en colaborador del ético. Pues se
trata, para éste, de expresarse en una tarea que requiere el tiempo y la
sucesión, pero de modo de dar a esta sucesión la forma única del deber […]. Por
la continuidad de la idea moral, se integra en su pasado, que viene a ser para
él una tradición y una historia. Y si se sujeta a la ley de lo general, es con
el cuidado constante de renovar lo común, de personalizar la repetición y así estabilizar
el presente. Así como el verdadero amor nunca ama más de una persona, y no ama más
que una sola vez, pero en ello encuentra lo eterno, así el ético no cumple más
que un movimiento y vuelve a hallarse siempre en ese movimiento, que es el de
la fidelidad al deber” (Jolivet, R., El
existencialismo de Kierkegaard, Traducción de María M. Bergada, Buenos
Aires, Espasa-Calpe, 1952, pp. 86-87).
No hay comentarios:
Publicar un comentario