“Por lo cual, cuando vieres que los varones justos y amados de Dios
padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba, y que al contrario,
los malos están lozanos y abundantes de deleites, persuádete a que al modo que
nos agrada la modestia de los hijos, y nos deleita la licencia de los esclavos
nacidos en casa, y a los primeros enfrenamos con melancólico recogimiento, y en
los otros alentamos la desenvoltura; así hace lo mismo Dios, no teniendo en
deleites al varón bueno, de quien hace experiencias para que se haga duro,
porque le prepara para sí”.
La filosofía estoica halla una
proyección eminentemente práctica en su período romano. Será probablemente a
causa de ello el que las figuras representativas de este período sean de las
más atractivas de todo el movimiento. En este sentido, la personalidad de Séneca
se proyecta sobre la posteridad con un vigor que no amenguará habiendo coronado
en la dignidad de su muerte aquella lucha por construir su naturaleza bajo el
ejemplo de los modelos más elevados.
Es particularmente interesante el
tratamiento del problema de la
Teodicea. En este sentido, creemos, nos es dado encontrar un
principio de solución original, a la par de profundo, consistente con el
espíritu de la escuela estoica. Es en De
la divina providencia donde Séneca aborda, sin mayores dilaciones, la
cuestión a solucionar: ¿por qué Dios, siendo perfecto y bueno, consiente en el
mal y la ruina de los mejores y, para peor, permite que los malos se salgan con
la suya en el mundo?
La ética estoica con ser
universalista, esto debe ser matizado, es esencialmente aristocrática. En el
mismo sentido, el estoicismo es ante todo una escuela de adiestramiento
espiritual en persecución de la Apathía. Esta
imperturbabilidad es el resultado de un proceso de construcción de uno mismo y
de la armonía esencial con la naturaleza ínsita en nuestra humanidad,
conjuntamente con la del cosmos, penetrada por el Lógos o razón universal, principio divino de ordenamiento cósmico
impulsador del hado y la fatalidad.
Lo divino establece una
discriminación entre los hombres en virtud de su aptitud para sobreponerse a la
fortuna. Éste es su instrumento privilegiado. Ellos se sirven de la misma para
ejercitar al hombre bueno en la fortaleza y la adquisición de las demás
virtudes, aprendiendo a encontrar el bien dentro suyo en la sabiduría, substrayéndose
de este modo al imperio de la fortuna. Desde entonces lo exterior ya no lo
afecta, es una prueba de ejercitación y fortaleza, porque este divino padre es
un exigente extractor de virtudes, que ordena a sus hijos hacia la semejanza de
su perfección.
Y si los mismos hombres
encuentran satisfacción en los juegos del Coliseo, donde un gladiador animoso se
arroja hacia las garras de la muerte, abriendo las puertas de la admiración,
con las armas del coraje y del valor, lo cierto es que:
“Estas fiestas no son de las que atraen los ojos de los Dioses, por ser
cosas pueriles y entretenimientos de la humana liviandad. Mira otro espectáculo
digno de que Dios ponga con atención en él los ojos: mira una cosa digna de que
Dios la vea: esto es el varón fuerte que está asido a brazos con la mala
fortuna, y más cuando él mismo la desafió. Dígote de verdad que yo no veo cosa
que Júpiter más hermosa en la tierra que divertir el ánimo, como mirar a Catón,
que después de rompidos diversas veces los de su parcialidad, está firme”.
Catón de Útica, eximio cuidador
de sí mismo, se mostró a la altura sublime de su dignidad, aun en el momento postrero
de acabar con su existencia, una vez frustrada por parte de la fortuna los
empeños de luchar contra la misma. La escuela estoica enseña a vivir forjando
en el hombre el aprendizaje de la muerte ya que entonces, y solo entonces, toda
la vida le pertenece. Esta ética de la fuerza y del valor, esta caballería del
espíritu y la sabiduría, permite una clara delimitación y separación entre los
hombres: los que cifran sus bienes en el exterior y se encuentran sometidos al
imperio de la fortuna y los que, por el contrario, encuentran todo el bien en
la sabiduría de la virtud y hayan todo el bien en sí mismos, en la Providencia a cuyo
designio se someten.
El único mal en el mundo es la
ignorancia, nos viene a decir la sabiduría estoica. El único bien, la virtud
esclarecida por la armonía con el Lógos
eterno. La única felicidad, la apathía,
por la que el hombre se repliega en su propia virtud substrayéndose, en el límite
más estrecho de un más acá donde colapsa la alteridad mundanal, hacia la apertura eterna de la trascendencia de la
divinidad.
La ética marcial de la fuerza es
aquí donde encuentra su fórmula perfecta:
“El soldado bisoño con sólo el temor de las heridas se espanta; mas el
antiguo, con audacia, mira su propia sangre, porque sabe que muchas veces
después de haberla derramado ha conseguido victoria. Así que Dios endurece,
reconoce y ejercita a los que ama; y al contrario a los que parece que halaga y
a los que perdona los reserva para venideros males”.
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