Y, sin embargo, no puede dudarse de que hoy
experimentaron un inesperado cambio de dirección. Desde hace dos generaciones
la vida del europeo tiende a desindividualizarse. Todo obliga al hombre a
perder unicidad y a hacerse menos compacto. Como la casa se ha hecho porosa,
así la persona y el aire público –las ideas, propósitos, gustos‒ van y vienen a
nuestro través y cada cual empieza a sentir que acaso él es cualquier otro. ¿Es
esto sólo una finta, un cambio transitorio, un paso atrás para dar un brinco
más alto de individualización? No se sabe; pero es un hecho que a estas horas
gran número de europeos sienten una lujuriosa fruición en dejar de ser
individuos y disolverse en lo colectivo. Hay una delicia epidémica en sentirse
masa, en no tener destino exclusivo. El hombre se socializa.[1]
Ortega y Gasset
El hombre es una síntesis de lo espiritual y lo corporal, de lo eterno
y lo temporal, de lo universal y de lo concreto. El individuo es el producto
del entrecruzamiento de la idea genérica con la particularización, posibilitada
por la presencia de un substrato de naturaleza espacio-temporal. La
individuación, con todo, adquiere un sentido metafísico fundamental, no en la
materia, sino más bien en el espíritu. El espíritu es el centro de irradiación
de todos nuestros actos, su presencia señala el centro de referencia del propio
yo, en torno del cual constitúyense las coordenadas del universo. En torno a este
Yo existen una suerte de envolturas más o menos genéricas, todas concéntricas,
con un menor o mayor radio de lejanía con respecto al centro existencial. Por
ello, en el interior está siempre el yo, y éste necesariamente en el espíritu,
que establece la síntesis que el hombre expresa.
Pero el individuo, en este tiempo histórico, descuida su interioridad
y se lanza hacia la periferia. La duda orteguiana acerca de que podría ello
tratarse de un fenómeno transitorio o un accidente contextual no resiste ya la
crítica. Es este un hecho histórico portentoso, que define los caracteres de
toda la época. El individuo abjura de su yo; y este centro, arrojado hacia el
exterior, es confundido con alguna de sus envolturas concéntricas. Por ello el
concepto ‒y la existencia‒ de un destino
individual se vuelve extraño, la idea de vocación se difumina junto al concepto mismo del espíritu y el
progresivo desdibujamiento de la personalidad, que metafísicamente la sustenta.
El dictamen de Ortega es alarmante y categórico: el hombre se socializa.
Pero, ¿cuáles son las causas y las condiciones por las que se ha ido
desarrollando tal proceso? En la “Socialización del hombre”, artículo escrito en 1930 y que aparece
publicado en El espectador, Ortega da con un concepto clave. Las
ideas, estímulos e influencias llegan sin resistencia y atraviesan la
organización humana, las fuerzas van y vienen, como si los límites estuvieran
quebrados, como si la sustancia que lo separara del entorno fuese de naturaleza
permeable. Lo poroso es el signo de
una individualidad donde las fronteras de la personalidad se hallan rotas.
Incapaz de distinguir, por ende, entre lo interior y lo exterior, el individuo
ensaya una serie de gestos y, en su existencia, adquiere algo de histrión. Lo
cómico procede de la seriedad con la que ejecuta lo trivial de cada uno de sus
gestos. Y no podría ser de otra forma. Sin individuación no hay una acción
libre ni real. Sin realidad los productos del espíritu son solo simulacros. Y,
entre figuraciones arbitrarias y gratuitas, la existencia se esparce y difumina
en la insustancialidad de acciones carentes de significado.
Una vez esclarecida la secuencia lógica en que se expresan las
consecuencias de este proceso, debemos inquirir algo más con respecto al modo
en que éste se produjo. En efecto, el individuo reflexivo puede (y debe)
pensar: “si esta es nuestra realidad, ¿cómo es que llegamos a ella?”. Así como
distinguimos esferas concéntricas en la personalidad otro tanto debemos hacer
con respecto a los factores que intervienen en la configuración de su delineado
específico. Es reconocida tradicionalmente la importancia de los factores
endógenos y también los del ambiente. El ambiente, junto a la voluntad, acciona
y modela una materia constitutiva, que se resiste con mayor o menor fuerza. El
ambiente dista, sin embargo, de representar algo simple. Existen aspectos de él
que entran en conflicto unos con otros. Es así como ya los griegos reconocían
el principio de la sociedad humana en la familia y en cómo de ellas, por un
proceso de continua agregación cuantitativa, se iban constituyendo los clanes,
las aldeas y por último las pólis. La
acción intensiva de la familia se condensaba, a su vez, en el hogar y este era
un ámbito de privacidad. Ahora bien, según Ortega y Gasset,
Todo lo que significaba acatamiento frente a la ilimitada publicidad
mengua día por día. Sobre todo, el castillo de la familia. La vida de familia,
minúscula sociedad hacia adentro y erizada contra la gran sociedad civil, queda
reducida a un mínimo. Cuanto más adelante va un país, menos es ya en él la
familia. Por cierto que es curiosa la causa inmediata de su inmediata
evaporación.[2]
La familia es, por tanto, una circunscripción básica del entorno en
una sociedad en pequeño. Por ello, tradicionalmente, el proceso de constitución
progresiva de los caracteres diferenciales de la individualidad se realizaba
primariamente en el marco intensivo del mundo familiar, condensado en el hogar.
La crisis del hogar es, por tanto, una crisis del mundo privado en desmedro del
público. Los límites impuestos por la esfera familiar (un círculo esencialmente
interior, en relación al proceso de constitución de la personalidad) ceden y se
resquebrajan. El mundo externo penetra en el privado. Y las fronteras del mundo
interior se desdibujan.
Centrifugación de la familia. Diferencia entre el número de horas que
antes se pasaba en casa y el que ahora se pasa. En aquellas horas, largas y
lentas de interior el hombre fomentaba en sí la cristalización de una parte de
sí mismo, privada, no pública, fácilmente antipública.[3]
Aquí vemos la contraposición de la familia con la sociedad como la
existente entre la esfera privada con respecto a la exterior y pública. El
hogar representaba una especie de filtro que administraba la naturaleza,
recepción e intensidad de los estímulos exteriores. Se producía, así, algo
parecido a lo que los químicos denominan “efecto pantalla”. En él, las capas de
electrones internos, más o menos llenas, neutralizan el efecto atractivo que el
núcleo atómico (positivo) ejerce sobre un electrón periférico. Pero, si los
electrones internos desaparecieran, el electrón periférico (con carga negativa)
sentiría una fuertísima atracción por el núcleo. Ahora bien, otro tanto sucede
con la familia con respecto a la sociedad. La destrucción de las fronteras
exteriores y la porosidad del hogar dejan al individuo expuesto frente a los
estímulos provenientes del mundo externo. Es así como las fuerzas externas
penetran sin resistencia hasta el corazón mismo del mundo interno. Lo interior
se recubre de lo exterior, lo privado de lo público, lo individual de lo
genérico. La personalidad no madura, porque esta requiere para ello del clima
fructífero de lo íntimo, y este a su vez de un aislamiento relativo con
respecto a un entorno genérico y antipersonal.[4]
Ahora bien, el ámbito restringido de la intimidad es el de la soledad, como
opuesta a la socialización y a la sociedad. Es así como
La soledad, hora tras hora goteando sobre el alma, hace faena de
forjador sobre ella. La soledad tiene algo de herrero trascendente que hace a
nuestra persona compacta y la repuja. Bajo su tratamiento el hombre consolida
su destino individual y puede salir impunemente a la calle sin contaminarse por
completo de lo público, mostrenco, endémico. En el aislamiento se produce de
manera automática una criba y discriminación de nuestras ideas, afanes,
fervores, y aprendemos los que son de verdad nuestros y los que son anónimos,
ambientes, caídos sobre nosotros como la polvareda del camino.[5]
En lo íntimo e interior de su propia soledad el individuo se descubre
a sí mismo, y este descubrimiento hace al crecimiento y desarrollo de su
personalidad. Es de este modo como la maduración individual se verifica en un
entorno cuidado, al cobijo de la irrupción extemporánea de fuerzas periféricas.
De esta manera el alma alcanza sustancialidad y consistencia. Entonces puede
dedicarse, con seriedad, al estar viva su interioridad, a una acción real y
fecunda. Entonces ha ganado su libertad y ella se ha alcanzado en contra del
exterior y en desmedro de la objetivación alienante de lo colectivo. Esto
último fue claramente comprendido por Ortega y Gasset, en función de lo cual
nos dice que
La divinidad abstracta de “lo colectivo” vuelve a ejercer su tiranía y
está ya causando estragos en toda Europa. La prensa se cree con derecho a
publicar nuestra vida privada, a juzgarla, a sentenciarla. El poder público nos
fuerza a dar cada día mayor cantidad de nuestra existencia a la sociedad. No se
deja al hombre un rincón de retiro, de soledad consigo. Las masas protestan
airadas contra cualquier reserva de nosotros que hagamos.[6]
El último aserto de Ortega es clave. El resguardo real de la intimidad
es un signo de la personalidad, y la presencia intensiva y el cuidado del yo expresa
un carácter aristocrático. Este descubrimiento se asocia, por ende,
históricamente, con el feudalismo. Mas no es este el lugar para detenernos en
tópicos tan interesantes, pero no por ello menos dificultosos y complejos. Por
lo pronto, la familia se centrifuga, las fronteras del hogar se tornan porosas;
el individuo, por ende, pasa a ser una cifra anónima sin un sitio metafísico
específico. Es por ello por lo que el individuo normal se habitúa con tanta facilidad
a cualquier sitio. La abdicación de la individualidad, la destrucción metódica
de la personalidad, conduce a la entronización de lo colectivo: divinidad fría
y nefasta, portadora de un nombre desagradable, y de presencia uniforme y omniabarcadora.
El individuo sin destino personal, el hombre masa, se halla por tanto en lo
colectivo; y en ese encuentro existe una suerte de impulsión mística de
destrucción de las oposiciones en que se polariza la conciencia con respecto a
su mundo vital.[7]
Es así como el yo se hunde en el océano fragoso de lo colectivo, y allí toda
soledad y diferencia se desvanecen… o, al menos, aparentan hacerlo. Luego del
“éxtasis”, la personalidad, vuelta a la fuerza sobre lo que hay en sí, deberá
experimental el pavor, el horror vacui
‒si nos es permitido utilizar una noción de ciencia natural, cara a los
pensadores medievales, para referirnos a un fenómeno tan contemporáneo‒.
El individuo apresado en el seno de lo colectivo es un “sujeto” fuera
de sí, objetivado. Pueden consignarse las instancias en que esa destrucción paulatina
de la intimidad se llevo a cabo. Si el filósofo Ortega y Gasset pensaba que el
noble lo que defendía en su castillo era fundamentalmente su libertad, se
comprenderá cómo todo el proceso se vincula a la modificación progresiva de su
ámbito privado y familiar. Esta se verificó en un proceso largo y complejo que
nosotros podríamos reducir ‒analítica y algo artificialmente‒ a dos clases a
dos tipos básicos y fundamentales: centrípeto
uno y centrífugo el otro. En el
primero, lo público ingresa, de manera más o menos intensa, al Lars familiar: el diario, la radio, la
televisión. Todos ellos engendran un ámbito de comprensión común, y resultan
fundamentales también para concebir el proceso de constitución de un ser
cultural común, en un ámbito tan complejo como masivo. En este proceso, el
exterior ingresa de manera cada vez más intensa al interior, según hemos dicho,
pero aún persisten ciertos límites; de modo que los estímulos incorporados
puedan ser diferencialmente recepcionados por la individualidad particular de
cada hogar y por la del individuo dentro de aquel.
El proceso destructivo se consumaba, en la época de Ortega, por el
tiempo relativo que el individuo pasaba fuera. Pero aquí nos proporciona la
actualidad la posibilidad técnica de un proceso inverso: un proceso centrífugo
colosalmente más vasto. Lo peculiar del caso es que esta centrifugación se
verifica en un ámbito espacial correspondiente al Lars familiar. Son hitos de este proceso, claramente, la aparición
de internet y, luego, la del celular y los dispositivos tecnológicos portátiles,
que permiten una comunicación individual, especialmente dirigida y de un modo
intensivo. A partir de aquí, las horas que el individuo pasa en el interior de
su hogar son compartidas por el público. La existencia individual se socializa
por entero. La soledad no verifica las transformaciones alquímicas solicitadas
por el espíritu. La misma familia se volatiliza, y cada uno de sus miembros se
proyecta hacia fuera. La totalidad
individual y familiar se esfuma, y la sociedad triunfa en una homogeneidad
completa.
Y este último es el concepto que rige por entero la vida moderna. La
objetivación del centro individual y la pérdida del anillo familiar, que hacía
las veces de pantalla de contención del condicionamiento social, producen una
homogeneización casi plena. La técnica propicia, así, la desaparición de los
caracteres distintivos de las circunscripciones humanas. Los límites dejan de
ser reales para ser solamente virtuales, toda vez que el exterior se encuentra
presente en nuestro hogar y nosotros, a cada momento, lo estamos a su vez en el
universo “virtual”. Es de prever que esta desaparición de la soledad, y de una
cualidad de heterogeneidad vital, ha de producir un fraccionamiento de la existencia.
La labor personal es, de esta manera, invadida y el sujeto no puede ya abocarse
a una tarea individual y continua. Es así como todos nosotros sentimos que el
tiempo se fracciona y la posibilidad de actuar se nos escurre entre las manos.
Y esto último puede entenderse en el doble sentido del movimiento centrípeto y
centrífugo, toda vez que en lo centrípeto la invasión del exterior implica una
interrupción real, en tanto que el movimiento opuesto involucra la presencia
permanente de la posibilidad gravitando sobre la personalidad al modo de una
presencia fantasmal. Este último punto no debe ser subestimado. Se cuentan por
miles, y no solamente entre los dementes, las vidas cuya realidad es arruinada
por la posibilidad; no en vano es la posibilidad la más pesada de todas las
categorías. Y es sorprendente ‒y casi trágica‒ la ligereza con que hecho tan
portentoso es olvidado.
La homogeneización supone la objetivación del individuo, y ello la pérdida
del núcleo personal de individuación existencial. Sin él, uno mismo es ‒o bien
puede llegar a ser‒ cualquier otro. Por lo tanto, su tarea no tiene un sentido
significativo. El individuo colectivizado ejerce una tarea, pero puede ejercer
cualquier otra. Su esencia misma es intercambiable. A su vez, el otro individuo
también entra en la categoría de lo sustituible. Ante este panorama, es de
prever la crisis natural del concepto de todo aquello que significa una
destinación personal. La vocación y el amor son, en efecto, la expresión de un
destino. Y, como sabía ya Ortega y Gasset, el destino es precisamente lo que no
se elige; pero que, al fijar la posibilidad en nosotros, nos constituye
auténticamente y de un modo intrínseco.
Homogeneidad sin vocación, inteligencia sin reflexión, uso sin
comprensión:[8]
en un universo sin cualidad, todo se tornó accesible. Pero se da el hecho
paradójico de que nada satisface. La posibilidad misma aparece sin relieve, de
un modo adimensional, carente de espesor. El individuo, sin embargo, atrapado
por la posibilidad, lo está también por el fraccionamiento del curso temporal.
La existencia humana se desmenuza en instantes insustanciales. Todos los logros
se volvieron fáciles o bien fraudulentos: se trata, solamente, de saber servirse
del registro y las técnicas al uso. Pero los hijos de la época alcanzan la
senectud bien pronto. La mayoría de ellos ven la luz, pero no nacen, puesto que
fueron concebidos por muertos. Se presiente el fin y la eliminación de algo y,
en la confusión, se pretende que surge a la luz algo que, en realidad, como fruto
natural del tiempo, nació ya viejo.
Ante el vacío de la existencia genérica, el individuo busca el calor
interior en los colectivos. Estos se multiplican y la adscripción pasa a ser
parte esencial del concepto que cada uno se forja de sí mismo. Es natural, por
otra parte, que el individuo preso desde su infancia por la generalidad busque
realizarse en el ámbito genérico de la colectividad. Esto, como dijimos,
representa algo así como la irrupción de una mística de naturaleza sub-personal.
La irrupción colectiva es esencialmente infrapersonal y precede metafísicamente
al reconocimiento de la individuación y de la persona. Desde un punto de vista
histórico representa una regresión, una de-generación, toda vez que el desarrollo
idealmente trazado a la individualidad es aquel que conduce al desenvolvimiento
y expansión de la personalidad.
La mística de lo colectivo produce el arrobamiento
común al oscurecimiento de la persona y la obnubilación de la conciencia. Por ello, el individuo curioso e inquisitivo que
se aproxima al tiempo presente queda pasmado por la generalización grotesca de ciertos
gestos. Hasta los mismos rostros se van pareciendo. Este aire de familia, como
su nombre lo expresaba, se encontraba otrora confinado al ámbito de la
socialización familiar e íntima. Hoy surge un nuevo tipo humano: un tipo humano
funcional, sin profundidad; un tipo humano globalizado, sin contornos
específicos. En un mundo intercambiable, uno es cualquiera y cualquiera puede
llegar a ser uno mismo.
En este proceso, las diferencias existenciales y cualitativas se
transforman en diferencias puramente numéricas. Sin aptitud para la
reflexividad, el individuo se reconoce a través de la mirada ajena. Por ello la
existencia proyectada hacia la exterioridad: el individuo objetivado pretende
alcanzar su realidad a través de la replicación indefinida de su reflejo. En el
fondo, en eso se convierte la existencia: en un complejísimo juego de espejos
que nada reflejan, sino que rebotan uno perpetuamente en el otro, sin ningún
fin en sí mismo. Se nos torna comprensible la pérdida que Berdiaev, en su
tiempo, intuía con respecto a la realidad profunda del ser del hombre, al concepto mismo del ánthropos. El mismo pensador ruso fue
quien, con mirada clarividente, entrevió las consecuencias de las
transformaciones que ya desde entonces, de un modo sensible, se estaban
verificando y que delinearon los trazos fundamentales que dieron forma a la
figura confusa del presente que nos ha tocado.
Pero el proceso que se está verificando en el mundo no significa
solamente el fin del individualismo, sino que es una terrible amenaza para la
eterna verdad de la personalidad, vale decir, para la existencia misma de la
personalidad humana. En las colectividades se apaga la conciencia individual,
la que es substituida por la conciencia colectiva. El pensamiento se transforma
en un pensamiento de grupo, de rebaño. La transformación de la conciencia es
tan enorme que cambia por completo el concepto de la verdad y la mentira, del
bien y del mal. Aquello que desde el punto de vista de la conciencia individual
es una mentira, se impone, en cambio, desde el punto de vista de la conciencia
colectiva. También se exige al pensamiento, a la apreciación y al buen juicio
de la conciencia, que marquen el paso.[9]
[1] Ortega
y Gasset, “Socialización del hombre”, en El
espectador, Tomo VIII, Madrid, Espasa-Calpe, 1966, pp. 224-225.
[2] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 222.
[3] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 223.
[4] “Cuando
estés en tu retiro no debes buscar que la gente hable de ti, sino hablar tú
contigo mismo. Y ¿de qué hablarás? Lo mismo que los hombres suelen hacer
gustosísimos con sus semejantes, hazlo tú: en tu intimidad juzga mal acerca de
ti. Te acostumbrarás a decir la verdad y a escucharla. Pero ocúpate sobre todo
de aquel aspecto en el cual te reconoces más débil” (Séneca, “Epístola LXXVIII”
en Epístolas morales a Lucilio, Libro
IV, Traducción de Ismael Roca Meliá, Madrid, Gredos, 2016, p. 298). Séneca
resalta una y otra vez la necesidad de la soledad y del retiro. Es importante
que aquí este retiro es eminentemente activo y, en la soledad, el alma se
dirige contra sí misma, buscando descubrir sus propios vicios. Este proceso es
diametralmente opuesto al verificado en un ámbito ultrasocializado y de redes
sociales, donde el individuo se forja un perfil público y se vende a sí mismo
al modo de una mercancía. En el fondo, la cuestión consiste, finalmente, en que
el individuo lleve a cabo los movimientos adecuados en el orden correcto. Esto
lo vio con más claridad que ningún otro Sören Kierkegaard; y, junto con él, no
nos cansaremos de repetirlo y recalcarlo.
[5] Ortega y Gasset, Op. Cit., p. 224.
[7] “Goerres, que escribió sobre la mística en la primera
mitad del siglo XIX una obra de varios volúmenes, propone distinguir la mística
divina, la mística natural y la mística diabólica. Yo no tengo intención de
seguirle por ese camino. Puede darse de la mística una definición filosófica, donde
englobar diferentes formas. Podría llamarse mística a la experiencia espiritual
que sobrepase los límites de la oposición entre sujeto y objeto, es decir, que
no caiga en la objetivación. En esto consiste la diferencia esencial entre la
mística y la religión. En las religiones, la experiencia espiritual es
objetivada, socializada y organizada. Pero la definición propuesta se aplica
igualmente a la falsa mística, que no admite –en lo que concierne a la
consciencia de los hombres‒ la existencia de Dios y del Espíritu. Este es,
sobre todo, el caso de la mística del colectivismo, que en este momento está
desempeñando un gran papel” (Berdiaev, N., Reino
del espíritu y reino del César, Traducción de A. de Ben, Madrid, Aguilar, 1955,
p. 195).
[8] El uso de la técnica sin
comprensión del sentido y, por ende, sin una finalidad adecuada que lo
explique, da cuenta de la naturaleza de productos culturales que suscitan la
impresión del despropósito, de algo extraño y fuera de lugar. Este es el
sentido del “mamarracho” tal como con tanta claridad lo explica Arthur
Schopenhauer, en los complementos al libro tercero, capítulo 34, de su
magnífica obra, El mundo como voluntad y representación.
Para él, “lo que en cada una de las artes caracteriza al mamarracho es el juego
arbitrario con los recursos del arte sin un conocimiento real de sus
propósitos. Esto se muestra en esos soportes que no sostienen nada, en las
volutas carenes de finalidad, en esas curvas y salientes de la mala
arquitectura; en las escalas y figuras sin sentido o en el estrépito inútil de
la música mala; en las rimas de poemas pobres de sentido, etc.” (Schopenhauer,
A., El mundo como voluntad y
representación, Tomo II, Traducción de Rafael-José Díaz Fernández y M.ª
Montserrat Armas Concepción revisada por Joaquín Chamorro Mielke, Madrid,
Gredos, 2015, p. 445).
[9] Berdiaef,
N., El destino del hombre contemporáneo,
Traducción de Lydia Hahn de Vaello, Barcelona, Pomaire, 1967, pp. 84-85.
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